miércoles, 30 de julio de 2014

ambigamia: lo mejor, el nombre


                No sé si algunx de vosotrxs se habrá topado ya con este concepto, si ha alcanzado una enorme difusión y es la alternativa de moda, o si me llega a mí porque, lógicamente, tengo una propensión algo más alta de lo normal a enterarme de estas cosas.
 
                El caso es que cuando me lo encontré en algún artículo de algún sitio que, de rebote en rebote, había dejado un reflejo en mi muro de Facebook, me produjo la aprehensión que os podéis imaginar.
                Reid de la crisis de narcisismo, tenéis todo el derecho. Pero también había alguna razón para la preocupación desinteresada. Convencido como estoy de que la agamia no es ni un matiz sobre un modelo anterior, ni una transición a un modelo futuro para llegar al cual la agamia deberá ser matizada, sino que se trata de una alternativa con entidad propia que establece una diferencia sustancial con todos los modelos anteriores (la ausencia de gamos) y que, de alcanzar algún desarrollo, será a partir de matices sobre sus principios sustanciales, y no de la sustitución de los mismos; convencido de todo eso, me parecía preocupante para la eficacia del concepto que empezaran a surgir variantes sexosentimentales que aprovecharan el mismo lexema. Si la cultura de los modelos de relación se puebla de ambigamias, contragamias, pregamias y heterogamias, aunque nada de esto afecte al sentido de la agamia, sí afectará a su legibilidad. Una ventaja comunicativa del término, a día de hoy, es que es el poliamor el que sigue derivando nombres y formando una sopa de letras de la que la agamia, de momento, permanece al margen.
                Una vez hojeado el tema, la conclusión es que hablar de ambigamia en un blog sobre agamia es tan pertinente como hablar de cualquier forma etnológicamente exótica de matrimonio. El tema es el mismo, pero la diferencia es radical y, de hecho, la ambigamia forma parte de la oleada reactiva que el sistema del amor produce como defensa frente a las consecuencias en tromba de su crisis, mediante la estrategia adaptativa de aparentar la generosa entrega del terreno perdido de facto.
                La teoría, más bien una terapia, del “especialista en teoría evolutiva”, o “evolutionary epistemoligist” (sic.), Jeremy Sherman, es una concesión a la realidad de la vivencia del amor, es decir, a la constatación ineludible de su imposibilidad y su condición de fraude premeditado.
                Así, la ambigamia (la verdad es que el término suena bien, promete) no hace referencia a ningún tipo de ambigüedad entre relaciones, es decir, a la posible alternancia o indefinición entre varias relaciones gámicas, a una especie de estado intermedio entre lo gámico y lo no gámico (ahora revivo mi angustia) que proyectara a los individuos, además, fuera de la ambigua pareja generando otras ambigüedades a su alrededor. No estaría mal esa idea, a decir verdad.
                Pero no es eso lo que propone su creador (de hecho, en el artículo que ha sido matriz de su reproducción viral empieza desligándose de la bigamia con tanto pavor como yo he desligado la ambigamia de la agamia: “¡¡¡suenan parecido pero no tienen nada que ver!!!”). Esta gamia es “ambi” porque sustituye los principios ideales de la filosofía del amor por dialécticas que los convierten en soportables sin destruirlos. En lugar del principio amoroso de la fidelidad, Sherman propone la dialéctica “amar-dejar ir”; en lugar del establecimiento del proyecto reproductivo (lo que la filosofía del amor suele llamar “compromiso”) se nos propone alternar entre la “libertad” y la “voluntad”. Y, así, se nos va aligerando la carga ideal a lo largo de seis pares que son otros tantos ensanchamientos de la jaula amorosa.
                En realidad, la ambigamia no consiste más que en aceptar la contradicción entre las exigencias ideales del amor y las posibilidades de su aplicación material. Dicha contradicción, sin embargo, no llega a resolverse; sólo se enuncia y, con ello, se admite. Es un paso, pero el habitual en una ideología problemática y en regresión: admitiendo un cierto margen de tolerancia en el cumplimiento de los preceptos, gano tiempo con respecto a la espantada de fieles. Esta escaramuza del subsistema del amor se entiende mejor en el marco de una guerra ideológica en la que alternará la tolerancia con las tentativas de vuelta al rigorismo. Como buen dictador, el amor nos da lo que no puede evitar darnos, procurará que olvidemos que lo hemos logrado nosotros y, al menos descuido, nos lo arrebatará de nuevo.
                La ambigamia puede considerarse progresiva en el ámbito de las libertades, pero regresiva en el de la conciencia, pues su reforma esquiva el peligroso escollo de la crítica radical al amor. Dado que no sabemos cuántas de estas estrategias pueden ser suficientes para que el amor supere el actual periodo crítico y construya un nuevo modelo hegemónico con el que oprimirnos de forma renovada, es importante no admitir soluciones de conveniencia.
                Tras la paradoja como principio, tras la condición “ambi”, suele esconderse la concesión mutua, la admisión de dos intereses contrapuestos: el del ciudadano, que necesita un modelo de relaciones vivible, y el del sistema, que necesita someterlo a la disciplina de la explotación reproductiva.
                Uno de esos intereses es ilegítimo, y la solución “ambi” suele ser indicio de que la ilegimitidad no ha sido erradicada.
 
                Dada la poca originalidad de la propuesta, la crítica a la ambigamia nos sirve más como un ejercicio de reflexión que como una verdadera práctica activista. En realidad, su momento de gloria en las redes sociales españolas se ha saldado con una victoria pírrica: ahora la ambigamia no es tan desconocida, pero habría que ver la cara de Sherman al comprobar que todos los artículos aparecen ilustrados con fotos de tríos. En el paso del texto a la imagen, la ambigamia se ha convertido en su némesis: la bigamia. Premonitorio.

sábado, 26 de julio de 2014

BIBLIOGRAFÍA: La psicología de los celos y la envidia - Peter Salovey, compilador (1991)



                Debo disculparme por recomendar un texto en inglés y por carecer de información sobre traducciones parciales o totales, así como sobre la existencia de otros textos que pudieran remplazar a éste y que estén disponibles en nuestra lengua.
 
 
Pero la barrera idiomática no podía ser un impedimento para, al menos, señalar el interés que alberga para nosotrxs profundizar, desde la perspectiva más seria posible, en el tema de los celos.

El libro es una compilación de doce estudios realizados por algunas de las bibliografías académicas señalan como máximas autoridades en la materia.

Su lectura, que discurre sosegadamente por cauces formales perfectamente académicos, sin voluntad alguna de pasmar al lector o conducirlo a conclusiones demagógicas, derrumba, silenciosamente, dos mitos que son las columnas sustentadoras de nuestra manera de entender los celos:

-los celos no son una emoción simple, sino compuesta, y como tal, su comprensión debe remitirse a otras más elementales cuyas diversas combinaciones forman parte de nuestra vida de manera cotidiana. Es decir, continuamente, pero fuera de la pareja, ponemos en acción herramientas para combatir los celos o, mejor dicho, mantenerlos en el ámbito de las emociones eficaces y funcionales.

-no existe, o es despreciable, la propensión (natural, biológica, genética, o de cualquier tipo) a los celos. Los celos aparecen allí donde se producen las condiciones que los activan. Todos somos potencialmente celosos como reacción ajustada a determinadas circunstancias, de modo que el tratamiento actual de los celos como patología en sí (y su identificación con la inseguridad como rasgo de carácter) implica un error de enfoque.


 

Pero lo más divertido es ver cómo estas conclusiones son desperdiciadas en las reflexiones más generales con las que concluye cada texto. La ceguera sobre el amor es tanta que el simpe estudio psicológico aislado no tiene, sin una reflexión psicosocial previa, fuerza para hacer saltar la alarma crítica del psicólgo.
 

lunes, 21 de julio de 2014

fusión


Me dice una amiga que la pareja es lo que empieza cuando se pasa la fase del enamoramiento y sigues enamorado.
Le digo que las paradojas son fórmulas mnemotécnicas, pero que no expresan una verdad sino, precisamente, una mentira, un error que se debe solucionar. Le digo que no deberíamos ser condescendientes con las paradojas.
Reflexiona un momento y me dice que la diferencia entre el enamoramiento “1” y el enamoramiento “2” es el control. Me muestro de acuerdo hasta que me dice que se nota el final del primer enamoramiento porque empiezas a controlar, a ser capaz de hacer otras cosas, a recuperar tu vida. Que en el enamoramiento 1 no controlas y, cuando empiezas a controlar, ya se le puede llamar “pareja”.
-Entonces, ¿lo que piensas es que son tus emociones lo que controlas?
-Eso es. Al principio hay un descontrol total, y apenas puedes abordar ninguna otra tarea. Pero llega un momento en que te rencuentras con esa capacidad. Si, una vez aquí, sigues enamorada, da comienzo la pareja.
Me parece muy grave todo esto que expone mi amiga. Es una teoría y eso también es malo, porque seguramente habrá cogido cariño y le estará sirviendo para explicar multitud de casos. Es seguro que no es la primera vez que la expone, e incluso cabe que esté esperando por mi parte la reacción de reconocimiento que habrá visto ya en otras personas cuando la exposición llega a este punto.
Pero lo realmente peligroso es que mi amiga tiene pareja, desde hace un tiempo considerable, y me dice, la muy loca, que “ya controla”, es decir, que ella es el origen de sus propias emociones. Vive con alguien pero ha concebido a ese alguien como alguien incapaz de ser sujeto para ella, de “afectarla”. Lo malo no es que haya objetualizado a un sujeto, o que eso pueda significar que ya no lo quiere, o cualquier otra interpretación que constituya una decepción romántica. Lo malo es que cree que va en coche cuando, en realidad, está subida a un caballo, y si piensa que va a funcionar según las leyes de la mecánica se expone a desnucarse en cualquier seto. En realidad no es un caballo, es un dragón. Bueno, es una persona. Está subida a una persona y se cree que pasea en triciclo por el parque. Eso es.
Pero yo no sé cómo explicarle esto sin perder el hilo, porque me da la sensación de que el cambio de paradigma es tan amplio que, lo empiece por donde lo empiece, se me deshará la tortilla al darle la vuelta, y ése es un muy mal efecto si se quiere resultar persuasivo.
Así que sigo tocando botones, como si el triciclo fuera ella. Un triciclo de esos… con botones.
-Lo que no entiendo es por qué se produce el cambio. Me describes un cambio, pero no sé por qué llega.
-El descontrol acaba cuando te fusionas.
-¿Qué?
-“Fusionas”. Te fusionas con el otro.
-¿Me hablas en serio?
-Claro. Cuando los dos organismos se derriten para formar un magma informe e indisociable a unos 3000 grados centígrados… hablo en serio, lo cual no significa que lo haga literalmente.
-Es una metáfora.
-Sí.
-¿De qué?
-De un estado psíquico.
-Que consiste, ¿en?
-En haber recorrido la vida del otro de forma completa, haberte unido a él en todas sus facetas y habértelo encontrado uniéndose a ti en todas las tuyas. Es como un acoplamiento existencial. Lleva un tiempo y se coge con tanta ansia que trastorna toda tu vida, pero, a partir de cierto momento, ya está: te has fusionado y, si el enamoramiento permanece, entonces comienza a existir la verdadera pareja.
A mi amiga le gusta tanto este concepto de “fusión” que se ha olvidado de justificarlo. De hecho, ni siquiera ha caído en que eso es lo que yo le estaba pidiendo desde el principio, y que la aparición del concepto de fusión no cambia nada.
-Sigo sin entender por qué se produce.
-Es un anhelo natural.
-No esperaba ese concepto de ti.
-Perdón, perdón. Quiero decir que está ontogenéticamente muy arraigado, que casi desde el principio nos desgarramos del mundo, del útero, de la madre, y buscamos siempre volver a fusionarnos con ellos o con símbolos de ellos.
-¿Eso es todo?
-Es un sentimiento muy fuerte.
-¿Un desgarramiento originario lleva a repetir la pauta una y otra vez a lo largo de toda nuestra vida, sin más evolución que el objeto amoroso, que una vez fijado no vuelve a cambiar? ¿Y funciona? ¿Resulta que nos sustituyen el mundo, el útero, la madre, por una pareja, y es justo lo que nos pedía el cuerpo? Entonces somos esencialmente neuróticos, ¿no? Nacemos neuróticos hasta que el amor nos desneurotiza mediante la fusión. Estamos biológicamente predeterminados para formar parejas. La selección natural ha introducido en nosotros el desgarro primigenio con el fin de perpetuar la especie.
-No sé de dónde viene, pero yo lo vivo de una forma muy clara. Primero busco fusionarme, y paso una época enfebrecida. Después, un día, descubro que ya lo he logrado, y se recupera la calma, pero, si hay suerte, con pareja.
-No creo que vayas a encontrar la explicación de la fusión si la llamas “fusión”, y menos si la concibes como un proceso de perfeccionamiento mutuo y, sobre todo, bien intencionado. Haz memoria, recuerda la primera época, recupera las emociones de entonces y dime qué generaba el desasosiego. Y no te trates bien.
-Apriorizas el mal en el amor.
-No. Levanto la prohibición. Lo hago pensable. ¿Qué sentías? ¿Qué te desasosegaba?
-Supongo que todo. Era una montaña rusa de emociones.
-No supongas. Recuerda. ¿Cuáles prevalecían?
-A veces emociones muy malas, de mucha angustia; otras de felicidad exultante.
-Esfuérzate por recordar. Dime qué sentías en concreto. Lo más frecuente. La ideas más marcada.
-Cuando estaba bien, que éramos uno, que era mágico. Cuando estaba mal, que tal vez no me quisiera.
-Hasta que te convenciste de que te quería.
-Me convenció él. Tuvimos una conversación muy seria. Nos dimos cuenta de muchas cosas.
-Y ése es el punto de inflexión a partir del cual estableces el nacimiento de tu estabilidad. El día que has marcado en el calendario como aquél en el que recibiste la noticia de que no te iban a abandonar.
-De que me querían de verdad.
-Eso ya lo sabías. O tal vez no lo sabes aún. Pero ya no te preocupa, porque tu vida no depende de ello. Te quieran lo que te quieran, y como te quieran, ahora sabes que tienes pareja. Que no es un proyecto, sino una realidad, que funciona como tal, con la estabilidad incluida.
-Eso es lo que digo. Que primero buscas fusionarte, como una loca, y cuando te fusionas vuelve la cordura.
-Tiras una moneda al aire y, mientras está en el aire, no puedes pensar en otra cosa porque todo el futuro depende de la cara de la que caiga. Cuando por fin lo hace, se restablece la vida segura.
-Pero aquí no hay ninguna moneda, no existe ese elemento artificioso de azar. No hay momento clave de transformación.
-No. Aquí el azar es previo. Aquí no se lanza una moneda a que vuele libre por los aires, sino que nos abalanzamos sobre la moneda que vuela libre para bajarla al suelo y determinar cuanto antes la cara con la que jugaremos. A ese abalanzarse lo llamas “fusión”, y consiste en unirse al otro en todas sus facetas vitales para llegar a una idea fiable sobre si va a ser nuestra pareja o no, sobre si es cara o cruz.
Lo que se descontrola en la fase de descontrol no son las propias emociones, sino al otro. Alcanzar la fase de control significa llegar a la conclusión de que el otro está controlado.
Mi amiga sonríe. Encuentra divertida la idea de que su pareja lo es como conclusión de ella y no de él. Le hace sentir, supongo, que “controla” la situación.
-Me suena bien.
-Eso es lo malo.
-¿Por qué?
-Porque olvidas que hemos pasado de un modelo cordial a uno hostil. De la fusión al control. Del acuerdo al contrato. Y todo cambia. En realidad, todo se derrumba. ¿En qué se basa ahora tu supuesta tranquilidad? Piensa en la de él, piensa en lo tranquilo que se siente él porque tú eres su pareja. Piensa en cuánto has cedido tú, a lo largo de la supuesta fusión, para generar en él un espejismo de control y conservar tu libertad secreta. Piensa cuanto has sofisticado esa libertad a medida que el control se sofisticaba. Piensa en lo compleja que te has vuelto, piensa en lo ingenuo que es él al pensar que te controla y, ahora, coge todo eso, y aplícatelo a ti misma.
-Lo estás magnificando.
-¿Sabe él que estás aquí?
-… No.