viernes, 27 de julio de 2012

Vías Cruzadas como modelo (y II)


            El amor nos adoctrina cínicamente en que en él no cabe pedagogía. Como toda ideología surgida para amparar un fin, convive sin complejos con sus contradicciones llegando a envolver las más útiles en un celofán de misterio poético que nos sugiere la presencia de la más sabia de las verdades.
            Hemos de aprender, por tanto, a no educarnos, nos dice el amor, y esto como una lección que sólo asimilaremos tras muchos intentos de llevar a la práctica la contraria, la de intentar hacer del amor aquello que entendemos que puede ser bueno que sea.
            Entre las cosas más importantes que debemos aprender a no aprender se encuentra la elección. La experiencia deberá enseñarnos (y si no lo hace será que estamos teniendo las experiencias equivocadas) que la elección del objeto de enamoramiento no está a nuestro alcance, sino hundida en alguna inaccesible y sagrada gruta de nuestra conciencia más elemental, si es que no determinada por las corrientes de energía que pueblan el éter, o prefigurada por los hilos del destino que sustentan el equilibrio cósmico.
            Sería bueno, llegamos a aceptar, poder elegir a veces, pero la elección nos la encontramos. Nuestra única habilidad desarrollable es detectarla y nuestra única libertad es abandonar el objeto de elección (error) o luchar por alcanzarlo con todas nuestras fuerzas (acierto).
            Nada más podemos hacer, porque si pudiéramos hacer algo más, algo haríamos en favor de los discriminados del amor, de aquellos sobre los que nunca recae la elección. Pero es que no podemos.
            Vías Cruzadas se atreve a conculcar este santuario ideológico, esta aporía imprescindible de la ideología del amor, violentando nuestras tendencias electivas por el camino del medio: el del gusto, la belleza y el deseo. No nos va a decir que el amor debe ser solidario, que debemos alternar la búsqueda de lo que queremos con la entrega a lo que no queremos para alcanzar en el mundo un reparto más justo. Nos va a decir que lo bello, lo que nos gusta, lo que deseamos, es otra cosa.
            Si decimos que Phil nos va a ser presentado como bello, todos distinguiremos enseguida la belleza capaz de generar atracción eróticosentimental, a la que ninguna presentación puede hacerlo acceder, de otra más general, condescendiente y humana, con la que calificamos a aquello que puede emocionarnos pero con lo que no queremos vernos mezclados. Esta barrera sólo es superada en rarísimas ocasiones por los trabajos creativos realizados en torno al ennoblecimiento de estéticas discriminadas. Lo más frecuente es que la fotografía de moda que estetiza la obesidad o el cine que dignifica la vejez utilicen un involuntario tono paternalista que, si bien algo aporta a la autoestima del “colectivo”, conserva la clasificación jerárquica y la inmiscibilidad. Un viejo es un viejo. Con mi película expreso que no tiene por qué sentirse avergonzado, pero eso no le da derecho a aspirar a acostarse conmigo. La barrera que los separa de nosotros en tanto que estos personajes aparecen como representantes de su propio colectivo constituye su primer nivel taxonómico. Son, ante todo, gordos o viejos, y todo lo demás que sean, todo aquello que descubrimos después, que nos resulta tan humano y que incluso nos recuerda a nosotros mismos, no es consecuencia de poseer la misma sustancia, sino de compartir el mismo mundo. Sólo convergencia evolutiva, como lo que existe entre el vuelo de un murciélago y el de una libélula.
            En Vías Cruzadas encontramos, sin embargo, un escrupuloso trabajo estético que logra presentarnos a Phil como un congénere, tan digno de amor como cualquiera de nosotros. ¿Cómo se obra el milagro, el espejismo, la imagen declarada imposible?
            En lo que concierne al guión, no veremos una sola vez que ni Phil ni su círculo social más próximo conviertan el enanismo en hecho diferencial alguno. Phil se comporta continuamente como si le confundieran con un enano, es decir, como si los demás (el círculo social lejano) lo vieran como algo que él sabe que no es. Por supuesto que Phil es enano, pero no es “un enano”, como ninguno de nosotros somos sustancialmente ni usuarios de camisas de manga corta ni exalumnos de un determinado centro escolar. Mientras estamos solos con él o con sus amigos, el enanismo está relegado a cuestiones absolutamente menores, como se pone de reflejo cuando recoloca el buzón de su nueva casa a una altura a la que pueda acceder. A esto, y a poco más, debería afectar su condición. Mientras la función narrativa más habitual de un obeso en un guión corriente es hacer chistes de gordo, Phil es un protagonista cualquiera siempre que no aparezca alguien para recordarle que es entendido como una aberración.
            Desde el punto de vista del casting y la dirección de actores, es evidente que se ha seleccionado a un actor con no pocas habilidades seductoras que conviven con las que, en principio, resultan incompatibles con ello. Phil no sólo tiene una voz aterciopelada, que modula perfectamente, dentro siempre de la contención y la serenidad, sino que su mirada es profunda y digna, su gesticulación segura y elocuente, y sus movimientos enérgicos, directos y decididos, sin caer en la habilidad llamativa del malabar circense.
            Phil será, además, favorecido por una planificación que lo convierte casi siempre en figura heroica, presencia a veces monumental, solemne, representativa de la complejidad y la superioridad de lo humano frente a todo accidente o circunstancia. Allí donde Phil aparece es siempre lo mejor compuesto, lo más en su sitio, el centro del significado y de la atención, lo que confiere sentido profundo al entorno.
            Gracias a estos recursos Phil deja de ser sólo un enano bonito y pasa a ser un hombre de quien aprendemos qué es vivir una vida de hombre con las dificultades acarreadas por el enanismo, y gracias a la presencia de los demás personajes vemos qué es vivir sin esa dificultad pero con otras, a veces menos desprestigiadas, pero de consecuencias más perniciosas para la condición humana.
            Esta es la mirada que la película nos propone. Ésta es la discriminación positiva que el arte puede realizar gracias a su capacidad para situar la belleza allí donde el creador decida hacerlo. Esta es la corrección que el arte necesario debe ejercer en favor de la justicia, a riesgo de no llegar nunca a ser exhibido o, si lo es, de ser visto por algunos como depravado enanófilo.

lunes, 23 de julio de 2012

tú y yo (y PARTE III)


             “¡Ojalá que siempre estemos así!”, me dijo Lea un día. Caminábamos de la mano por la misma calle por la que habíamos caminado solos mil veces.  Un momento atrás estábamos poniendo en común nuestra felicidad, y ahora la disfrutábamos en silencio. Me dijiste eso y recordé otra calle, hace mucho tiempo, que representaba mi juventud y por la que debía dejar de pasar si quería que la madurez tomara forma también urbana algún día. Mi calle, que María convirtió en “nuestra calle” cuando ambos la hicimos nuestra al recorrerla juntos, después de años de ser de otros porque la recorríamos separados. “Nuestra calle”, a la que siempre deberíamos volver y a la que apenas he vuelto, porque ya entonces la calle de siempre se convertía en calle para siempre, y no sabíamos, ninguno de los dos, si queríamos decir que tendríamos que estar siempre en ella o que, una vez nuestra, debíamos dejarla atrás, junto con todo lo que en ella pasaba y había. “Nuestros barrotes”, pensé después, porque entonces sólo sentí la soledad del “nuestra”, pero no la dificultad de escapar de ella. Sentí a María recordándome, desde tu boca, su presencia abandonada en nuestra calle, o su propia calle desde la que ella ahora era feliz. Sentí, en realidad, que rememorábamos juntos, María y yo, que había otra calle esperando, otra o la misma, María, porque Eva vive en nuestra calle, figúrate qué casualidad, y es seguro que un día la llamaremos nuestra, Eva y yo, y que ese día os la estaré empezando a devolver, a Eva, a ti, a él, que la recorrió con Eva antes haciéndola de ellos; él, que nunca fue de allí como lo éramos nosotros, y que ahora la pierde a cada ocasión en que Eva y yo nos miramos. ¿Sabes eso, Eva? ¿Eres consciente? ¿Lo has descubierto alguna vez recorriendo vuestra calle solo? Ana sabía que lo hacía, y nuestras miradas servían para limpiar nuestra calle de su presencia, como un cañón de luz renovadora que volvía en un segundo todo a su estado impoluto, impermeable y luminoso. Después sirvieron para recordar que lo que hubiera pasado daba igual; que la verdad era la luz de nuestra mirada; que él iba a estar siempre allí, que estaba allí, pero no estando, y que nosotros, que dejaríamos de estar, era lo único que existía allí para siempre. Dejaríamos de estar, algún día, y lo dejábamos ya en cuanto empezábamos a estar definitivamente, y todo lo que quedaba entonces era mi ausencia, y tú encontrándote con tus reflejos en otros nombres, primero, y después tu nombre en otros cuerpos cuyo nombre se ausentaba para adquirir el tuyo mientras quisieras dárselo, mientras no corriera de cuerpo en cuerpo asentando hitos en una eternidad de amor que lo acababa. “¿A quién ves?” me preguntaste, en una ocasión, al mirarme. “A ti, Eva”, he contestado hoy cuando me ha preguntado sobre aquella mirada nuestra. “Te veía a ti, y tú me veías a mí en su mirada, porque nuestra eternidad empezó, tuvo que haber empezado, antes de ahora, antes de entonces, y ocupar ya entonces alguno de los infinitos fragmentos desocupados que servían de transporte para Sofía, para María, y para Lea un día y para ti, seguro, incluso si toda nuestra voluntad de unión no fuera otra cosa que un encierro con ellos, incluso si no hubieras estado más que en el reflejo del reflejo de las uniones que tuvo él con Ana, y ellas con él y ellos con ellas hasta conectarte a ti, volver a encontrarte, caminando por una calle, de una mano que te conduciría eternamente a aquella mirada nuestra en la que traicionaba a Ana, no porque viera a María, sino porque te iba a ver a ti hoy, aunque no lo hiciera entonces. Perdida, Eva, entre los amores eternos que te acompañan, a la búsqueda de asidero en el laberinto de los míos, cuya transparencia te hace confundirlos desde que nuestra unión los engloba y los supera, desde que su superación es la pérdida de toda esperanza de triunfo sobre ellos, porque sus reflejos acaban componiendo, no ya mi amor por ti, sino tu forma de amarme como Lea, como Ana, como Sofía, como María, que me preguntan desde tus ojos qué hay en tus ojos que no hubo en los de ellas si las veo a ellas en ellos, mientras yo intento mirarte como nadie te ha mirado jamás, es decir, como las miré a todas, como todos te miraron.

viernes, 20 de julio de 2012

Vías Cruzadas como modelo (I)


“¡Luchar! ¡Hasta las bestias saben hacerlo! Pero él puede hacernos creer en las bellezas que canta.”
Espartaco - 1960 - Stanley Kubrick
http://www.youtube.com/watch?v=rfrEhDn2E_0

¿Es desahogar las frustraciones la función social del arte? ¿Es proporcionarnos un momento de respiro entre el estresante desorden emocional, funcional y estético cotidiano? ¿Es, de paso, la oportunidad para hacernos vivir la ilusión de lograr aquello cuya inaccesibilidad nos hace desgraciados, llámese riqueza, afecto, paz, sentido, excitación…?
            La teoría del arte como evasión predomina cuantitativamente en nuestra cultura actual, e incluye la idea de que ninguna manifestación artística queda fuera de la más general categoría de “ocio”. El arte será el ocio “elevado”, por utilizar el impreciso término pedestre que alude a un aura de prestigio, dificultad intelectual y dignidad moral que diferencia al arte del resto de los productos ofertados por la industria del ocio. Cuando el arte evade mediante esta “elevación” lo hace de manera más eficiente, profunda e intachable. El usuario del arte se proyecta a mundos más hermosos e higiénicos, más lejanos al nuestro, que el del simple jugador de paint-ball.
            El usuario del ocio ha aprendido, además, otra rutina: acabado el producto y su periodo de consumo, deberá volver al mundo real, en el que le espera la misma insatisfacción, pero frente a la cual él ha renovado las energías. Cuando el producto sea artístico se obtendrá de él, además, alguna protoherramienta emocional para soportar de manera más duradera una frustración que, seguramente, será también más grande.
            Pero no es ésa la única manera de entender el “para qué” del arte. De las siete maneras que, según Tatarkiewicz, el arte ha sido entendido a lo largo de la historia, es decir, de las 7 funciones que ha desempeñado y entre las cuales está incluida la de entretenimiento a la que corresponde el ocio, de todas ellas, cabe extraer un factor común que es, precisamente, el que caracteriza a la forma originaria del arte: la magia invocadora. El arte se creó para hacer aparecer aquello que no existía. Pero, mientras que en el ocio la aparición generaría una experiencia que libraría del deseo de experimentar, contribuyendo a frenar temporalmente cualquier transformación, en el resto de las funciones el arte contribuye a tener una experiencia real de aquello que hace aparecer. Ya sea introduciendo la divinidad en la vida real, ya propiciando una caza incierta, ya invocando valores deseables, ya realizando la consecuencia última de los vicios en la catarsis, el arte ha participado siempre de su originaria función mágica en tanto que se presentaba como primera piedra en la construcción de una realidad que, más o menos incompatible con la anterior, es siempre distinta.
            El arte-ocio según lo entendemos hoy sería el primer arte que no contribuye a la creación de nada, no transformador, conformista por tanto, y no sólo diferente, sino opuesto en ello a lo que el arte siempre se declaró ser, estuviera o no su función más o menos viciada por las manos en las que caía. Es por eso que la gran mayoría de las películas no reinventan sino que reproducen el modelo de amor que conocemos, y es por eso que lo llevan primero a su lógico fracaso y, por fin, mediante peripecias inverosímiles, a un éxito que satisface la frustración del espectador hasta que la realidad le vuelva a recordar el fraude.
            A esta función generalizada, y a las mesnadas de sus adalides, se enfrenta una obra como Vías Cruzadas en su presentación de una ficción con la que originalmente no nos identificamos porque no reproduce la nuestra, sino aquella que la nuestra debería ser. Mostrándonos cómo, y dando el primer paso en la experimentación de esa realidad mediante la experiencia de sus personajes, facilita el camino de su llegada mediante la generación de un antecedente virtual
            Todo lo que el sistema necesita al arte-ocio para reiniciar a los trabajadores-reproductores es lo que la sociedad necesita al arte-magia para transformar el sistema en las mejoras que le son concebibles. El sistema necesita un tipo de arte, pero las personas que lo forman necesitan otro, y esto incluso si no lo desean, si no optan por él ante la alternativa de una diversión efímera e intrascendente. Esta defensa de la violencia sobre el deseo es tan políticamente incorrecta como cercana a la obviedad. La libertad de elección se confunde con la defensa de las pulsiones del modo menos inocente. Todos sabemos que preferimos la comida grasa a la comida ligera, y todos queremos que nos pongan fácil la elección difícil, que nos aconsejen sin descanso, que nos recuerden por qué debemos actuar bien, pues reconocemos en nosotros mismos una distancia evidente entre el deseo por lo bueno y el deseo por lo placentero, que no se salva sólo con descubrirla. El sistema reconoce un gasto perjudicial en salud pública que le hace reaccionar para conservarse mediante campañas de concienciación. Por eso mismo es improbable que reaccione frente a un arte-ocio cuyo fin es, precisamente, eliminar el obstáculo de la insatisfacción para que la conservación se lleve a efecto.
            Así, los medios de comunicación no sólo no muestran, sino que ni siquiera defienden, el arte-magia en su forma de cine necesario, de recreación de una realidad deseable. Además desprecian su ineficacia como evasión mediante la máxima de que no debemos aprovechar nuestro tiempo libre para “seguir pensando”, sino para dejar de hacerlo, asumiendo así que, una vez acabada la jornada laboral, hemos hecho lo posible por mejorar el mundo en vez de por reproducirlo, y llega nuestro momento de descanso.
            Decirle al espectador que lo que desea es equivocado; que su momento de satisfacción se convertirá en el de reflexión con el peligro de no estar recuperado para la jornada siguiente, y el único incentivo de proponerle una mejora social a largo plazo, una concienciación; decirle al sistema que va a pasar por sus cauces un producto que pone en cuestión sus fines y sus cauces mismos, es meritorio independientemente de la calidad del producto y el éxito que obtenga en sus objetivos.
            Y por hablar del cine necesario dejo lo necesario de nuevo sin contar.

viernes, 13 de julio de 2012

tú y yo (PARTE II)


             ¿Cómo es posible, me he preguntado innumerables veces, que se desprendiera de mi conciencia el vientre de Sofía? Sólo recuerdo ya las objetos y sus cualidades, pero nada de ella, ni de aquello: aire frío, abrigo negro, vientre suave, cálido, como una estufa viva… ¿Cómo pude traicionar así un vínculo que nació con el poder opresivo de una cárcel, y que desde el primer momento de triunfo produjo tanto vértigo que costaba siquiera asomarse, que resultaba imposible de disfrutar? ¿Por qué la culpa ante una trampa? ¿Por qué la trampa, Sofía? ¿Por qué no me dijiste “mi vientre está vacío. Caerás y caerás, y sólo saldrás un día si alcanzas el otro lado”? ¿Pensaste, quizás, que no lo era? ¿Convertí yo el afecto profundo y puro de tu vientre en un veneno, Sofía? No sé si sentiste, como sentí yo, que te lo devolví un día intacto, el tuyo, en vez del mío a cambio, no despreciado, pero perdido, desperdiciado. Devuelto tal cual lo recibí porque no se perdiera algo tan valioso como tu afecto por mí, con el que no sabía qué hacer. Dime si me maldijiste. Dime si Lea me recordaba a ti porque tú quisiste que no pudiera olvidar mi olvido, que fue nuestro olvido cuando tu amor cesó, tan harto de no ser devuelto como yo me dije que estaba de que no se me devolviera eso que te daba y a lo que llamaba amor, sin parecido alguno con el amor que le había dado nombre. Nada podía ser mejor que Lea. ¿Por qué no hubo nada peor? Todo el mundo en la academia entendió que éramos el uno para el otro, desde el primer día. Ella lo entendió también, me lo contó después, y yo se lo conté a ella; un encuentro inevitable, el triunfo definitivo para cada uno de los dos. La tierra vista desde el cielo, y sus simples y bondadosos habitantes llevando la vida que les correspondía, y envidiando la nuestra porque nos teníamos el uno al otro. Y luego tan pequeños, tan empequeñecidos, tan odiados por nosotros y por ese mundo despreciado que, en realidad, sospechábamos a veces, ignoraba nuestro éxito. Ese mundo que mirábamos con nostalgia infinita, encerrados por nosotros del mundo, separados por barrotes que nos figurábamos de nuestra creación. Ese mundo que, repentinamente inmersos de nuevo en él, nos miraba desde tantos ojos con la impaciencia gélida y displicente de un carroñero. ¡Qué desprevenido cogió el odio cuando se había quería tanto! ¿Verdad Lea? ¿Crees que fue Sofía? ¿Recuerdas a Sofía? ¿Recuerdas lo que te conté de ella? Te dije que vivimos a María como una mentira. Que nosotros éramos la verdad, y que, a nuestros ojos, el fuego que requerimos para marcarnos más profundamente de lo que nada lo hubiera hecho hasta entonces no iba a alimentar con su dolor otra cosa que la libertad que nos ofrendaba el encadenarnos el uno con el otro. Te hablé de marcas, de fuego y de cadenas, y, sin embargo, me abracé a tu vientre como jamás se me habría ocurrido abrazar a María, porque era mi amiga, mi alegría, mi primavera, y un día no fue nada, y es menos que nada cuando la busco. Y te llamaba entonces. Y tú no contestabas. ¿Me engañaste, Lea, y fingiste unión mientras pensabas que recordaba el vientre de Sofía, en vez de estar uniéndome contigo? ¿Aceptaste la humillación de ser otro vientre junto con la humillación de sentir que no debías pensarlo? Si es así, Lea, ¿qué te puedo decir? Que tal vez Ana me había engañado ya, y que te oculté que lo había hecho. Que tenías razón. Que la teníais. Que allí estaba Sofía de nuevo, la desvanecida, recuperada en mi conciencia… no sé. No sé si por tu vientre, o por tu casa, o por tu boca, tan parecida, o porque quería olvidar a Ana en ti, sus ojos, y no supe mirarte. Recordé, tal vez, las lágrimas de Ana, al final continuas y desesperadas, y quizás no quise ver brillar tus ojos para no adelantar las que iban a ser las tuyas. Quizás quise obligarme a llorar yo, y por eso me plegué de aquel modo sobre ti, como una traición a nuestra simetría. “No somos iguales”, te estaba diciendo, amor mío, “amor mío, no somos iguales, como imaginas. Y por eso te pido perdón así, ya, sabiendo que llorarás y que me pedirás que te lo pida”.

miércoles, 11 de julio de 2012

¡pues discrimino!


             Me dice un amigo que ha conocido a una chica que le gusta mucho. Le pregunto que por qué; que por qué le gusta mucho; que qué tiene; que a ver.
Me dice que es muy muy, muy interesante. Me habla de su trabajo, de sus amistades, de su carácter, de su “cabeza”, me dice, tan bien puesta… Me dice que está obsesionado con ella, que le encanta, que le impresiona.

             -Y luego está su cuerpo. ¡Vaya cuerpo! ¡Para volverse loco!  Yo estoy loco ya.
Le pregunto que por qué me habla de su cuerpo. Que qué tiene que ver. Sonríe y me dice que, joder, cómo que qué tiene que ver, que está buenísima, que da gusto verla, que le excita, que le atrae, que le obsesiona, que le pone, que le, le, le…

             Le pregunto si no se supone que la gente nos gusta por el interior.

             Que es un valor añadido importantísimo, me dice. Que infinitamente mejor así. Que por qué me hago el escandalizado. Que si no me pasa a mí lo mismo. Que soy un hipócrita. Que por qué pregunto tonterías. Que si no sé ya la respuesta.

             Le contesto que la sé, claro, pero que espero no oírla. Le digo que no está hablando con su conciencia, sino con otra persona, en la calle; que el discurso público implica responsabilidad, que espero ver esa responsabilidad, el pudor, la vergüenza, el ánimo de corrección. Que una mezquindad no se puede afirmar, sin más, y dejarla crecer en la conciencia de los otros sin el freno que impone su condena.

             Me pregunta si, entonces, deberían gustarle las feas.
-No sé qué son “las feas,” - le contesto. -Ni sé qué son “las guapas”, ni contemplo que nada que no sea una virtud ética pueda ser defendido como justa causa de recibir afecto. Entre una afirmación tan lógica y lo que seamos capaces de hacer podrá mediar un mundo, pero nunca una resignación.

             Me dice que soy un extremista. Me llama también inflexible, puritano y, por último, amargado.

             -¿Cuánto la quieres? – le interrumpo.
Se pone muy serio y me contesta que mucho. Que podrá hablar con frivolidad, decir lo que sea, pero que la quiere, que la ama, que de eso no le cabe duda.
Le pregunto si la querría igual si le faltaran las tetas.
Entonces me mira con ansiedad, con algo de miedo y quizás odio. Como si al mencionar las tetas de su novia estuviera yo tocándoselas o, peor, como, si al mencionar la posibilidad de que no dispusiera de ellas, las estuviera yo robando.
-Las tiene.
-¿Y si no las tuviera?
-¿Qué más da?
-Por eso. Contesta.
-No me gustaría igual.
-¿La querrías?
-Claro.
-¿Serías su pareja?
-¿Cómo voy a saber eso?
-Imagínalo. Decídelo ahora. Tu novia no tiene tetas. La acabas de conocer, no sois nada, nada ha pasado entre vosotros, pero ella tiene el mismo pecho que tú. ¿Serías su pareja?
-No creo. ¿Y qué importa?

             Le pregunto si ha pensado que hay mujeres que no tienen tetas. O que no tienen culo. O que no están buenas. Le pregunto si se le ha ocurrido que hay mujeres, y hombres, que no pierden el atractivo como consecuencia de una especulación y lo recuperan al volver a la realidad, sino que viven sin él su existencia completa, y sufren durante su completa existencia la decisión que él acaba de tomar en la hipótesis. Le pido que intente imaginar la magnitud de la infelicidad de esas personas. Le pregunto si comprende, si encaja, si asume, que esas personas son discriminadas, que su decisión las discrimina de por vida, que nuestro gusto es discriminatorio.

             -¿Entonces, qué se supone que tengo que hacer? ¿Enrollarme con feas? Lo siento mucho. ¡Pues discrimino, lo siento mucho! ¡No pienso dejar de discriminar!

             Le recuerdo que, cuando volvemos la mirada sobre la historia y juzgamos el esclavismo, la persecución a los judíos, el machismo extremo asumido como justo, la marginación en sus formas más crueles, siempre nos sorprende no encontrar tanta oposición como hoy ello nos inspira; que nadie hiciera nada; que, aunque fuera el signo de los tiempos, aunque todo el mundo estuviera de acuerdo, cupiera concebir excusas. Le digo que eso mismo se dirá un día de esta forma de discriminación. Le digo que un día se considerará una atrocidad incomprensible vincular el afecto al atractivo físico, y se considerará imposible que una sociedad en la que ello sucede sistemáticamente haya podido conocer la paz y la justicia.

             -Se dirá de ti, en realidad,- corrijo. -De mí quiero que se diga que, cuando encontraba a alguien así, por frecuentemente que sucediera, le retiraba la palabra.

viernes, 6 de julio de 2012

tú y yo (PARTE I)


             Recuerdo, Ana, el momento maravilloso en que sentimos que estábamos enamorados. Me pediste que no lo olvidara, y no lo he hecho. Nuestros ojos se encontraron; se conectaron, se fundieron en un grueso canal por el que entendimos que fluían nuestras conciencias telepáticamente. Ni siquiera nos habíamos desnudado. Estábamos en aquél cochambroso estudio, con mis amigos al otro lado de la puerta, ellos a sus cosas, mientras tú y yo llegábamos al summum de la unión. Habíamos sentido antes que la comunión crecía, y podíamos intuir que pronto se produciría algo así. Ya estábamos juntos, ¿recuerdas? ¿Recuerdas que dijimos “estamos unidos para siempre”? Yo recordé entonces que ya me había unido antes, abrazado al vientre de Sofía, siendo algo más joven, sentado en un banco, en la calle. Ella se puso de pie, me estreché contra el cuerpo y sentí que caía dentro de su vientre y nunca más saldría de él. Y pensé que esta vez, contigo, no caía en un pozo en el que refugiarme, sino que me unía de igual a igual en un amor de camaradas que nos convertía en algo más grande que nosotros. Y pensé, es cierto, que también podía no ser, de nuevo, y que como se había desvanecido aquel vientre en la memoria se desvanecerían tus ojos al otro lado de la luz que los unía con los míos. Y recuerdo que me sentí traidor al vientre y que dudé si no sería traidor a los ojos, y que llegué a preguntarme si tú, sin embargo, te habías unido a mí sin traición alguna o si, al contrario, no estabas unida a mí en absoluto, y mi embriaguez era la causa única de un sacramento impermeable a las encendidas palabras con las que intentamos describirlo