lunes, 3 de marzo de 2014

razón y emoción. LA REVOLUCIÓN FISIOLÓGICA

            El corazón piensa con el corazón, pero, para nuestra sorpresa, resulta que lo hace mil veces mejor que el cerebro, que piensa con la cabeza y que, además, tiene el vicio de pensar todo el día.

            Así, el corazón parece demasiado tonto para llegar a conclusiones tan efectivas. ¿Quién le está pasando constantemente chuletas?


Está claro que debe ser un pensamiento. Y está claro que es un pensamiento hábil, porque es capaz de vencer al pensamiento consciente con frecuencia. Además, es un pensamiento generalizado. La última pista que nos conduce definitivamente al criminal es que se trata de un pensamiento castrante.

No cabe duda: El corazón piensa mediante las consignas de la propaganda sistémica.

Aquí intuimos renacer de sus cenizas al mundo de la autoayuda y la inteligencia emocional para dummies, ahora producto de algo más que una simple moda. Pero, si sólo fuera ésta su vía de divulgación, no estaríamos ante una verdadera estructura propagandística. Toda nuestra cultura está impregnada de violencia simbólica contra el pensamiento. Apenas merece la pena esbozar un recorrido, porque lo encontramos allí donde miremos, y se lo oiremos decir a cualquier ficción con la que se esté construyendo nuestra realidad. Vivimos en la cultura del “no pienses, siente”.

El despliegue propagandístico en contra de nuestra capacidad para razonar tiene ya una implantación social que le confiere un notable automatismo. La sabiduría popular se ha plagado de aforismos dignos de ser recordados por todo aquel a quien el uso de su razón conduzca a una de sus característicos callejones sin salida. Nunca nos faltará, no ya una película, un anuncio o un presentador de telediario, sino un buen amigo que se siente con nosotros a escuchar nuestros problemas y nos acabe diciendo “piensas demasiado”. Si se implica lo bastante, pasará inmediatamente a ofrecernos una colección de claves que nos ayudará a pensar menos, a resolver nuestro problema mediante un mecanismo netamente distinto y superior. Esa intuición no pensativa, ese sabia flexibilidad, ese humilde “dejar ser” es, simple y llanamente, la devolución de nuestra capacidad de decidir a la clase capitalista.

Este sistema mediante el que debemos dejar hablar al alma apetitiva, mediante el que el alma apetitiva debe, a decir verdad, actuar sin intermediario, se simplifica a nuestros oídos mediante la inversión de la jerarquía razón-emoción. La emoción debe saltar por encima del pensamiento y dominarlo; ordenarlo mediante su condición de verdad superior. Cuando el pensamiento no coincide con la emoción, el pensamiento se equivoca. Una vez que hemos logrado esta inversión de modo consistente; una vez que la emoción adquiere el poder sobre la última palabra en la conciencia del individuo, ésta queda perfectamente conectada con el ordenador central del sistema. El sistema no sólo tiene una notable capacidad para confeccionar nuestros deseos y, a partir de ellos, nuestra completa disposición emocional. Además, identifica al alma apetitiva como su aliado natural; su infiltrado en la conciencia.

En este entramado ideológico, la joya de la corona es el subsistema del amor. El amor es la destilación de esta filosofía, su expresión más amplia, perfecta y desacomplejada. Es además, por supuesto, su aplicación más necesaria para el sistema. Cuando el resto falla, cuando la “alternativa” intuicionista, en realidad simplemente apetitiva, empieza a fallar repetidamente, cuando empieza a dar muestras de no ofrecer mejores resultados que la desprestigiada razón, el sistema nos recuerda que todo cobrará sentido con el broche final del amor, que requerirá, eso sí, de un último, radical y definitivo acto de fe en los propios deseos. Si queremos alcanzar el triunfo y la felicidad debemos terminar de cruzar el umbral de la confianza; descubrir en nuestro interior el apetito máximo, aquél que identifica a un solo individuo con el objeto de consumo que saciará el hambre de la vida entera, y lanzarnos sobre su posesión desgarrándonos definitivamente de las restricciones con las que el sentido común nos anuncia el desastre. Una vez rotos tantos lazos con la apuesta por la razón, la inversión es demasiado grande como para abandonar ya nunca el empeño por rentabilizarla.

La agamia promulga la restitución consciente de la jerarquía razón-emoción, especialmente en el santuario del alma apetitiva que es el mundo del amor.

Dejaremos de “pensar con el corazón” porque pensar con el corazón es tan imposible como bombear sangre con el cerebro. Dejaremos de atribuir al corazón atributo caracterológico alguno, y recuperaremos la representación mental de las emociones para el sistema nervioso. Este sistema nervioso integrado, y no necesariamente contradictorio, dispone de un regulador general con una capacidad no infalible, pero privilegiada, para distinguir la verdad de la mentira: la conciencia. El pensamiento consciente es la cúspide de las facultades intelectuales, y ése debe ser su lugar. Nótese que no estoy diciendo más que lo que hemos sabido siempre, lo que de manera espontánea tendemos a pensar, y lo que la propaganda ideológica nos incita perseverantemente a dejar de lado.
Negándose empecinadamente a quitarse sus gafas de sol, Ezra Furman da forma al que puede ser un símbolo eficaz de la rebeldía contra el corazón.
Su vídeo, marciano y a contracorriente, es la perfecta ilustración de este inspiradísimo tema.

Recuperada la razón, la inconsistencia de las máximas de comportamiento del amor quedará al descubierto lo suficientemente pronto como para que el individuo pueda construir sus relaciones en un plazo proporcional a la duración de su vida. El amor nos conduce a equivocaciones tan duraderas y tan repetidas que llegamos sólo al descreimiento cuando es demasiado tarde, o cuando el amor nos dice, él mismo, que se nos ha hecho demasiado tarde y ya no merece la pena fijarse en nosotros; cuando ya hemos dejado de ser una referencia, cuando ya “no estamos en el mercado”.

La recuperación de la razón como instancia judicativa última es condición necesaria, y producirá de por sí la recuperación de la ética para el amor, de la cual ha estado siempre exento. Se disolverá la contradicción entre los artificialmente ennoblecidos deseos espontáneos del corazón y las acciones justas, que debían ser decididas hasta ahora a través del voto de calidad del amor.

Asimismo, la articulación del deseo amoroso y sexual, expresado mayoritariamente mediante el valor de la belleza, se volverá también accesible al juicio crítico, a la contradicción, al análisis de su origen y, por supuesto, a su reconsideración, a su replanteamiento, al acceso a un concepto diferente de belleza, produciendo bellezas diferentes, más funcionales y socializadoras.

En dicha reconsideración, todas las definiciones clásicas de género propio y deseado, así como de patrón de pareja adecuado, son también puestas en tela de juicio.

La propia práctica sexual es devuelta a la libertad mediante la capacidad de juzgar y elegir en función del juicio. Se libera así de las significaciones culturales ancestrales que han determinado su papel, se mira a sí misma y se responsabiliza de su noción y práctica emancipadas, transformándose de sexualidad en erotismo.

La restitución de la razón al nivel jerárquico máximo en el ámbito de las relaciones es el movimiento revolucionario que derrumba todo su entramado ideológico. Porque el sistema socioeconómico es irracional necesita de un subsistema compensatorio que actúe en el ámbito de la vida privada. Porque este subsistema debe ser aún más irracional, su desarrollo ideológico principal debe ser un ataque furioso contra el papel de la razón. Si este ataque fracasa, el subsistema se resquebraja y, con él, la pieza clave con la que se completa el puzle socioeconómico.

 
                Contra el “no pienses, siente” del amor, la agamia dice “piensa lo que sientes”.

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