sábado, 31 de mayo de 2014

CONTRALOVE FILMS PRESENTA: el "ex" nunca muere

            

             DRÁCULA, DE BRAM STOKER



El final feliz romántico tiene un poder del que  un guión apenas puede escapar. La extinción de la historia sin amor es, en nuestra cultura, una grave condena moral. Identificarnos con un personaje y acabar viendo cómo sucumbe, y nosotros con él, a la desgracia sentimental es, además, veneno para la taquilla, por lo que tiene en sí mismo de desagradable como experiencia narrativa. Sólo un/a espectador/a adultx y profundamente concienciadx del problema que la historia trate está dispuestx a aceptar el desasosiego de verse advertidx, precisamente en su espacio de ocio, de que algunos caminos, no lejanos, conducen a la soledad.

Nos han dicho que somos demasiado tontos como para ir al cine a pensar; que nuestro cerebro no está capacitado para ser sometido al estrés de hacer otra cosa que flotar en una nube de soma durante todo el tiempo que dure nuestro ocio. Nosotrxs, como nos regalaban los sentidos, lo hemos creído. Tenemos la obligación de actuar como si no fuera demasiado tarde, pero eso no garantiza nada.

El caso es que, hoy, rara es la producción que puede permitirse escapar a esta norma autoimpuesta por la industria cinematográfica. Para que toleremos que el personaje que nos acompaña dos horas, y al que a veces incluso dedicamos nuestra sagrada tarde del sábado, va a acabar como nosotrxs no podemos soportar pensar que acabaremos, es necesario que antes hayamos concedido que, encantador/a como es, encarna un vicio que la película nos va a ilustrar en detalle y del que nos va a enseñar a escapar. No le queremos mal, pero entendemos que, en el fondo, lo merecía. Nosotros no seremos como él/ella.

Entonces, ¿qué sentido tiene contar la historia del hombre que, enamorado como dios manda, acaba condenado? Y, ¿cómo es posible que sea un éxito? ¿No es justo ésta la historia que no nos apetece encontrarnos?

Al primer golpe de vista, ni a mí me cae bien Drácula, ni creo que la intención sea que lo haga. Demasiadas cosas responden en él al cliché del villano como para que nos identifiquemos con su desgracia amorosa. Tanto los rasgos físicos (cara angulosa, bigote, mirada extraviada), como los caracterológicos (exaltación, violencia, crueldad), nos presentan al tipo de personaje a quien estamos habituadxs a odiar. Pero su segunda aparición, ya como vampiro, es definitiva. Lejos, lejísimos, de Cristopher Lee, o incluso de Bela Lugosi, Oldman se vuelve, no sólo odioso, sino generosamente repugnante. Esa especie de viejo afeminado, macilento y libidinoso es, seguramente, lo más lejos que Coppola ha sido capaz de llevar al personaje en su deseo por que nos inspire asco y, través del asco, aversión. Se diría que, mientras Reeves se encuentra en su mansión, más que los peligros que se ciernen sobre él, nos preocupan las interminables secreciones a las que parece ir a quedarse pegado.


Por eso tenemos claro que la historia debe favorecer al amor de los personajes vivos, y que el no-muerto debe, tarde o temprano, encontrar la horma de su zapato y sucumbir al final feliz. Lo constatamos, además, con cada uno de sus actos. El asesinato, la promiscuidad, el acoso, son casi el estereotipo del maltratador.

Sin embargo, todos sus movimientos lo aproximan al amor de Mina. Creemos que ella vive un engaño, que despertará cuando descubra toda la maldad que yace escondida bajo el proceso de seducción de Drácula. Esa esperanza se desvanece ante dos frases de Mina, la una pronunciada sin solución de continuidad con la otra, sin reflexión entre ellas, como si la barrera que debería separarlas fuera sobrepasada por la anegadora fuerza del amor.

-Has matado a Lucy. Te amo.

Muchxs espectadorxs caemos en ese momento en que lxs engañadxs éramos nosotrxs. La declaración, la toma de partido, el contrato verbal, invierte el orden de valores de la narración. Nos habíamos equivocado de bando: el bueno era Drácula. Toca dejar las estacas, los ajos y los crucifijos, y desplegar nuestras alas de murciélago para no ser alcanzadxs por el fundamentalismo plebeyo y terrenal de Van Helsing. De hecho, será éste el primer momento en el que Drácula se encuentre amenazado y en inferioridad de condiciones y, como buen héroe, escape por los pelos.

Ya he hablado recientemente de la amoralidad del amor.

El amor establece unas reglas de comportamiento que deben ser seguidas para triunfar en el amor. Quien se aferra a ellas es buenx en el amor, y debe esperar que el amor sea bueno con él/ella; quien las abandona sufrirá el castigo de la soledad. Pero el amor no necesita de sus feligresxs para romperlas. Así, su camino sacramental es un viacrucis a lo largo del que se descubre la contradictoriedad de las reglas, y que culmina en el descreimiento total. Normalmente, el descreimiento llega demasiado tarde, cuando el mundo del amor nos ha considerado desechables. Entendemos entonces que no había tal moral, sino que era una zanahoria para que tiráramos de ese carro llamado familia, o llamado sistema, que considerábamos lo otro del amor y que era, en realidad, su razón de ser.

El amor nos la juega bien, el cabrón. Entran ganas de vengarse. Drácula, por ejemplo, lo hace.

A él no le salen las cuentas. Ha sido escrupulosamente obediente a todos los dioses sentimentales  y, sin embargo, éstos le traicionan. Su decisión es clara, y experimentaríamos su lógica como un humillante desprecio a nuestra mezquina resignación vulgo-romántica si no fuera porque estamos tentadxs de seguirle en su furia vengadora. El amor ya no es dios, puesto que falla. Ahora es un igual, y le debe algo, que se cobrará, aunque sea del propio amor.

Así, Drácula es el cobrador del frac del amor: la deuda incondonable que esa filosofía fraudulenta adquiere con nosotrxs en cada una de nuestras relaciones. Más allá de ser el espectro de la relación pasada, se trata del presente mismo de esa relación, convertido en eternidad inexcusable. El amor nos dijo que si obedecíamos nos ofrecería la felicidad. Y mira lo que nos da: no sólo ella muere, no sólo se nos dice que no nos espera más allá de nuestra propia muerte. Es que, para más burla hacia todo aquello que da sentido a nuestra existencia, resucita con otro. El fiel Drácula, que se atuvo al pie de la letra de sus promesas amorosas, se encuentra a Mina convertida en una monógama secuencial.

El amor no nos predispuso para esto de la secuencialidad. Lo que nos dijo es que era un sentimiento tan fuerte que nos cambiaría la vida entera; que nos ligaría a alguien de manera tan profunda que no podríamos jamás separarnos; que todo lo que hiciéramos inspirados por él tenía más valor que la vida y que la muerte; que dejáramos el alma, porque estaba bien segura. ¿Qué pinta, entonces, el advenedizo y profanador Jonathan Harker?

Drácula, como único y verdadero seguidor fiel de los preceptos amorosos, reencarnará la monogamia indisoluble, pese al futuro novio al que pese, y tenga el concepto de “ex” la prensa que tenga. En su siniestra condición de ex que no reconoce ese estatus, adquirirá rasgos absolutamente singulares y, a la vez, profundamente arraigados en nuestro inconsciente, tanto privado como colectivo. Es un murciélago, porque su capacidad para desplazarse, aparecer y desaparecer es la propia de quien no tiene otra ocupación que la obsesiva persecución de su amada. Es un lobo, porque su deseo sexual frustrado y arcaicamente romántico debe saciarse frecuentemente con seres inferiores, a los que devasta. Es un anciano repugnante, porque viene de un pasado que se abandonó y del que se quiere escapar por corrupto y vergonzante. Es un príncipe seductor, porque sabe todo de su amada, hasta sus sentimientos más íntimos, que convierte en debilidades emocionales por las que acceder a su corazón. Es un superhombre, más fuerte que cualquier hombre normal, porque en realidad es el único hombre entero, que se enfrenta a otros que son menos que hombres porque sus fuerzas están sensatamente repartidas entre diversos amores y ocupaciones en lxs que no les va la vida. Y es, ante todo, un vampiro, porque sólo él dispone del poder de inocular, con su mordedura, el veneno incurable del amor verdadero. Es este veneno el que contamina al convencionalmente secuencial Harker desde el momento en el que empieza a luchar por Mina, porque la lucha es, en sí, consecuencia del seguimiento literal de los preceptos del amor, que no concibe la sustitución del objeto del amor. Es el que empodera sexualmente a la casta Mina, dispuesta a seducir a Van Helsing como medio, pues la fidelidad real expulsa del reino del amor, hacia los territorios vírgenes donde machismo y feminismo, conservadurismo y progresismo, se confunden (y caen ambos, tal vez, bajo el calificativo peyorativo de “extremismos”).

Salvo el orgullo, salvo la dignidad de quien exige a hombres y dioses que cumplan su palabra, todo en Drácula es odioso. Pero todxs reconocemos al odioso Dracúla que, dentro de nosotrxs, permanece desgarrado por la traición que lo destruyó, lo corrompió y lo convirtió en un monstruo que clama por salir a la fatal luz del día. Nos resulta tan sensual encontrar la oportunidad de identificarnos con ello, de reconocernos en las formas antisociales del amor, de entregarnos libremente a la amoralidad de la lucha amorosa, donde el bien y el mal han sido definitivamente relegados, que aceptamos jugar durante dos horas al monstruo maldito, a sabiendas de que, al final, tendremos que aceptar la muerte, y quitarnos el disfraz de carnaval que, en realidad, encarnaba nuestro yo íntimo.

Nada en Drácula nos es ajeno, salvo que él tuvo la valentía de enfrentarse hasta la muerte con el traicionero dios del Amor. Su derrota estaba predestinada desde el instante mismo en que acepto sus reglas.
Si algo de sentido se ha encontrado a esta interpretación de la película de Coppola, recomiendo vivamente la revisión de su famoso tema principal, junto con la letra, y la inspirada interpretación de Annie Lenox


martes, 27 de mayo de 2014

Agamia como lugar único para la ética de lo sentimental (y II)


Esta moral en continuo derrumbe que construye el amor, cuyo horizonte es el crecimiento del algoritmo “subjetivo” hasta la “relativización” completa de la moral, hasta la ocupación completa del espacio moral por las normas personales nacidas de la biografía adaptativa del individuo, carece de sostén ético alguno.

Puede afirmarse que en el amor no hay más ética, es decir, más distinción entre el bien y el mal según principios que el individuo pueda entender y valorar, que la simple adaptación creciente a las necesidades sexosentimentales del individuo mismo. En el crecimiento de la ira crítica frente a las traiciones del amor, el individuo se individualiza, se disocia moralmente de los restantes miembros de la sociedad, para aprender a reconocer y ocultar sus exigencias. Descubre así que la moral del amor adquiere coherencia sólo en el individualismo radical, es decir, allí donde el bien y el mal empiezan y acaban en el apetito de la misma conciencia que juzga.


Descubrir la coherencia subyacente a la ética contradictoria del amor es sustituir los principios contradictorios por el deseo subjetivo, por la “subjetividad” y el “relativismo” completos, para encontrarse con que, una vez realizada dicha sustitución, los principios contradictorios adquieren sentido conjunto. Su abandono como principios rectores de la vida colectiva los grana de sentido porque aporta el único principio que ellos no reconocen: la moral del amor no es la moral de una convivencia, sino del enfrentamiento de unos contra otros en pos de la satisfacción del apetito sexosentimental.

Tras la regla del “todos contra todos” deben necesariamente ocultarse  condiciones generadoras de ventajas que determinen una dinámica de explotación. El “todos contra todos” sólo puede ser un juego de cartas marcadas donde la victoria caiga siempre del mismo lado. El otro lado de la ética poética del amor es la explotación capitalista y patriarcal. El amor es presentado por el sistema como el ámbito donde logramos escapar del sistema, donde los principios rectores del sistema son abandonados a favor de una utopía moral en la que no sólo merece la pena refugiarse cuando el sistema nos concede una tregua, sino en el que merece la pena creer como alternativa sobre la que construir la oposición al mismo. Sin embargo, construir el sistema del amor es avanzar en el desvelamiento del sistema explotador que se pretende estar abandonando. El otro lado del sistema es el sistema mismo, dándonos la espalda.

Mediante los principios contradictorios que nos condenan al relativismo, el sistema nos discapacita paulatinamente para toda armonía social. A medida que ocultamos las adaptaciones personales de la moral del amor tras el telón de la subjetividad; a medida que acumulamos elecciones en favor del interés propio a costa de los principios que parecía proteger el interés común, y que lo hacemos legitimados por el relativismo amoroso; a medida que el amor nos descubre que su búsqueda es la búsqueda del interés personal, y que el amor es amor por el objeto de deseo propio; a medida que todo esto sucede, nos desligamos de nuestro compromiso con el bien común, de nuestra conciencia de colectividad, de nuestra condición de seres sociales. En el retraimiento de nuestra dedicación, del bien común al deseo individual, éste empieza a adquirir relieve. La auténtica ciencia del amor se convierte en descubrir las características de lo deseado. Saber de amor es, en última instancia, saber qué se quiere y, una vez “descubierto”, lanzarse a lograrlo con todos los medios que la amoralidad pone a nuestra disposición. Si hacemos un balance de nuestro entorno descubriremos con frecuencia que son las personas que más aman (junto con aquellas que menos lo hacen), quienes exhiben un egoísmo más fraguado.

 
Es curioso que lo deseado deba ser descubierto. Se diría que si algo se desea con tanta fuerza como para que merezca la pena poner en ello todo el esfuerzo, incluso a costa de la eliminación definitiva de la moral, que si un deseo resulta tan perturbador y obsesionante, al menos en la mayoría de las ocasiones debería presentar un objeto evidente. Sin embargo, el apetito omnipotente sacado a la luz por la amoralidad del amor desea con fuerza, o al menos con perturbación, pero no con claridad. El apetito omnipotente no reacciona a su proclamación con la expresión de un deseo, sino con la manifestación de una angustia. Esta angustia es conducida de manera nada espontánea hacia la determinación de un objeto de deseo del que se esperará que sea su satisfacción.

Ante la necesidad de conformar un deseo por el que pronunciarse de manera determinante, el apetito se vuelve aún más permeable a la influencia externa. En su condición de rey absoluto de las facultades del individuo, a cuyo servicio quedan todas una vez que la moral ha sido extinguida, el apetito se convierte en aprendiz desesperado de la escuela más reputada que encuentre a su disposición. El rey busca un maestro, un consejero, alguien en quien declinar su poder y sus decisiones hasta que él sea capaz de tomarlas desde la madurez, desde la asimilación del conocimiento que dicho maestro imbuirá en él. Así, el individuo amoralizado por el amor, en la exacerbación de su condición de individuo amoroso, vuelve su entera mirada hacia la propaganda del sistema y le entrega, desnuda, desprotegida y desesperada, su capacidad de desear. El sistema, cuyo aparente mensaje autodescriptivo es “debo conseguir convencerte de que desees lo que te ofrezco” recibe, gracias a la culminación del trabajo de amoralización inoculado por la moral del amor, un mensaje, no sólo mucho más poderoso que el que el sistema emite al individuo, sino capaz de reaccionar con dicho mensaje para multiplicar su efecto como una enzima nuclear. El individuo busca a la voz autoritaria y prestigiosa de la propaganda del sistema y le inquiere: “¡Dime qué debo desear!”

domingo, 18 de mayo de 2014

Agamia como lugar único para la ética de lo sentimental (I)


Lejos de la libertad ética del amor, que valora sus acciones desde una perspectiva particular e independiente expresada en multitud de aforismos (“en el amor como en la guerra”, “quien te quiere te hará llorar…), la agamia se manifiesta estrictamente ética. La agamia es la reinserción de los intereses personales sexosentimentales al marco del bien y del mal.

Para la agamia el bien y el mal no son “relativos” o “subjetivos”. El uso coloquial y erróneo de ambos términos pretende significar que no hay más valoración ética de cada acto que la que cada individuo quiera, decida o acabe dándole. Según este principio (que, por supuesto, no puede ser sino otro tipo de ética, qué si no), los juicios discrepantes de dos individuos diferentes no pueden ser puestos en común, porque responden a circunstancias judicativas (psíquicas y contextuales) diferentes. Para esta ética de la no ética, cada uno está legitimado para actuar sin dar cuentas a nadie. Esto acaba siendo así en todo el sistema emanado del capital (aunque no sea privativo de este sistema), pues su principio rector es el deber de la acumulación, una forma de ventaja individual, frente al que el resto de las consideraciones constituyen valores menores.




Pero sabemos ya que el amor es el centro y paradigma de las contradicciones ideológicas del sistema o, si se quiere, la joya de sus contradicciones, el lugar en que las contradicciones internas, u ocultas, se convierten en vestimenta y ostentación. En el amor, la contradicción ética es tan grande que la única solución para no agotar las fuerzas intentando abarcarla es convertirla en ideología. Es en el amor donde el capital exhibe, forzado a la impudicia, su más descarnada sociopatía.

Así, el “relativismo” del amor no es tal, pues el juicio no es relativo a algo, es decir, en función de algo cuya referencia lo vuelve absoluto (disponer de un melón para comer a lo largo de un día es una cantidad “relativamente” adecuada. Su relatividad nos refiere, por ejemplo, a la cantidad de personas que deban comer de él. Una vez conocido el número de personas, el juicio sobre su adecuación al alimento de una jornada será ya absoluto o, al menos, su relativismo se habrá reducido). No es tampoco “subjetivo”, porque no se forma en una conciencia conectada con la objetividad de lo real a través de los sentidos y, por tanto, forzada a unas determinadas formas de objetividad judicativa por esa objetividad percibida.
 


Se dice que los juicios del amor son relativos o subjetivos, queriendo decir que carecen de contacto necesario alguno con la objetividad. El elemento referente de la relatividad se ausenta de manera definitiva. El juicio amoroso es relativo, pero no se desvelará en referencia a qué, de modo que nunca alcanzaremos la objetividad que nos permita juzgarlo. La subjetividad, la psique judicativa, desconecta tanto de los sentidos como de la intuición de evidencia, de modo que el juicio amoroso subjetivo se vuelve el producto algorítmico de una caja negra: el insondable cráneo amoroso.

En realidad, el elemento oculto que deforma ambos términos es la voluntad en su condición deseante. El juicio amoroso es relativo al poder y mezquindad de un deseo que no puedo confesar, pues en su confesión permito esclarecer en mi perjuicio la incógnita de la corrección moral de mi juicio. Si reconozco que juzgo así porque deseo algo, y ese algo es inconfesable, reconozco con ello que estoy siendo inmoral por amor y, con ello, que el amor es inmoral.

El juicio amoroso es, además, subjetivo, porque el prisma a través del que se filtra la luz de la realidad posee una forma que desconozco, es decir, que decido desconocer, y que no reconoceré jamás, pero cuyo producto sí puedo constatar. Si reconozco que ese prisma es, de nuevo, mi voluntad deseante inmoral, estaré reconociendo la misma incorrección del juicio que oculto con el malentendido relativismo.

Ambos términos son sinónimos en el lenguaje coloquial, y su objeto de aplicación paradigmático es el discurso sobre los juicios de amor. Ése es el sistema de decodificación al que el individuo debe apelar en cuestiones amorosas.

La razón por la que es difícil encuadrar esta ética de la negación normativa en el marco de una ausencia de ética es que a los principios no judicativos del subjetivismo y el relativismo subyace una plétora de normas profundamente contradictorias pero del todo afirmativas y concretas. Este conjunto de normas, como no puede ser menos, se presenta a sí mismo como expresión de una moral definida y consistente. El individuo, sin embargo, sólo puede intuirla, y sus esfuerzos por encontrar la jerarquía de sus principios rectores le conducen de vuelta a la intuición a través de lo que podríamos llamar una ética poética, donde el pensamiento intuitivo prefilosófico es orientado por factores estéticos que mejoran su unidad.

El individuo sabe que hay cosas que están bien y cosas que están mal para el amor, y pretende que un comportamiento intachable le haga merecedor de ese mismo comportamiento para con él. El individuo confía en que este intercambio de comportamientos ajustados a la moral del amor le permita permanecer orientado, comprendiendo las consecuencias judicativas de sus actos (las opiniones que sus actos generan) y previendo los actos de los otros en función de su catadura moral. El individuo espera que el subjetivismo y el relativismo, así como el conjunto de principios contradictorios que los acompañan, apunten en una misma dirección, incluso de un modo más eficiente y de más larga mira que la moral de consistencia consciente que se atribuye a los restantes ámbitos de la vida social.

Paulatinamente descubrirá que aquello a lo que la moral del amor apunta es algo que él no discierne, y su “subjetividad” se poblará de “relativismos”. Su necesidad de sobrevivir a la imprevisibilidad de comportamientos y juicios amorosos generará una biografía de la contradicción personal que constituirá el algoritmo a través del que él juzga, y cuya contradicción con los principios afirmativos del amor permanecerá oculta al resto tras el telón del relativismo y la subjetividad.
 
 

lunes, 5 de mayo de 2014

AGAMIA: preguntas más frecuentes (II)


                 Siguen surgiendo preguntas, especialmente en torno a esa fiesta del día 10 que a algunxs resulta atrayente, a otrxs inquietante y a otrxs, incluso, terrorífica.

                ¿Qué puede pasar si se encuentra en un mismo local un grupo numeroso de personas que no creen en la monogamia, ni indisoluble ni secuencial? ¿Qué reacción química se produce entre gente que ha renunciado a su género? ¿Cómo se trata con alguien que está designificando el sexo?

                Me da la sensación de que tantas incógnitas convierten el evento en algo muy divertido.

 
                ¿Qué se hace en una fiesta ágama?

                No tengo ni la menor idea.

No hay nada programado. Ni performances, ni discursos, ni actuaciones… Nada. Seguramente, lo que se haga será lo mismo que en una fiesta normal, sólo que la mayoría de la gente estará familiarizada con la agamia, y muchxs incluso simpatizarán con ella (seguro que también habrá detractores), de modo que ese tema se tendrá en común. Como el tema en sí es un poco especial, porque es un enfoque radical sobre un ámbito de la máxima trascendencia, con el que siempre andamos a la gresca; y como nos encontraremos por primera vez en un entorno en el que no habrá que partir de cero, la puesta en común parece proclive a generar mucho entusiasmo, es decir, no sólo cordialidad e interés, que también, sino, directamente, diversión.

¿A quién me encontraré allí?

Sobre esto puedo decir algo más, aunque tampoco demasiado. La agamia es un modelo para todos los públicos, y sus propios principios invitan a la integración de grupos sociales, franjas de edad y, por supuesto, géneros. En teoría, la “pinta” de una fiesta ágama, en cuanto a su composición social, debería ser la de un grupo de gente cogido al azar, de la calle, sin filtro. Hay ciertas condiciones que pueden sesgar un poco el grupo. El hecho mismo de que sea una fiesta, de que sea a las 0.00h, incluso de que sea en Madrid… En cuanto a caracteres… ¿cómo es una persona ágama, o que simpatiza con la agamia, o, simplemente, que conoce a alguien que lo hace y ha venido por curiosidad?
Lo veremos.

¿Se trata de una fiesta para ligar? ¿Es algo así como una cita colectiva donde la gente ágama pueda encontrar personas afines para tener relaciones sexuales?

Cualquier situación puede establecer un contacto que antes o después conlleve algún tipo de relación sexual. Más allá de esto, la fiesta no tiene ningún componente particularmente sexual. Luego, cada quién, hará lo que le parezca, claro, como en cualquier fiesta y, en realidad, en cualquier parte.

Que la posibilidad de vernos en medio de un comprometedor despendole sexual sea una de las amenazas que antes consideramos en una situación desconocida, refleja hasta qué punto dicho despendole es un elemento reprimido en nuestra psique y en nuestra cultura. A nadie le preocupa demasiado encontrarse, de pronto, en una cata de libélulas porque esta posibilidad, ni forma parte del imaginario colectivo, ni nos llevaría a un excesivo desconcierto en el que no supiéramos reaccionar. Pero, dado que la represión sexual es ingente, la tensión hacia su liberación también lo es, y la posibilidad de que cualquier brecha haga desbordarse a esa fuerza está siempre presente con una mezcla de deseo y temor.

Pero la agamia no promueve el aumento cuantitativo de las relaciones sexuales, sino la liberación del sexo del secuestro al que el amor lo tiene sometido y eso, según el caso, puede significar más, menos, o las mismas relaciones sexuales. Si hubiera que esperar algún tipo de compromiso con la agamia durante la fiesta (por supuesto, no hay tal cosa), sería, en todo caso, el de no establecer “gamos”, es decir, que las relaciones, sean éstas las que sean y se materialicen como quiera que lo hagan, no tengan que verse en la tesitura de elegir entre ser o no ser pareja, y actuar en consecuencia con dicha elección. O, dicho de otro modo, que las expectativas sobre las relaciones sean siempre realistas, basadas en lo que las relaciones son, no en lo que les atribuimos que pueden ser por una pista intuida.

¿Alguna otra pregunta con respecto a la fiesta?

¡Es el momento!