lunes, 30 de septiembre de 2013

propuesta erótica. I. DESIGNIFICACIÓN. (xi) designificar el sexo de la posesión (la renuncia al morbo) (4)

Somos tan partícipes de la cultura sexual del morbo, que es extraordinariamente difícil que podamos, tanto comprender su extensión como imaginar su ausencia. El morbo es tan estructural y sustancial en nuestras relaciones sexuales que el hecho mismo de reconocerlo, de descubrirlo y diferenciarlo del placer erógeno se convierte en un grave obstáculo para su designificación. Alcanzamos a identificar la existencia de morbo especialmente allí donde el sexo se sobredimensiona con respecto a las restantes facetas de la vida; cuando la relación sexual ejerce una atracción que supera con creces la habitual en otras actividades, o que lleva al individuo a dedicarse a obtenerla o disfrutarla hasta el punto de afectar gravemente al desarrollo de esas otras actividades relevantes en el diseño de una forma de vida y sistema motivacional equilibrados. Cuando existe esa pasión, aunque permanezca oculta e incluso auto-ocultada por no caer dentro de las formas morales de pasión sexual, podemos presumir que domina el componente morboso.
 
Y, sobre todo, dependemos tanto del morbo para poder depender gozosamente de la lucha por el sexo (dado que no es del sexo mismo como actividad sensual de lo que dependemos) que su descubrimiento en nuestra motivación está crucialmente “resistido”. Para entender dónde guardamos el morbo, para entender dónde ir a buscarlo, tenemos que entender antes que el morbo es, precisamente, aquello a lo que no podemos renunciar porque asumimos que no quedará nada después. Nada es nada: el edificio de nuestra idea de vida gozosa se sustenta sobre la piedra angular de un sexo morbosamente placentero. Es esta pila la que da vida y energía al resto de los placeres. Sin ella, el autómata se enfría y se paraliza. Lo guardaremos, por tanto, justo en el sitio donde no esté permitido registrar: detrás mismo de nuestro yo registrador. Dado que el yo ha encontrado la razón por la que está dispuesto a desandar el camino andado, aceptando de nuevo el amor, olvidando de nuevo su historial opresivo, y envolviendo otra vez la cebolla del sexo con todo su juego de capas, será el antiyo el que tenga que encargarse de esta tarea final.

sábado, 28 de septiembre de 2013

ACTIVISMO ANTIPATRIARCAL: - x - = +


El reparto del poder, entre dos categorías tan simples como son la de los opresores y la de los oprimidos (que en la lucha antipatriarcal se “traduce” en las categorías de “mujeres” y “hombres”), puede presentar ventajas para estos últimos que hacemos mal en subestimar a favor de la denuncia de la opresión como un desfavor integral.

Esta lógica dualista, burda como mecanismo de análisis en profundidad, puede, sin embargo, señalar ágilmente espacios en los que el sistema se muestra debilitado pos sus tensiones internas.

Pondré dos ejemplos que no deben ser entendidos como panaceas de la estrategia antipatriarcal, pero sí como áreas donde el sistema, omnipresente y conspirativo, se encuentra con su propio sistema opresor, más omnipresente y conspirativo aún: es el de la realidad imperfecta, también para un sistema.

El primero de ellos se localiza en el hombre patriarcal de clase obrera. Si bien el sistema lo empodera como hombre que debe liderar una familia nuclear y someter en ella a esposa e hijos, también es cierto que lo hace en calidad de servidor del sistema, de individuo de la clase oprimida que traslada su misma forma de estar oprimido sobre quienes quedan a su cargo. Aquí, el dualismo opresor-oprimido se anula, desvaneciendo la pureza de la posición y de las actitudes que le corresponden. Así, el hombre de clase obrera frente a su mujer será un oprimido que debe ser opresor de otro oprimido. Si sustituimos el término de connotaciones políticas “oprimido” por el de “mujer”, de connotaciones más popularmente caracterológicas, obtendremos que el hombre de clase obrera es una mujer que debe llegar a casa a disfrazarse de hombre.

Este descubrimiento de la feminidad oculta del hombre de clase obrera nos revela innumerables vías de entrada a la usurpación psíquica de su poder. Del mismo modo que la autoridad de la madre cae frente al hijo ya crecido reproduciendo con ello su ausencia de autoridad previa como mujer, que mostraba, precisamente por serlo, debilidades desde un principio, la autoridad del padre es susceptible de ceder si se manipulan los resortes que él reconoce como feminizantes de su papel. El disfraz de hombre del hombre nunca está lo suficientemente pegado al cuerpo como para que no pueda quitárselo con facilidad si las circunstancias así lo exigen. Esta flexibilidad, este autorreconocimiento del hombre como mujer, es lo que debe aprovechar el espacio de debilidad del sistema, que el propio sistema no puede evitar crear por la tendencia a la confusión que crea el binarismo de los opresores y los oprimidos, de los unos y los ceros. El sistema dispondrá sólo del arreglo a posteriori del parcheo, de la sugestión de que el hombre imperfecto dentro del que se esconde una mujer, es el sujeto indicado para trasmitir eficazmente la autoridad que dimana de la élite opresora. Esta conciencia de la invencibilidad del guardián debe ser entendida como un espejismo cuya función no sólo es ocultar su vulnerabilidad, sino la identidad entre su vulnerabilidad y la del oprimido.

El otro espacio al que quiero hacer mención es el de la cultura del oprimido. El sistema debe arrebatar al oprimido el conocimiento que otorga poder. El conocimiento que instrumentaliza los conocimientos instrumentales, y por lo tanto el más poderoso de todos ellos, es el conocimiento teórico, filosófico y humanístico (no hago una afirmación voluntarista ni idealizadora: psicología, sociología, lingüística, e incluso politología, disciplinas consideradas blandas, desinteresadas y diletantes, cuya poder instrumental se realiza sólo tortuosamente, constituyen el núcleo de la información que da poder. Cuestión aparte es la economía, cuya relevancia como formación que da poder está sobrevalorada en nuestra cultura).

La división binaria implica un “más” (+) a este conocimiento, y un “menos” (-) al conocimiento instrumental “de segundo grado”, de modo que será el ingeniero (-) el que esté a las órdenes, no del sociólogo, sino del poseedor del conocimiento sociológico que da poder (+). Pero dicho ingeniero deberá oprimir (+), a su vez, mediante su conocimiento sin poder (-), al grupo social del que está al cargo (-), es decir, su núcleo familiar. Al hacerlo, utilizará y reservará para sí su conocimiento, dejando en manos de sus oprimidos el conocimiento con poder (+). Así, el sistema deja un panorama en el que el conocimiento con poder (de opresión) se encuentra en las capas más altas, pero también en las capas más bajas del poder. Esta disposición explica el desprestigio de dicho conocimiento, que es, de nuevo, el parche sugestivo con el que se estigmatiza el conocimiento del oprimido (los miles de licenciados y doctores en humanidades con conciencia de disponer de un conocimiento inútil, inaplicable, pueril).

La presencia mayoritaria de mujeres en estas disciplinas constituye, como vemos, otra debilidad del sistema cuya explotación depende, en gran medida, del desvanecimiento del espejismo de su inutilidad como herramienta de poder. La mujer con conocimiento poderoso desprestigiado es enfrentada por el sistema contra el hombre con conocimiento impotente prestigioso. El factor que inclina la pugna del lado del hombre es, por tanto, el prestigio de su conocimiento impotente, la sugestión de que su conocimiento sobre mecánica sirve para algo, mientras que los conocimientos sobre literatura de ella son incapaces de repercutir en la realidad. Es evidente, sin embargo, que a nivel macrosocial, la mecánica no es más que el conocimiento requerido al mayordomo para mantener en buena disposición la movilidad del creador de significados.

Así, en la lucha antipatriarcal, la mujer recibe una inesperada responsabilidad, en la medida en que descubre un inesperado poder: es ella, mayoritaria en las aulas, superior en los resultados académicos, y dominadora de las carreras de letras, quien, a pesar de la progresiva pérdida de prestigio que su misma presencia produce en dichos estudios (y que, precisamente, hace que se le entreguen cada vez de manera más generosa), quien dispone de la capacidad de gobernar ideológicamente la lucha contra el sistema opresivo del género. Su obligación es la instrumentalización de su conocimiento, la adquisición de la confianza que su poder aún intacto debe otorgarle. El hombre obrero se descubre a sí mismo como el técnico de esta lucha, el ejecutor obediente, el iletrado cuyo primer rasgo disciplinario a adoptar es la humildad. Ambos deben, claro está, empezar por la afirmación del poder del conocimiento.

 



domingo, 22 de septiembre de 2013

cuando follar te da alas


Me dice una amiga que los hombres son todos unos cabrones. Le contesto que estoy de acuerdo; que, de hecho, pienso que las mujeres también lo son. Me da la razón y procede a matizar la diferencia.

-Pero, los hombres, ¿por qué mienten tanto? Yo seré lo que sea, pero me he propuesto decir la verdad y la estoy diciendo: Estoy harta de rollos de una noche. Es la única condición que pongo. Es lo único que pido. Pero los tíos te dicen que sí a todo, a lo que haga falta, con tal de conseguir un puto polvo. Y luego, ¡a volar!

-Veo que lo has entendido.

-Pero, vamos a ver, ¿es que no tienen dignidad?

-Pues es difícil de responder pero, si tú tienes dudas, ¿por qué sigues detrás de ellos? Tan justificable podría ser que una mujer necesite rodearse de mentirosos como que un hombre necesite rodearse de mentiras.

Mi amiga es insegura y cualquier juego de palabras le hace pensar que ha cometido un error fatal. Pero ha pasado algo que no le encaja, lo mire por donde lo mire, y es eso lo que quiere contarme.

-En serio, ¿cómo se distingue a alguien a quien gustas de verdad? Hay hombres que se embarcan en relaciones, ¿no? ¿Dónde están? ¿Cómo se hace para saber que este tío no se va a ir después de echarte un polvo?

-…

-El otro día me acosté con un tío con el que llevaba semanas saliendo…

-¿Saliendo sin acostarte?

-Sí. Yo no he hecho eso nunca, pero últimamente cada vez espero más. ¡Esta vez he esperado un mes largo! Hasta habíamos viajado juntos.  Bueno, pues el otro día por fin echamos un polvo. El tío se corrió en mi cara, me dijo que era preciosa, se fue, y no he vuelto a saber de él.

-…

-¿Por qué te ríes? ¡Joder con la puta solidaridad de los tíos! ¡Todo os lo justificáis! ¿Eso es lo que hay detrás de tanta teoría y tanta ética?

-Pero, ¡vamos a ver! ¡Has puteado al tío más de un mes! ¡Habréis tenido momentos perfectos para follar! ¡Hasta desperdiciasteis un viaje! ¿¡Y te extraña que se haya desquitado!? No lo persigas, que ése no vuelve.

-Entonces, ¿qué hago? ¿Me acuesto con el primero que me llame “simpática” y que se ría de mí medio Madrid?

-Te voy a decir una obviedad: No es cuestión de mucho o poco tiempo, es cuestión de que sea el tiempo justo; de que salga bien.

-Israel, lo he probado todo, desde los tres minutos hasta los tres meses. He tenido polvos que han salido como el culo y polvos maravillosos. Da igual. Nunca sabes nada. El polvo resetea la relación. Es lo que queréis y construís un disfraz de cuerpo entero que os quitáis con el condón.

-Os toca aprender a ver detrás de la máscara…

-Pero, ¿por qué tengo yo que hacerme una experta sobre cómo engaña la gente, y si no me lo hago quedar expuesta a que me engañe un hijo de puta tras otro? ¿Por qué no puedo ir con la verdad por delante y encontrar alguna vez en la vida a alguien que también prefiera la sinceridad?

-Casi todo el mundo prefiere la sinceridad. Casi nadie puede permitírsela.

-¿En serio es tan importante echar un polvo de mierda? ¿En serio que merece la pena estar dos meses esperando y poniéndole caritas a una tía para llegar un día a meterle la polla? ¡Pero si un polvo es la mayor gilipollez, y además se consigue cualquier noche en cualquier discoteca! ¿Cómo es posible que algo tan cutre os vuelva tan despreciables?

-Oferta y demanda. A ti te parece algo despreciable porque eres tú quien dispone de la “mercancía” y realiza su distribución. Siempre dispones de clientes y esperas que ellos paguen el precio que les impones. Pero ellos no se lo pueden permitir, y en cuanto se han comido su ración de alimento humanitario salen corriendo en busca del siguiente camión. No les importa su deuda. Tienen hambre. Lo que no entiendo es que necesites que te lo explique. ¿De qué te sirve la experiencia? Salta a la vista que esto es así. El mundo no tiene por qué cambiar para ti.

-Pero, ¿por qué hay que conformarse con engañar, con utilizar, con despreciar? ¿Por qué está prohibido hablar de coherencia, de madurez, de estabilidad emocional? ¡¡¿¿Por qué lo defiendes??!!

-Yo aún no he defendido nada. Estamos hablando de lo que las cosas son, y parece que yo tuviera que recordártelo. Y debo hacerlo, porque tu vista alcanza hasta donde acaba tu propio disfraz.

-Sois vosotros los disfrazados. Te aseguro que yo siempre digo lo que pienso. No me podréis acusar de ocultar nada.

-Tu disfraz es la verdad. Escondida tras la verdad te permites obviar las circunstancias de quienes tienes enfrente. Te permites imponerles tus condiciones, sean ellos quienes sean, y chantajearlos con el sexo, que sabes que valoran como si fuera oro. Te permites no plantearte el “misterio” de ese valor, y despreciarlo aunque veas que no es el problema de un individuo depravado particular, sino de un género al completo, con sus personas buenas, malas y regulares.

-¡Me da igual! ¿Lo entiendes? Me da igual la agonía de pajilleros con la que aparezcan los tíos y sus ramos de flores. Me río de todo lo jodidos que estén, porque jamás me he encontrado a uno que me pregunte por lo jodida que estoy yo, que se plantee la ruina que deja cuando se va a exhibir las dos orejas que me ha cortado, que detecte la ilusión que está generando y decida responsabilizarse de las consecuencias que tendrá la decepción. Jamás me he encontrado con un hombre que sea solidario conmigo, en vez de serlo consigo mismo o con el resto de los hombres. Cuando encuentre al que sepa lo que significa estar educada para conseguir una pareja y verte follada y abandonada una y otra vez como si fueras el envoltorio del puto caramelo que se comen, entonces a lo mejor me planteo lo mal que lo pasáis vosotros, pobrecitos, todo el día detrás de follaros lo primero que se mueva.

-Eso es.

-Eso es, ¿qué?

-Eso es lo que pasa. Es eso. Lo has descrito perfectamente. Es una guerra de género y no hay tiempo para compadecerse del enemigo. La mala noticia es que es una guerra patriarcal, y nosotros disponemos de todo el armamento pesado. Somos los opresores, y merecemos menos compasión que vosotras. Pero en la medida en que también suframos bajas va a ser difícil que pensemos en otra cosa que no sea resarcirnos. La responsabilidad de la paz es, sobre todo, nuestra. Sin embargo la mayor parte del trabajo la vais a tener que realizar vosotras. Y eso pasa por participar de una propuesta de cordialidad. A hostias lo tenéis muy difícil. Casi imposible. La ley del más fuerte no sólo hará ganar al más fuerte, sino que hará que muchos débiles se cambien de bando. A hostias encontrarás que muchas mujeres se ponen del lado de los hombres. Tú misma lo estarías, si las cosas te fueran mejor. Lo estás, en realidad, al aceptar nuestra guerra.

sábado, 14 de septiembre de 2013

dibujos que hablan (por nosotrxs)


A veces intento hacer uso de iconos infrecuentes en mis textos. Les encuentro mucha utilidad a los más habituales, pero me intriga la larga lista de los inútiles. Siempre pienso que deben de estar ahí por algo y que, para descubrir sus imprevistas y extraordinarias posibilidades expresivas, sólo tengo que forzar un poco su aparición al principio, como si tratara de incorporar nuevo vocabulario verbal.

En algunas de esas ocasiones, lo que hago es sustituir el uso ortodoxo de un icono emocional convencional por uno de esos personajes, de disfrazados, que aparecen más abajo: el indio, el alien, el chico con el gorrito de lana que resulta que es un guardia de esos del palacio de Buckingham. No puedo recomendarlo, porque no siempre funciona.

El caso es que escribía por Hotmail a una amiga y quise adelantar su reacción a mi última frase con un icono “de personaje”, para lo que necesitaba, eso sí, que éste representara, además, a una chica.

Como todos sabemos, los iconos “neutros” representan indistintamente a chicos, pero sucede que (en el más igualitarista de los casos), cuando están genéricamente especificados, se añade al femenino el atributo “pelo largo”. Este cambio suele complementarse con el del bigote para el chico. Un análisis muy inmediato de este lenguaje visual nos revela una sospechosa asimetría: un gran porcentaje de mujeres en nuestra sociedad tiene el pelo largo, pero, ¿cuántos hombres llevan hoy por hoy (en España, no en Turquía) bigote? Al feminizar al icono neutro nos acercamos al verdadero aspecto de una mujer. Sin embargo, al masculinizarlo, nos vemos obligados a alejarnos para que el cambio en el significante sea lo suficientemente claro. Conclusión: el icono supuestamente indefinido está mucho más definido hacia la masculinidad que hacia la feminidad. En los iconos, como en el lenguaje verbal, la mujer debe definirse a sí misma como hombre y sólo mediante un movimiento de construcción separadora, nace su secundaria identidad de mujer. También en el novísimo lenguaje de los emoticonos, la mujer es el segundo sexo.

Pero esto ha sido sólo una observación alcanzada una vez que la sensibilidad feminista estaba activada y a pleno rendimiento. Antes, mientras buscaba despreocupadamente una chica con disfraz, he encontrado algo mucho más chocante. Acostumbrado a elegir entre mis policías, indios, emos, chinos y bomberos, esperaba encontrar algo similar para las chicas (similarmente sexista, es decir, próximo a al discurso sexista políticamente correcto, que ofertara, por ejemplo, una ejecutiva sexy junto con una enfermera o escotada, o infantilizada o, por qué no, las dos cosas).

Sin embargo, esto es lo que me he encontrado:

Me intriga especialmente la rubia del final: esa especie de vuelta a la normalidad, tras pasar por el museo de los horrores constituido por el conejo play-boy y esa alternativa obligada en que se convierte la princesa. Me pregunto si la función de esta chica “normal” (casi feminista, en comparación, por la frescura de su arreglo -con un toquecito de color en los labios, sí, pero es que no hay que confundir “frescura” con “abandono”-) es rebajar la carga sexista del ambiente (“pon una normal, tío, aunque no sirva para nada, que si no canta mucho”) o, realmente, completa algún tipo de visión de la condición femenina internamente coherente.

Inevitablemente, viene a la memoria la tríada conservadora clásica: la puta, la madre, la monja (me gustan así, ordenadas en progresivo perfeccionamiento de su renuncia sexual forzosa, porque no es el orden de su función social, según el cual la madre debería anteceder al resto, sino el de su presentación a la atención, a la demanda del hombre, cuyo interés por la monja es nulo, y máximo por la mujer constituida en objeto sexual). Es evidente que la puta está perfectamente representada y, si entendemos que la princesa corresponde al príncipe, y que su condición es la antesala del reinado, está claro que, mediante un desplazamiento romántico poco sutil, estamos ante la madre. Pero, ¿cómo puede ser monja la rubia? ¿Será Julie Andrews en Sonrisas y Lágrimas?

Mi sensación es que la monja no está porque, efectivamente, no tiene despliegue sexual y, por tanto, no interesa. La monja es el sumidero por el que se vierten todas aquellas mujeres que ya no deben tener relaciones sexuales, de modo que tan bien están en el convento como en una colonia espacial cubierta de huevos atrapa-caras. La realidad obliga a una solución final y ésa es la del amor por dios, que de paso las convierte en trabajadoras espirituales y domésticas a mayor gloria y beneficio de la élite eclesiástica masculina. Cualquier modernización de su figura conserva su invisibilidad para el lenguaje. No sé cómo se dibuja a la monja actual, pero no la he encontrado en los emoticonos de Hotmail. Como se puede prescindir de ellas, se prescinde. La terna se reduce a par, y tal vez esa ausencia influye en la caracterización de la princesa, entre cuya gama disponible se elige a Blancanieves, la más asexuada y monacal. Así, la prostituta play-boy es una forma de multiplicidad, de presentación de una gama completa: donde hay un conejito hay una madriguera; la chica play-boy nunca va sola. La princesa-madre es, sin embargo, singular, es decir, mucho menos cuantiosa, y en la misma proporción se reduce la presencia de la monja, que apenas es ya la sombra de una presencia.


Nos sigue faltando explicar a la rubia.

No dispongo de esa explicación, así que estoy abierto a sugerencias. Mi única idea es que, seguramente de forma involuntaria, constituya una síntesis de las dos anteriores (formadas por cien putas, una madre y un trocito de monja). Puede que sea, claro, la nueva mujer empoderada, cuya presencia ha sido exigida por una asociación feminista vigilante del diseño de lenguajes visuales. Pero a lo mejor sólo es “la mujer”, el icono que debe utilizar aquella que no tiene el día de princesa ni tiene el día de puta. Aquella que se siente integrada e identificada con el conjunto completo de las funciones que le atribuye la mirada masculina. La “rubia tonta”, maciza, disponible, pero con un toque maternal, que no sirve para convertirla en heroína de película, pero sí en fondo femenino sobre el que el héroe construye su dominación. Está ahí, no siendo, tan femenina, tan aquiescente, tan silenciosa.

viernes, 13 de septiembre de 2013

¡dad rienda suelta al amor!


siento interés, curiosidad, por la .... "propuesta"? pero no encuentro acuerdo....quizás por diferencias en las conceptualizaciones, por ejemplo del "amor" o quizás sea algún desencuentro más profundo. yo entiendo q el amor es una energía q fluye. que fluiría libre si sólo por sí fuera, uniendo, conectando cuerpos y almas. pero al estar insertados en un medio q necesita "codificar" los flujos, tal libertad no existe, y todo se vuelve opaco e intrincado. no creo q el capitalismo haya inventado el amor, para nada! sí creo q lo moldea, lo fuerza para su reproducción, la propiedad privada, la herencia, el status etc. sí creo q no sabemos amar, porque no sabemos ser libres. porque nuestro ser, empobrecido, desconectado, es adicto a la posesión, a la "seguridad", a la "estabilidad". se angustia ante la libertad, propia, y más aún a la ajena. nuestro amor se manifiesta de modo sumamente patológico. no sabemos simplemente ser, amar, fluir, siempre necesitamos categorías, para sentirnos "enmarcados", "segurxs". bueno, podría seguir horas. a lo q voy, es q no creo q todo esto "hable mal del amor". que haya que "ponerse en contra"....hay q ponerse en contra de lo q no nos deja ser libre, de todas las instituciones allá afuera y acá adentro q no permiten la libre conexión de los seres, porque sí, solo porque sí, porque así surge. y es un "en contra" solo momentáneo, porque hay q saltar de la crítica para que no nos atrape la dialéctica, debemos ser y hacer otra cosa. y si es desde el amor (como yo lo entiendo) si es desde el amor puro y libre, entonces, la armonía será inevitable.


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Para contestar a tu comentario voy a adoptar un tono algo didáctico. Procuraré en lo posible evitar dar una impresión de prepotencia, que estaría completamente fuera de lugar. Veremos si lo logro.

El punto de partida de nuestras reflexiones es la detección de un problema. Como no se trata de un simple problema, de un problemita, de un obstáculo vulgar en el camino, sino de ese otro tipo de problemas a los que uno puede enfrentarse toda su vida, rodeado de personas que también se enfrentan, y a pesar de ello no lograr una solución convincente, es necesario hacer tabla rasa y poner todas las piezas en tela de juicio.

Para resolver los problemas a los que nos conduce el amor debemos evitar dar nada por sentado o salvaguardar partes del conjunto. Nuestra mentalidad crítica debe partir de la profunda convicción de que el problema puede estar en absolutamente cualquier parte. Incluso en el amor mismo. Querer resolver los problemas que rodean al amor desde la condición de no “tocar” al amor es emplear un mecanismo religioso, en el que algunas cosas son humanas, las que pueden dar problemas, y algunas cosas son divinas, las que permanecerán intocables a la reflexión.

Date cuenta del componente divinizante de tu discurso sobre el amor. Hablas de una idea de amor que subyacería al amor que cotidianamente ponemos en práctica, y que es inmaculada. Lo único que debemos hacer para que todo funcione es lograr dar rienda suelta a la fuerza de esa idea; dejarnos llevar por su inercia.

No pretendo aún rebatir la bondad del amor. Sólo busco distinguir entre una actitud verdaderamente crítica y otra cuyo prejuicio sobre la bondad a priori del amor impide reflexionar. Antes de empezar a pensar es necesario reconocerse con claridad del lado de la ausencia absoluta de prejuicios y, en este caso, liberados del prejuicio de que el amor es bueno. Si lo es o no, deberá ser concluido por la reflexión. La cristalización social de este prejuicio que, como decía, es una divinización del amor, se llama religión. El lenguaje con el que solemos hablar de las excelencias del amor suele tener este tufillo religioso sospechoso; este tono predicador en el que se nos pide que sintamos en vez de que pensemos.

Una vez plantados en el firme territorio de la crítica, del pensamiento libre, debemos plantearnos la pregunta principal, cuya respuesta puede que contenga por sí sola la solución de algunos de los problemas que nos acucian: ¿Qué es el amor?

De nuevo, tendremos que esforzarnos por permanecer en el camino de la reflexión y no desviarnos por atajos inciertos. La vaguedad, la generalización, o la simple renuncia a definir, como si la definición fuera una marca de fuego que plantamos sobre la cosa condenándola a no ser nunca más ella misma, no son lo que buscamos.

Lo que buscamos es determinar qué sabemos y qué no sabemos sobre el amor, y definirlo en función de ello de modo que podamos observarlo.

Así que, ahora sí: ¿Qué es el amor?

Es seguro que no es una energía. El término “energía” empezó a usarse para hablar del amor, y de las mismas emociones, en un sentido metafórico que con el tiempo se ha transformado en sentido literal. El amor puede tener similitudes con un flujo energético, pero si pensamos en lo que verdaderamente es un flujo energético, y lo que es el amor, y los comparamos según cada una de sus características, nos encontraremos con un desfase tan grotesco como el de los “dientes de perlas” de Gongora. La física, además, y esto es conclusivo, no describe la existencia de un tipo de energía propia del amor como sí describe la energía del sol o del viento. Decir que existe una energía que la ciencia no puede ver, una energía que cada uno debe sentir dentro de sí porque ella no comparece, es volver a la falacia religiosa de la hipercoincidencia: existe, está en todas partes, siempre nos ha acompañado, pero de momento sigue siendo inconstatable. Frente a este razonamiento, el mosntruo del Lago Ness puede, al menos, argumentar su existencia afirmando que él no ha sido visto porque tiene la coherencia de esconderse.

Si el amor que vamos a describir y definir es el tipo de amor al que tú te refieres, y convenimos en la idea de que todos tenemos una cierta intuición de dicho amor (es decir, que no vale lo de “tú criticas al amor porque no sabes lo que es”), entonces estaremos hablando de un sentimiento de unión con otro o con los demás que inclina a proteger a, y pedir protección de, los seres a los que nos sentimos unidos. Por supuesto que la progresiva culturización de este sentimiento ha hecho que se trate de un conjunto más complejo y heterogéneo de fenómenos, pero todos en torno a la maravilla que produce el descubrir la existencia real y espontánea, universal y natural, del altruismo y la conexión empática en la sustancia emocional del ser humano.

El amor del que hablas, que es un amor de pareja inspirado por la fe en las virtudes de este sentimiento, consiste en la utilización del mismo como máxima referencia ética: Lo que debe inspirar nuestros actos es el amor.

Llegados a este punto podemos empezar a intuir dudas muy razonables, que sólo contestaré someramente para no extenderme demasiado, sobre todo porque entiendo que mucho más importante que responder a estas dudas es dejar afianzada su pertinencia.

En primer lugar: ¿Es este sentimiento la mejor referencia ética de la que disponemos? ¿Es la vía para el mejor comportamiento y, por tanto, la que puede generar más armonía entre varias personas, por ejemplo, entre dos que forman una pareja? Enseguida vemos que parece improbable. La ética se rige por la justicia, y el amor, aunque hace nacer una generosidad que la facilita, no tiene por qué coincidir con ella. Es perfectamente cierto que puede ocupar un papel importante, pero también lo es que, allí donde la justicia y el amor entren en conflicto (por ejemplo, queriendo conservar o proteger relaciones indiscriminadamente) debe prevalecer un acto justo que tendrá que ser determinado por un pensamiento consciente que deberá dejar las consideraciones amorosas a un lado. Decir que esta justicia, este razonamiento, está también regido por el amor, es atribuir todo el bien al amor sólo porque el amor juegue en él algún papel, como podríamos atribuir al color negro toda la belleza sólo porque ninguna imagen es perfectamente blanca.

En segundo lugar, debemos preguntarnos qué o quién nos inspira esta “religión del amor”, dónde ha nacido, qué modelo de relación defiende con ello, y qué o quién es el máximo beneficiario. Mi opinión es que todo lo que sea desplazar a la razón como máxima facultad determinante de los juicios y actos del individuo significa reducir su libertad e incrementar su sometimiento; fomentar la cultura del “no pensar”. Evidentemente, es el sistema en sí, y su tendencia a la autoconservación o, si se quiere, a la conservación de sus grupos privilegiados en sus privilegiadas posiciones, la instancia que gana cuando el amor prevalece sobre la razón allí donde ambos entran en conflicto.

Se podría hablar de un amor que no estuviera enfrentado a la razón. Pero ése no es nuestro amor, ni el amor de amor universal, ni ninguno de los que alimentan nuestro imaginario amoroso. Ese amor, en definitiva, no sería amor, porque el amor se enuncia a sí mismo como el valor máximo, el dios supremo en cuyas manos debe quedar absolutamente todo si queremos que absolutamente todo funcione. El amor es este dios, y no hay ningún otro. Por eso, lo que construyamos, lo que debamos rescatar de la cultura del amor, no debe ya ser amor ni, por supuesto, llamarse así. Por eso entiendo que debemos declararnos manifiestamente contra el amor.

Tú haces una distinción entre la estructura, aquello contra lo que hay que luchar, y el amor, aquello por lo que hay que luchar liberándolo de la estructura. Pero es necesario demostrar que un elemento del discurso hegemónico de una cultura no es producto del sistema en el que esa cultura está inscrita; es decir que, a priori, algo tan comúnmente aceptado como que el amor es una fuerza benigna cuyo flujo deberíamos favorecer, sólo puede ser la forma en que nos piden expresarnos las estructuras que el amor pone aparentemente en peligro.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

propuesta erótica. I. DESIGNIFICACIÓN. (x) designificar el sexo de la posesión (la renuncia al morbo) (3)

El morbo es la expectativa de adquisición de una cantidad indeterminada de valor polivalente a través de una experiencia de placer sensual. El placer sensual es el medio, el entorno experimental, y fines como la reproducción, el desahogo o la obtención de afecto acaban siendo sólo propensiones a la concreción de ese valor, pero no remplazan su primacía. El morbo se experimenta en cada gesto que aumenta la posesión, y se agota cuando la posesión está consumada y agotada, vaciándose de su principal atractivo al acto sexual, aunque el resto de las funciones no hayan sido realizadas.
 
La elitista escuela de la pornografía nos enseña una forma de realizar el acto sexual orientada hacia la expresión y disfrute del morbo. Desaparecida de nuevo (es decir, como antes de la llegada del arropamiento afectivo) la compañera femenina como subjetividad interactuante, el varón del cine pornográfico recorre el itinerario del acto sexual representando el papel de gozosa apropiación progresiva de un tesoro. Lejos de enfocarse en alguna técnica que le permita proporcionar placer o armonizar con su compañera, su rutina actoral consiste en cubrir cada una de las fases del acto sexual centrándose en la expresión del entusiasmo propio de quien alcanza un logro y goza con fervor desatado de tenerlo entre sus manos. Cada vez que se ha completado el gozo de los tesoros de una estancia, cada vez que el actor ha demostrado su condición de poseedor de esa parte del botín, abrirá la puerta a la siguiente, a cuya posesión se entregará con la misma fruición y el mismo interés por colmarse de la convicción de poseer.
 
Tener una relación sexual es ganar un premio por entregas. La conjunción entre la certidumbre casi completa de que se seguirán profanando salones dorados y el desconocimiento del valor exacto del tesoro que cada uno de ellos alberga, introduce al sujeto en una dinámica tan adictiva que no sólo le impide escapar una vez que ha comenzado el acto sexual, sino que vuelve a desearla con intensidad en el momento en el que recupera su capacidad de desear, no ya un nuevo acto sexual, sino cualquier cosa. A medida que el sujeto realiza actos sexuales que le confieren valor subjetivo, acepta la consistencia de este valor universal, convirtiéndolo en el combustible de todos los motores de su yo. La única motivación será la posesión sexual, deseada en forma de morbo, pues su valor será cada vez más verdadero y su acceso más familiar. En la medida en que el sexo es poseer a alguien y poseer a alguien lo es casi todo, acabara siendo todo. Todo lo que la vida pueda ofrecer, todo aquello a lo que dé acceso el crecimiento del yo, estará escondido en el acto de la posesión sexual. El objeto sexual es una lámpara de Aladino de usos limitados. En ella está escondida la recuperación del mundo fantástico de la omnipotencia infantil. Es la motivación por excelencia de nuestra sociedad. Es la energía sexual, utilizable después para cualquier fin, de la que habló Reich.
 
Es el supercacahuete.
 
 

viernes, 6 de septiembre de 2013

propuesta erótica. I. DESIGNIFICACIÓN. (ix) designificar el sexo de la posesión (la renuncia al morbo) (2)

El principal atractivo del sexo en nuestra cultura es su condición de "dinero subjetivo". La relación sexual es una partida de la que saldremos habiéndonos jugado algo de nuestro valor. Tras ella nos creeremos más grandes o más pequeños. La calidad artística de los naipes, la belleza de la estrategia, el placer del juego, pasan por completo a segundo plano.

Si el poder es el valor real del individuo y el dinero su símbolo objetivo, es decir, manifiesto, reconocible e intercambiable, el sexo es el símbolo subjetivo que significa todo cuando podemos hacer sin garantía de que nos permitan canjearlo.


             La lógica del valor económico, a través de la lógica de la sustitución del valor de uso por el valor de cambio, (y su posterior confinamiento en niveles subjetivos e inconscientes), ayuda a explicar en gran medida la dinámica de nuestro deseo. Nuestro sexo es un sustitutivo subjetivo del dinero, y mantiene con el mismo una relación mucho más compleja que la simple condición de “falso dinero”.
 
Este mercado negro de la autoestima subjetiva, esta economía sumergida del valor social del individuo, son percibidos como lugar ventajoso, desregulado, donde compensar las carencias generadas por la libre competencia del poder otorgado por la posición económica. Como un espacio intermedio entre la realidad y su virtualidad, como una sugerente tierra de nadie entre el videojuego y el mercado de valores, como el punto en el que el mundo onírico entra en contacto con la realidad, el mercado subjetivo de la posesión sexual alcanza a canjearse por poder social a medida que la vida reconoce el valor del triunfo sexual privado.
 
Sin necesidad de vivir de los réditos literalmente monetarios del sexo, éste, en tanto que implique posesión, se convierte en calidad de vida susceptible de sustituir a cualquier factor que la conforme, más allá de la satisfacción de necesidades sensuales o emocionales. Una vez cumplidas sus funciones concretas, la acumulación de posesión sexual sigue cumpliendo la de conferir posición social subjetiva. Pero la posesión sexual, por sí misma, carece de poder de compra, por lo que el individuo se ve obligado a la autoconfirmación de la posesión en el intento de transformar el poder subjetivo en objetivo. El cigarro de después, el contarlo a los amigos, el hacer listas o diarios, reflejan tanto la necesidad de materializar la subjetividad del símbolo como la propia condición simbólica de un sexo que, de por sí, como acción en sí misma, no ofrece nada.
 
El entorno social reacciona a estos intentos de completar el poder de compra del sexo como un mercado clandestino no organizado. Quien exhibe su mercancía de posesión se arriesga a recibir por ella, desde la humillación y la denuncia, hasta el pago de precios desorbitados, pues los pagadores de ese poder, los individuos dispuestos a reconocer la importancia de quien posee sexualmente, se encuentran siempre bajo la vigilancia de la doble moral que con una mano invita a competir por la posesión y, con otra, condena la objetualización amorosamente estéril del otro.
 
La posibilidad de apropiarse de este valor (a caballo entre lo subjetivo y lo objetivo, que podría ser calificado de “pseudovirtual”) de la posesión sexual, le otorga el que es, con inmensa diferencia, su atractivo máximo; aquél que eclipsa al resto de las funciones hasta hacernos perder contacto con el deseo de realizarlas, por más que se conserven en nuestro discurso gracias a la cohesión que les proporciona la filosofía del amor.
 
Este atractivo coincide en gran medida con lo que llamamos “morbo”, y es el término dorado en cualquier escuela sexual, desde las parafílicas hasta las terapéuticas, pasando por todo tipo de discursos liberadores.
 
Somos niños frente a un yogurt. Nos lo comeremos por la fuerza si nos dicen que es necesario, y con gusto si esperamos lo suficiente como para tener hambre. Pero la única manera de que comamos uno tras otro, y de que sigamos abriendo y consumiendo yogures mucho después de no poder tragar ni uno más, es poner regalos sorpresa en la tapa. Ese deseo inquietante sentido ante el yogur aún cerrado cuyo valor se descubre y se conquista con el acto mismo de su apertura, que hace olvidar el sabor del yogurt, sus propiedades alimenticias, y por extensión, el atractivo de todos nuestros juguetes, es el morbo.

lunes, 2 de septiembre de 2013

propuesta erótica. I. DESIGNIFICACIÓN. (viii) designificar el sexo de la posesión (la renuncia al morbo) (1)

Podíamos imaginar, o al menos entender, cómo designificar los significados tratados hasta ahora.

             Pero somos casi incapaces de imaginar un sexo sin él morbo que genera la posesión. Tan profundamente está el sexo identificado con la posesión que apenas alcanzamos a detectarla en el significado de la mayoría de nuestra motivación sexual. Para nosotros, sexo y posesión son casi sinónimos, y nos gusta el sexo, sobre todo, porque deseamos poseer.

             Sin embargo, la degeneración que en el trato sexual conlleva su significado como posesión convierte su designificación en una necesidad moral.

             Tras ella, en teoría, el sexo perderá todo su encanto. Será el momento de recuperarlo desde el verdadero desinterés.


La designificación por partes: 4_la eliminación del significado posesivo
 
Si nos paramos a pensarlo, podemos adquirir una primera intuición diferenciadora:
 
Nos podemos sentir atraídos hacia un acto sexual aunque este no conduzca a la reproducción, qué duda cabe. Sólo en determinadas ocasiones tomamos conciencia de nuestra aspiración fusional y, si la elimináramos, el deseo no se vería gravemente mermado. El envolvimiento afectivo, la donación y recepción de afecto compensatorio, es un factor marcadamente de género, de modo que podemos decir que la desaparición de su expectativa reduciría notablemente el deseo femenino (habrá quien diga “la capacidad de liberar éste”, considerando que hay un deseo “natural” hacia el otro que es previo al descubrimiento del vínculo entre el deseo y la satisfacción) mientras que el deseo masculino no se vería sensiblemente afectado. Tal vez nos sorprenda que la eliminación de la expectativa misma de satisfacción erótica, de experimentación de placer estrictamente sensual, tampoco logre disuadirnos de modo claro de seguir buscando relaciones sexuales (no debería, sin embargo, sorprendernos tanto. Carezco, como para todo, de datos originados en investigaciones científicas específicas, pero a nadie que haya prestado oídos, tanto a su entorno como a sí mismo, se le puede escapar que la decepción erógena asumida es un componente casi omnipresente en nuestra vida sexual).
 
En estas lamentables condiciones, tan próximas, en realidad, a aquellas en las que nos encontramos cada día, la avidez sexual experimentada y expresada por el conjunto de la sociedad no quedaría lejos de la que a día de hoy manifiesta.
 
El placer que el acto sexual reporta proviene fundamentalmente, como he explicado en otras entradas, del componente simbólico de constituir un acto clave de posesión profunda, ya sea en la forma original de posesión de un esclavo por un amo, en la recíproca de un amo por un esclavo en tanto que el esclavo adquiere así reconocimiento de su valor como tal, e incluso en todo tipo de formas sucedáneas en las que amo y esclavo invierten o componen de forma mixta su rol con el fin de optimizar el poder en dicho rol cuando se pone en uso social.
 
En el acto sexual, también quedó dicho, la entidad de lo simbólico sobrepasa a la de lo fáctico, subordinándola. Lo que el sexo quiere decir es más relevante que lo que el sexo hace, por más que, al hacerlo, esta jerarquía pueda excepcionalmente ser amenazada por la realidad individual del acto. Y de entre lo que quiere decir, por encima del significado específicamente reproductivo o afectivo, prevalece la abstracción de ambos en la forma de un valor.
 
El acto sexual es valor de poder; valor abstracto, universal y polivalente, gracias, en parte, a la universalización del andamiaje de funciones que, como un ingeniero integrador, le articula el discurso del amor. El amor actúa de valioso intermediario entre los diversos usos del sexo, la simbolización de esos usos, y la integración de todos los símbolos en uno sólo que los sustituye a todos y prolonga su extensión hasta constituirse una omnisignificación que, a nivel subjetivo, posee tanta abstracción como el dinero. Los movimientos económicos realizados con este “dinero subjetivo” explican gran parte de nuestras patologías sexuales. El adicto sexual, por ejemplo, no sólo ha sustituido al resto de sus intereses en una espiral de creciente tolerancia-necesidad hacia el placer erógeno originada en un vacío existencial propenso a cobrar sentido mediante una adicción. El adicto es, además, un economista del valor simbólico subjetivo del sexo que, como un comprometido trabajador, invierte todos sus esfuerzos en aquel negocio en el que, por haber encontrado a su favor ventaja comparativa, le permite un ahorro acumulativo de valor simbólico mediante el que persigue alcanzar progresivamente una razonable seguridad existencial. La inapetencia sexual, por su parte, así como determinadas formas de frigidez no dominadas por trauma sexual o emocional alguno, son la consecuencia económica lógica de la conservación del valor sexual propio ante el peligro de que éste sea sustraído en la relación sexual (y ello en casos en los que no se cae bajo el influjo directo de la moral conservadora que considera verdaderamente perdido el valor de la mujer una vez que tiene relaciones sexuales no matrimoniales, ya sea porque no se ha recibido predominantemente esa educación o, directamente, porque se es un hombre), o de exponerse a una valoración, no en función de la condición de objeto sexual, sino la de poseedor de una determinada fortuna sexual cuya concreción pública forzará al individuo a entregarse a su incremento.
 
Queda así descubierta la hipócrita dialéctica cultural entre la inmoralidad del sexo masculino promiscuo y consumista, y la de moralidad del sexo femenino, estable y afectivo. En tanto que en ambos se establece un conflicto por el poder, el primero pierde interés por el poder adquirido y demostrado, abandonándolo, mientras que el segundo persigue la repetición periódica como demostración de que el valor, en tanto que objeto capaz de otorgar poder, permanece. En ambos casos, el valor fáctico del acto sexual, lo que el acto hace, es descuidado a favor de la ceremonia mecánica de la reproducción de un símbolo.
 
Invirtiendo la intuición expresada al comienzo del texto, descubrimos que la desaparición de este valor sí reduciría de manera efectiva la tendencia social a buscar  la “obtención” de relaciones sexuales. Si dicha obtención no fuera acompañada de un incremento de autoestima, de un aumento del valor personal en el sentido más general y polivalente, de un crecimiento en la capacidad de obrar (en el sentido en el que lo explicaba Spinoza en su Ética), el valor sensual mismo sería incapaz de mover a la realización de grandes esfuerzos por superar los obstáculos que nos separan de la realización del acto sexual, del mismo modo que una fiesta que no garantiza diversión es incapaz de motivarnos para coger el coche y desplazarnos 30 kilómetros.