viernes, 16 de agosto de 2013

propuesta erótica. I. DESIGNIFICACIÓN. (v) designificar el sexo del afecto (2)

            Decimos que sexo y afecto deben ir unidos. El sexo debe producirse "diluido" en cariño, como si el sexo mismo fuera demasiado áspero, demasiado hosco como para realizarlo sin este "cocimiento" previo.

            No reivindicamos afecto para el resto de las actividades, en la creencia de que el afecto adecuado se genera de manera espontánea entre dos personas cuya relación es afectiva.

           ¿Por qué el sexo necesita de esta explicitación continua? ¿Por qué vivimos esta "batalla del cariño" cuando llegamos al territorio de la actividad sexual?

           Y, ¿por qué son las mujeres sus principales soldados?

Retomemos, entonces, la pregunta: ¿A qué afectos nos referimos? La acepción más coloquial del término afecto lo identifica con una forma de cariño matizado, tal vez, por un menor componente sentimental o, incluso, sensiblero. El afecto sexual sería, en gran medida, cariño sin el elemento premorboso de la protección maternofilial. El afecto (y el cariño), descrito desde la experiencia emocional del receptor, hace referencia a una emoción compensatoria; a la parcial liberación de la angustia acumulada por el individuo en su contacto con un entorno social hostil. El conjunto de emociones excluyentes y estresantes, tales como la aflicción, el temor, la ira, la frustración o la vergüenza, que el individuo acumula en un entorno competitivo en el que la necesidad de su propia presencia y existencia están perpetuamente en entredicho y pendientes de demostración, dan cuerpo a la expectativa de un mensaje global compensatorio en forma de representación de la aceptación integral mediante un determinado protocolo físico y discursivo. El sexo, como realización paradigmática de la fusión de la pareja, es el lugar en el que cada individuo espera dar curación a las heridas abiertas en su conciencia de pertenencia al grupo. El llamado “afecto” del sexo es la experiencia de esta reintegración al mundo mediante el contacto con la pareja fusional en el entorno de la actividad sexual. La vida privada, en la expresión paradigmática de la privacidad que es el sexo, compensa y complementa a la vida pública; mediante un acto simbólico, genérico y automático, cierra el círculo de la socialización del individuo que se abre diariamente con una exclusión compuesta por hechos concretos, diferentes y reales.
 
La naturalización de la expectativa de afecto-cariño hace al sexo mismo susceptible de generar una profunda experiencia de exclusión. Con todas las esperanzas puestas en el sexo, el individuo puede controlar el efecto de la exclusión recibida en el entorno social, en tanto que aguarda su compensación en el entorno sexual privado, incluso si carece de fecha cierta para su próxima experiencia sexual. Pero si la expectativa no es cubierta por la relación, nada quedará que pueda cubrirla, y como ninguna otra experiencia, vendrá ésta a generar un vacío afectivo que de ningún modo tendrá su origen en la hostilidad de la relación, sino en el no cumplimiento de su papel compensatorio. El acto sexual no sólo cargará con la culpa de estar más lejos de cumplir sus expectativas afectivas que ningún otro de los que tuvieron un carácter hostil, sino que arrostrará también la culpa de no dejar tras de sí ninguna otra esperanza. Cuando el paradigma fusional de la relación falla, falla la relación misma y, con ello, el mecanismo compensatorio del sistema opresor. El individuo debe rehacer todo su esquema emocional si no quiere que la angustia no desahogada lo conduzca a la crisis.
 
A los dos citados se debe añadir un tercer factor que acumula expectativas de afecto, integrador y compensatorio de la angustia, sobre la relación sexual. La profunda carga de discriminación de género presente en la primera y tercera formas sexuales, es decir, la forma no comunicativa y la de la escuela pornográfica, convierten a la relación sexual con arropamiento afectivo, y al afecto mismo en la relación sexual, en un refugio frente a la agresión que constituyen los otros modelos. Para convencer de que no va a agredir, el hombre debe posicionarse de manera evidente del lado del arropamiento, pues no queda ningún otro modelo que seguir. Mientras que, para él, las tres formas compensan, de distinta manera, la exclusión social, la mujer sólo dispone del arropamiento si no quiere darse sentido social de un modo contradictorio y desigualitario. Este plus convierte al afecto y al modelo de arropamiento afectivo, en susceptible de representar el papel de “sexo para mujeres”, es decir, de actividad en la que la mujer impone el modelo sexual que le resulta emocionalmente más rentable. Casi huelga añadir que la mujer, además, llega a la relación sexual con mayor carga de ansiedad por agresión y exclusión que el hombre, de modo que aún es mayor por esta razón la diferencia entre la preferencia de ella y la de él por el modelo del arropamiento afectivo.
 
A las expectativas de compensación de emociones hostiles y excluyentes deberán añadirse las de otros afectos cuyo papel en el conjunto social de la sexualidad es secundario, no por deber serlo, sino porque el sexo está tan destinado, por su interpretación fusional, a centrarse en aquéllos, que difícilmente una voluntad decidida puede apartarlo significativamente de su cometido. Pero entiéndase, como regla aplicable a las lagunas en la enumeración de los factores mencionados, que la designificación afectiva se aplica también a ellas.

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