jueves, 28 de marzo de 2013

sexo. EL FONDO. I. funcion reproductiva



Para entender la forma de nuestro sexo debemos entender cómo la función a él asignada lo conduce a esa forma, o cómo usa de formas que, concebidas para otros fines, encuentra a su disposición. Desde una revisión crítica de dicha función nos podremos plantear, además, qué forma debería pasar a tener.

Función reproductiva
Las noticias sobre la función desempeñada por el sexo nos llegan de dos fuentes principales. En primer lugar, el análisis histórico nos dice que, si bien nuestra conciencia del derecho a decidir sobre las formas de la actividad sexual ha crecido, no lo ha hecho tanto como para emanciparse de lo que el sexo siempre fue: el mecanismo biológico por el que dos individuos con genitales complementarios conciben uno o varios nuevos. El carácter singularmente cultural que el hombre, por serlo, confiere a dicho mecanismo obliga a juzgar el hecho reproductivo desde la perspectiva de su significación, o, en otras palabras, a considerar que su función es, en sí, una significación. El acto sexual será, por lo tanto, no sólo reproducción, sino también un signo que significará reproducción y, por ello, reproducción siempre, se produzca ésta o no.
Para este hombre, cuya vida no cabe ya en el marco mecanicista de la naturaleza, sino que debe ser interpretada desde el ético, histórico y político de la cultura, la reproducción conlleva no sólo el desahogo de determinados instintos de satisfacción sensual que conducen a otros afectivos para con el nuevo individuo, sino la significación del nuevo ser como perpetuación de uno mismo y triunfo frente a la muerte, que se traduce en algo de objetividad social tan vigorosa como la herencia de la propiedad privada.
Así, la descendencia es el individuo en quien nos transustanciamos de un modo nada místico ni espiritual, aunque en otro tiempo lo haya o no sido, sino de una forma perfectamente palpable, mediante aquello que forma parte de lo que yo soy y puede perdurar en el mundo representándose tras mi muerte en virtud de que es mío. La diferencia entre mi propia persona y lo que mi persona será una vez fallecida será “sólo” que ya no seré yo, sino mi hijo. Pero el resto, todo lo que posee, permanece inalterado.
Sometiendo esta norma cultural a la organización social obtenemos todos los matices que sobre el significado de la descendencia y del sexo, entendido como sustancialmente autorreproductivo, hemos encontrado a lo largo de la historia más reciente y más íntimamente ligada al vector maestro de la propiedad privada. Desde la diferencia de significado que el sexo adquiere entre las clases altas y bajas, propietarias aquéllas, con mucho que heredar y, por tanto, mucho que entregar a la continuidad propia representada en la descendencia, hasta el papel de la mujer, no poseedora y, por lo tanto vehículo objetual de ese proceso hereditario de eternización del individuo mortal que la enajena sexualmente.
Otras razones más pragmáticas, pero de índole también económica, aumentan y estabilizan el valor preeminentemente procreativo de la actividad sexual (convertida en “el acto” por su carácter cerrado y siempre idéntico). La condición de riqueza en sí de la descendencia, ya sea como fuerza de trabajo o como protección para la tercera edad, no tendría, en cualquier caso, un vínculo tan firme con el coito si éste no aportara el valor extra de transustanciación del padre en el hijo. Mediante dicha transustanciación, la fuerza de trabajo eleva su condición de esclava o asalariada a subordinada directa, ocupando así el peldaño más alto de la jerarquía por debajo del padre, y desempeñando el papel de fuerza de máxima cualificación y costo. También es el carácter transustanciador de la procreación (para nosotros traducido en la arbitrariedad tantas veces contradictoria de identificar la paternidad con el código genético) garantizado por el acto sexual el que lleva el valor del afecto paternofilial hasta la garantía del cuidado desinteresado del uno por el otro.
Este conjunto de consecuencias económicas de la transustanciación  por herencia aporta al acto sexual su significación trascendente y su orientación primordialmente reproductiva aún, por insólito que parezca, en la época de la tecnología de la procreación.
Sin embargo, difícilmente una fundamentación tan mercantilista e instrumental resistiría el desarrollo de nuestra moral, tanto en su vertiente más individualista como en la más colectivista, si no estuviera oculta tras un relato que la presentara bajo una iluminación favorecedora. Esa magia, producida por unos cuantos trucos de feria, es el amor. Este amor viene ofrecido en su acepción más tradicional, como lecho natural para la reproducción, y su feliz fin último es albergar a los hijos. Todas las aristas de esta predestinación quedan convertidas por el amor en deseable y plácido destino.

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