jueves, 20 de agosto de 2015

¿por qué la agamia? (ii)


Ya he explicado las que considero el par de razones fundamentales para proponer y elegir la agamia como modelo de relación.

Ambas son, como se ha podido ver, éticas, es decir, opciones del deber ser. Tenemos la obligación de procurar resolver el problema de las relaciones y, hasta nueva propuesta, la agamia parece el único camino que ofrece alguna garantía.

Pero hay una más, de la que, sorprendentemente, se dice poco o nada, y ésta está en el plano del ser, de lo descriptivo, de lo que no depende de que sea elegido, porque sin necesidad de elegirlo nos encontramos inmersos en ello.

Todavía hablamos de los modelos alternativos a la monogamia heteronormativa como de una suerte de transgresiones extravagantes. Sabemos que aún no son de dominio público y que la palabra “poliamor” no es algo que, ni mucho menos, todo el mundo haya oído. La no monogamia parece aún una cuestión de activismo.

Si echamos la vista atrás, muy ligeramente atrás, nos podemos llevar una sorpresa, e incluso experimentar un cierto vértigo. Recordemos un hecho crucial: El sistema heteronormativo hegemónico no es el de la monogamia indisoluble. Nos encontramos en la era de la monogamia secuencial. Se dirá que la monogamia indisoluble está plenamente presente en nuestra sociedad, y no hay nada que discutir. Se dirá que la secuencialidad existe desde que el mundo es mundo y, cubriéndola de matices, se podría admitir también esta afirmación.

Lo que es indiscutible es que las relaciones sexosentimentales se entienden hoy, por defecto, como monógamas secuenciales. Esto constituye una auténtica revolución. Efectivamente nos encontramos dentro de un sistema nuevo, nosotrxs, que no hacemos más que decir que hay que abandonar las viejas relaciones monógamas y bla bla bla, resulta que estamos ya en el después de la revolución, en la gestión del cambio, y no en su preparación. Somos la generación de la novedad. Lxs que tenemos que ver qué hacemos con algo que nadie antes ha usado.

El vértigo no está tanto en la novedad, como en la velocidad de esta novedad. ¿Desde cuándo somos secuenciales? Daré sólo un par de datos. La literatura nos muestra una secuencialidad naturalizada entre los guetos intelectuales desde, al menos, el periodo de entreguerras. Pero nos equivocaríamos si pensáramos que en manera alguna se trataba de un modelo socialmente hegemónico. Esa posible hegemonía no sólo la contradice la cultura popular de los años 50, producto de una revolución conservadora proveniente del otro lado del atlántico, sino su propio confinamiento social y espacial, a la vida bohemia de lxs intelectuales y artistas parisinxs que se narran a sí mismxs.
El otro dato es que la Ley de Divorcio fue aprobada en España en el año 1981 (La Ley de Divorcio de la Segunda República, inmediatamente derogada por la Dictadura, aún exigía una “justa causa”), después, lógicamente, de la muerte del dictador, pero sólo ligeramente desfasada con respecto al cambio general en esa euro-britania a la que llamamos “occidente”. Huelga decir que legalizar el divorcio no significa su aceptación social general ni, mucho menos, su naturalización. El divorcio, que hoy sólo es entendido como indeseable por las consecuencias sobre lxs hijxs (torticeramente anticipadas como traumáticas) fue, hasta hace no tanto, el sinónimo de un fracaso existencial. El proyecto de vida había fallado y lo único que cabía era un proyecto de segunda mano, inferior y derrotado. La verdadera función del divorcio no era tanto rehacer la vida de pareja como oficializar el fracaso de la misma.

El largo camino hasta la secuencialidad normalizada parece haberse recorrido en un par de décadas. Seguramente (grosera aproximación) sea en los años 90 cuando se pueda empezar a hablar de que la secuencialidad es algo más que lo que hacen lxs adolescentes para buscar pareja, y que esa búsqueda se prolonga a lo largo de toda la vida.

Y es en los años 90 cuando, casualmente, nace el poliamor.

Las flagrantes contradicciones internas de la monogamia secuencial (esa búsqueda de un Día de la Marmota amoroso) empujan su modelo hacia el descrédito y la transformación a una velocidad de la que estos pocos datos pueden darnos una idea.

Eso significa que su alternativa no va a ser exactamente una conquista social, sino más bien un cambio inevitable que nos está ya esperando a la vuelta del más minúsculo cambio cultural.

Pero, ¿qué es lo que vendrá después? No me voy a extender aquí en describir horrores algo más que potenciales o en imaginar distopías sexosentimentales. No se trata, tampoco, de enriquecer el imaginario aberrante con una tormenta de ideas. Baste recordar que los cambios sociales no siempre son mejoras en la justicia social, y que, por qué no, nuestra próxima criatura sexosentimental puede ser otra hermana de la abundantísima prole que nos ha traído ya la que empieza a ser una demasiado longeva revolución neoconservadora.

Pensemos bien lo que queremos para no tener que añorar un día la mezquina monogamia secuencial como el mejor de los modelos conocidos.

miércoles, 12 de agosto de 2015

¿por qué la agamia? (i)


Son dos las razones que normalmente esgrimo para explicar la necesidad de la agamia

La primera es que las relaciones, tal y como las conocemos, no funcionan.

Es, sin duda, el argumento estrella, y a él se apuntan todas las propuestas no monógamas. Un importante sector de nuestra sociedad sigue creyendo en la necesidad de las relaciones monógamas heteropatriarcales, pero gran parte de esxs defensorxs reconocerán, por experiencia, que el modelo conduce a la infelicidad. La idea de la pareja como tormento necesario reduce el número de sus verdaderos fans a un porcentaje escaso de conservadores estrictos cuya presencia es prácticamente nula en cualquier ámbito de discurso serio.

El otro argumento es mucho más importante, pero su éxito, tengo que reconocerlo, no se puede comparar. Es, por supuesto, anatemático para quien ya encontraba inaceptable la primera crítica. Pero quienes la compartían no acostumbran a ser mucho más receptivxs.

Eso que sólo ven unxs cuantxs o que no parece preocupar demasiado es que las relaciones son injustas en su distribución.

Las relaciones, del mismo modo que cualquier otro bien en un sistema neoliberal, se distribuyen según criterios salvajemente desiguales. Tres son las gravísimas consecuencias: a) La desigualdad genera, de por sí, un estado perpetuo de escasez social. b) La desigualdad genera, así mismo, una extraordinaria competitividad por las relaciones, que es el origen principal de su deterioro. c) Por último, la desigualdad crea una ingente masa de marginadxs y desposeídxs que son visibilizadxs sólo como casos aislados, excepcionales, pero que conforman la verdadera alma y fundamento del sistema: El infierno con el que éste aterroriza al resto para que luchen de modo fraticida por su éxito individual.
Como se ve, la primera crítica se puede englobar en la segunda, y no es, en realidad, más que su perspectiva individual. Esta relación puede explicar la falta de eficacia de la primera y la falta de popularidad de la segunda.

El amor es una ideología estrictamente individualista. Quien tenga la valentía de ser críticx con su experiencia, pero a la vez se mantenga fiel a los dictados del amor, se resistirá a trasladar esa crítica a una escala social. Para el amor, la perspectiva social implica varios pecados mortales, es decir, varias incompatibilidades con su realización exitosa. Y quien sólo deja o critica a la pareja heteronormativa (no al amor mismo) porque no le es satisfactoria evita el supuesto suicidio de seguir insatisfecho contraviniendo los preceptos amorosos.

Este negacionismo tiene varias formulaciones, cuya refutación es casi inmediata desde este marco explicativo, y que se derivan directamente de los condicionantes generados por la heteronormatividad misma a través de la ideología amorosa.

En primer lugar, se nos dirá que las relaciones no son competitivas. Esta falta de competitividad interior a las relaciones se plantea como una falsa causalidad: Para estar en una relación es necesario no competir. Competir sexosentimentalmente con la pareja parece la definición misma de la estupidez, y la razón perfecta para optar por la separación. Pero recordemos que nosotrxs hablamos desde una perspectiva que ya es crítica con la pareja, es decir, que ya reconoce que la pareja es estructuralmente disfuncional. La distancia que se establece entre el reconocimiento de que la pareja es disfuncional y el reconocimiento de la causa de esa disfunción es, precisamente, la resistencia que permite conservar la pareja en su estado disfuncional. Entre la contradicción de tener pareja y ser crítico con la pareja, y la contradicción de reconocer la disfuncionalidad de la pareja pero no el origen de la disfuncionalidad en el marco de competitividad social en el que se establece y que la inunda, existe un paralelismo que hace que las contradicciones se anulen. Mi contradicción vital tiene que ser sustentada por una contradicción en el discurso, y hela aquí.
El negacionismo se formula también contra la escasez sexosentimental. Es característico del discurso gámico no monógamo (poliamoroso, swinger…) decir que al escaso sexo heteropatriarcal formal, subyace un piélago de sexo clandestino y escondido que inunda el heteropatriarcado. El mundo de la pareja tradicional sería, una vez incluido su submundo sexual, una orgía universal y oculta. Este es un argumento clave a la hora de sustentar el discurso poliamoroso: Dado que en realidad vivimos una doble moral sexosentimental, que se traduce en una doble vida, sincerémonos a través de un modelo que acepte e incluya cordialmente esa doble vida inevitable.

Pero no es muy sincero. Que el patriarcado ha establecido siempre un doble rasero sexual para el hombre y para la mujer es un hecho. También lo es que ese doble rasero se convirtió en doble o falsa moral con el advenimiento de la burguesía y un cierto nivel de igualdad dentro de la pareja que exigía del hombre, al menos, discreción. Pero que el acceso a este sexo clandestino tenía un componente desigualitario, no sólo de género, sino también de clase, parece igual de claro. La doble moral del varón burgués no se podía comparar a la del obrero. Nosotrxs (todos los géneros) heredamos esa desigualdad y la vivimos en forma de escasez sexosentimental social, con las excepciones que la propia desigualdad implica: Clases dominantes, guetos y grupos autogestionados.

Cuando escucho decir que quien realmente quiere sexo lo encuentra creo estar oyendo al empresario explotador o, peor aún, a alguno de sus estómagos agradecidos, diciendo que el que quiere trabajo lo encuentra. ¿Las condiciones? Eso ya es pedir mucho: Las personas no tienen sexo porque no lo quieren lo bastante ni están dispuestas a sacrificarse lo bastante para conseguirlo, del mismo modo que las sociedades pobres tienen el germen de su pobreza en su propia molicie. Si este discurso tuviera la valentía de volver la mirada sobre su propia vida sexual descubriría la misma miseria que atormenta al resto, pero con el matiz de diferencia que distingue el capital de un pobre avaro del de un pobre promedio.

La última gran negación, y por supuesto la más grave, es la que rechaza la existencia de una base social de excluidxs sexosentimentales. Tenemos la falsa meritocracia tan asumida dentro de la filosofía del amor, hasta tal punto aceptada la idea de que a cada quién le corresponde, por su lugar en la sociedad, una determinada calidad de vida sexosentimental, que el ejército de desposeídos nos resulta no sólo invisible, sino casi inconcebible. Si corremos el velo de nuestra ceguera enseguida descubrimos, sin embargo, que estamos rodeadxs, y en íntimo contacto con ellxs. Si es que no somos nosotrxs mismxs.

Pero nos pasa con la gran masa desposeída exactamente lo mismo que con lxs desposeidxs de patrimonio. Su situación es tan grave, tan lejana de lo que nosotrxs estaríamos dispuestxs a aceptar (o a soportar reconocer ante nosotrxs mismxs en nuestra propia experiencia), que su reconocimiento es el reconocimiento de una culpa inasumible. Preferimos refugiarnos en el más despreciable de los respetos, y decir que hay sexualides diversas, y que cada unx elige la suya, y que no somxs quien para juzgar lo que hacen lxs demás (siempre que tengan la decencia de hacerlo entre ellxs, sin aspirar a incluirnos a nosotrxs).
Salta a la vista que las dos razones expuestas son de la máxima importancia. Pero empiezo a pensar que hay otra que debería preocuparnos aún más y que expondré en la segunda parte de este texto.

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