jueves, 23 de mayo de 2013

sexo. FORMA. y XI. conclusión: la represión oculta

Entre los tres modelos descritos, el del sexo tradicional, el del sexo afectivo propuesto por el amor, y el de inspiración pornográfica, que la cultura social interpreta como los polos de la inhibición, la corrección y la liberación, se asientan, con apenas matices, la gran mayoría de nuestras actividades sexuales que, con ser miserables, no dejan de constituir el centro de nuestra vida sexual (cosa que matizo porque cabe imaginar una sociedad que, teniendo unas relaciones sexuales tan degenerantes como las nuestras, pero consciente de ello, trasladara el foco principal a, por ejemplo, la literatura sexual. Lamentablemente, no es el caso).
El resto de alternativas sexuales apenas lo son por distintas razones. A veces no se pueden considerar alternativas sexuales al pie de la letra, porque son más bien formas de olvidarse del sexo, incluso conservando cierta periodicidad en su práctica. El desahogo no sensual (ni necesariamente hostil), así como la postergación de esa satisfacción a otro periodo de la vida en el que se presume que se contará con mejores condiciones para ello, son dos formas de resolución de la vida sexual ampliamente extendidas y, por lo evidente del fracaso sexual que denotan, ocultadas. Otras, porque no son más que el extremo de las tres ya descritas. En el caso de la liberación pornográfica llegan con alarmante frecuencia al ridículo de considerar curiosidades y extravagancias en el trato sexual entre personas (por más que se trate de desviaciones que no aportan en sí daño alguno), no como adaptaciones a desequilibrios (no necesariamente patológicos) individuales, sino como propuestas que aspiran a conformar el “estándar de relación sexual alternativa”. Así, por ejemplo, el sadomasoquismo llevado a su escenificación más concienzuda, el uso consumista de complementos sexuales, el anonimato como motor de la excitación, son, en diversos grados y combinaciones, presentados como necesarios componentes de una alternativa sexual que sería la liberación última, aquella que carece definitivamente de complejos al entregarse en cuerpo y alma a la vida sexual sin dejarse en el camino una sola de las posibilidades que la sociedad de consumo ha puesto a su disposición.

Negando la mayor, la de que no existe ya represión ni liberación pendiente, sin embargo, obtenemos una interpretación más coherente del panorama. La tan cacareada liberación sexual fue una fase de nuestra historia sexual que trajo consigo algún progreso, pero que fue seguida de otras fases de dicha historia, todas de igual o mayor duración; todas mucho más conservadoras. El resultado, como es lógica en la historia, no puede ser el retroceso por el camino ya recorrido, de modo que nuestra opresión sexual, habiendo evolucionado con respecto a la de los años 50, difícilmente se puede decir que se haya reducido significativamente. Hoy nuestra vida sexual sólo ha dejado de ser autodidacta en la medida en que es sado-pornográfica; la participación de la mujer ha dejado de ser pasiva en la medida en que es activamente condescendiente con su propia explotación y en la presentación y autopresentación como mercancía sexual. El nivel de libertad sexual ha aumentado, pero nunca hasta reducir el déficit con respecto a la demanda, pues los medios de comunicación someten al ciudadano a un estrés de deseo imposible de satisfacer cuantitativa o cualitativamente, que lo mantienen en un estado de obsesión colectiva, ésta sí, patológica. Nuestra vida sexual es mediocre en el mejor de los casos, cuando no es mezquina o, directamente, degenerada; eso sí, a través de formas renovadas (no nuevas) de degeneración. Seguimos sin saber qué se puede hacer con el sexo, no ya para que contribuya a la felicidad social, sino simplemente para dejar de ser sus víctimas.

Pero, además, hemos dejado de preguntárnoslo.

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