lunes, 5 de agosto de 2013

sobre "ni el sexo ni la muerte", de Comte-Sponville


Comentario a la entrevista realizada por el filósofo para La Vanguardia. Com
 
 
“La mayoría de los varones abraza el amor para obtener sexo, la mayoría de las mujeres abraza el sexo para obtener amor.”
Este aforismo de Comte-Sponville, extraído en realidad de la cultura popular, parece difícilmente refutable.
En una realidad tan numerosa y compleja como nuestra cultura amorosa, se constatan todo tipo de excepciones a esta regla. Pero, día tras día, somos continuos, y tal vez perplejos, testigos de su confirmación.
Dado el número de testimonios a su favor y el número de productos culturales que la reafirman, no parece arriesgado mostrarse de acuerdo con la existencia de esta dinámica conflictiva entre los géneros. Desde la figura estereotípicamente masculina del donjuanismo a la transformación de la dinámica erótico-sentimental de las parejas homosexuales, en las que, en función del género, uno de los dos intereses queda relegado en primera instancia, todo parece indicar que, en el acercamiento entre hombre y mujer, existe una tensión negociadora con propensión al fraude.
En dicha negociación tácita el hombre representa el interés sexual, de connotación materialista, y la mujer el interés emocional, de connotación marcadamente ética y espiritual. Sin embargo, no estamos más que ante un juego de palabras.
Que la cultura machista se autoarrogue el papel del villano debe despertar nuestra suspicacia. Es propio de la doble moral del opresor identificar al oprimido con la defensa de los valores legítimos, y al opresor con una corrupción con la que, a la vez, se es generosamente condescendiente. Será el poderoso el que lleve la pesada carga de la culpa, mientras que el subyugado se encarga de no faltar a la moralidad oficial, de comportarse como se debe, de ser obediente. El hombre se autolibera de la moral que impone a la mujer y, a cambio, paga el muy razonable tributo de estar mal visto.
Comte-Sponville se muestra dispuesto a soportar esta carga, que fundamenta en un concepto de género esencialista: A la mujer, nos dice, no le basta sólo con el sexo. El hombre, sin embargo, tiene con él más que suficiente, y esto es así sin más razón de ser que su propia condición de hombre.
Como este estado de cosas es inalterable, la solución debe llegar mediante una síntesis que sea a la vez superadora de, y respetuosa con ambos caracteres. La philia, cuya invención, como modo de amor, se concede de nuevo a las mujeres, es la cuadratura del círculo: el mayor bien posible. Que la pasión erótica dure un año y que el sexo deba ser morboso, es decir, prohibido, para que resulte atractivo, no son para Comte-Sponville indicios amenazadores. En su perspectiva sexista, el mal forma parte del bien, como en cualquier doble moral conservadora.
Pero el conflicto de género amor-sexo puede ser abordado desde otra perspectiva. Si somos críticos con el esencialismo sexista, podremos permitirnos condenar también la actitud fraudulenta de la mujer, tan dispuesta al negocio engañoso como el hombre. En su deseo de lograr amor, la mujer trabaja en pos de la cristalización de su feminidad, es decir, de su opresión. La mujer se encarga de reproducir el sistema siendo su esclava, y regalando al hombre un plus de libertad. El hombre individual es oprimido por el sistema patriarcal que él mismo ha producido como género, y ello a través de su cancerbera femenina. Pero, el hombre, engañado por la mujer para formar pareja (del mismo modo que él la engañó para tener relaciones sexuales), nunca lo será tanto como lo es ella por el patriarcado para convertirse en su mano de obra explotada, emocionalmente dependiente y sometida. Frente al depredador sexual, la perra del amor enseña su propia magnífica dentadura, algo más pequeña, pero también más tenaz.
Mediante el conflicto amor-sexo la mujer ejecuta su propia opresión de muy buen grado, realizando el doble trabajo de la reproducción social y de la vigilancia de sí misma como encargada de dicha reproducción. El hombre, mientras tanto, se entrega al disfrute de una libertad por la que paga la muy razonable tarifa de la culpa moral. Un precio lo suficientemente ajustado como para que la vida de soltero dure tanto como el sistema esté dispuesto a permitírselo.

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