martes, 22 de mayo de 2012

me visto para mí.


             Me dice una amiga que se viste para ella.

             Le pido que me lo explique mejor, que no lo entiendo.

             Me dice que cuando siente que acierta con la ropa empieza el día con un plus de felicidad, y que se nota en todo; que todo va mejor.

             Le pregunto si se refiere a que gusta más y eso hace que todo el mundo le facilite las cosas. Me dice que no, que no tiene que ver nada con los otros, que es una cuestión de autoestima. Que cuando se viste según el estilo con el que se identifica se siente mejor consigo misma y de ahí surge una fuerza añadida.

             Le digo que no lo entiendo, que si no tiene un juicio previo sobre sí misma fundamentado en valoraciones estables. Que cómo puede influir en la autoestima una camiseta. Que cómo puede afectar a, por ejemplo, calcular una estructura de sustentación. Que si la autoestima se puede poner y quitar frente al espejo en diez segundos. Le pregunto si me lo puede explicar un poco más. “Explícamelo hasta que lo entiendas”, le digo.

             Me contesta, ligeramente ofendida, que esto no es algo que se pueda compartir con todo el mundo. Que es una sensación, que es íntimo, que tiene que ver con la comodidad, con la cromoterapia, con el poder personal, con la energía de la belleza, y con muchas otras cosas difíciles de demostrar y, más aún, de racionalizar.

             Le digo que yo tengo una explicación, aunque quizás peque de demasiado comprensible. Le digo que cuanto mejor nos vestimos más atractivos resultamos y más mejora nuestra posición en la pirámide del amor. Que, de ese modo, podemos aspirar a una mejor pareja erótico-sentimental y que, en tanto que identificamos amor con felicidad, vivimos el ir guapos como un adelanto de ser más felices que nos transmite felicidad al presente.

             Mi amiga rechaza esta teoría con vehemente convicción. Dice que es absurda. Llega a decir que es estúpida. Me pregunta si estoy afirmando que se viste para ligar. “Sí”, contesto.

             -¡Ja! Si fuera así lo haría de otra manera. ¿No crees que llevaría más escote? ¿Qué me pondría prendas más ajustadas, qué me maquillaría más? Si lo que quisiese fuera ligar iría hecha una puta y ya está. ¿O no?

             -No. Sólo actuarías así si fueras consciente de que te vistes para ligar. Pero en ese caso lo serías también de que quien te elije lo hace en gran medida por tu aspecto, y el amor dejaría de parecerte sinónimo de felicidad, y de hacerte feliz por adelantado. La optimización de tus posibilidades iría acompañada del desencanto. Todo el rédito que no le sacas cada mañana a tu aspecto, en aras de la idea de que te vistes para ti, es el precio que pagas para poder obtener la energía que te aporta tu inocencia.

             No sé cómo me aguanta.

martes, 15 de mayo de 2012

CONTRALOVE FILMS presenta: caminando con el paria


            VÍAS CRUZADAS

             Las posibilidades simbólicas del tren abarcan desde el más que evidente carácter fálico de su forma, hasta el poder transmitido por el colosalismo de su tamaño y potencia, que transfigura al maquinista en un superrobot irrefrenable, al estilo de Mazinger Z (más fálico aún, si se prefiere). Ambas dimensiones están presentes en la obsesión de Phil, el protagonista de Vías Cruzadas, víctima de enanismo, por este medio de transporte. Pero seguramente sea el desplazamiento mismo, la posibilidad de moverse y cambiar, dejando atrás todo cuanto forma parte hoy de la vida para emprender una vida nueva, lo que lo convierte en el perpetuo refugio de este personaje amante de los paseos, la observación, el silencio y, sobre todo, la soledad. Para Phil, el tren es la promesa de que, cuando la vida se vuelva demasiado insoportable aquí, cuando su discapacidad se convierta, una vez más, en discriminación, siempre habrá un tren que pase para conducirlo a una nueva estación donde empezar una vida aún más secreta, aún más aislada.

            La historia dará comienzo con uno de esos trayectos; aquél que, a diferencia de los que podemos intuir en su pasado, le introducirá en un minúsculo grupo humano en el que, para su desconcierto, la discriminación se resistirá a hacer acto de presencia. Casual heredero de una aislada y abandonada propiedad junto a la vía de un tren, Phil sólo encontrará como obstáculo a su retiro la presencia del procaz Joe, encargado de una cafetería ambulante cuyo emplazamiento favorito se encuentra apenas a 50 metros de su nueva casa. Su carácter invasivamente amistoso, su obstinada naturalidad ante el aspecto grotesco de Phil, acabarán convenciendo a éste de que puede permitirse bajar la guardia sin peligro de que el menoscabo invada su intimidad. En uno de los adustos e ingeniosos diálogos Joe irrumpirá con una pregunta que el espectador percibirá como una amenaza a la armonía alcanzada, y como el momento en el que la amarga realidad de la discapacidad vuelve a tomar protagonismo: “Dime una cosa, Phil. ¿Vosotros tenéis clubes?” Phil contestará con la desgana de quien se prepara para una nueva decepción: “¿A qué te refieres?”. “Quiero decir”, responde Phil, “que si quedáis para ver trenes”. Éste es el momento en el que entendemos que Joe no es un simple desahogo cómico, o un personaje instrumental para forzar la expresión de Phil. Muy al contrario, constituye nada menos que un símbolo angelical. Nada lleva a Joe a comportarse como se comporta. Actúa como si proviniera de un mundo desconocido, infinitamente superior al nuestro, en el que la discriminación hubiera quedado tan superada que sus habitantes apenas tienen capacidad para volver a sentirla. Y eso queda enfatizado por la general torpeza e ingenuidad de Joe, un niño grande cuya nobleza tampoco puede atribuirse a su sabiduría. Que Joe sea bueno constituye la prueba (ficticia) de que el mundo puede ser bueno. Pero tras Joe vendrán Olivia, Cleo y Emily, por distintas razones, éstas más terrenas, ciegas también al enanismo, conformando alrededor de Phil un colchón humano que irá liberando una tras otra sus habilidades sociales.
            Sin hacer el más mínimo esfuerzo, Phil deviene parte imprescindible del grupo, casi su líder. Establecida esta condición, el guión realiza la pirueta que lo convierte en admirable. En el momento en que Olivia le besa, el espectador se descubre a sí mismo sin atisbo de repulsión, ni siquiera de sorpresa. Para nuestra perplejidad, tras media hora compartiendo vida y valores con los personajes, también hemos pasado a formar parte del grupo que acepta al protagonista sin reparar en otra cosa que no sea su condición humana, aquella que convierte al aspecto físico en accidente, en circunstancia, y al carácter, a la acción, en sustancia. Hemos caído en la virtuosa trampa de juzgar a Phil por sus actos, y ahora comprendemos perfectamente que, dentro de ese grupo, Olivia, madura, inteligente y algo atolondrada, no puede sino sentirse atraída por la equilibrada, respetuosa y sensible personalidad del nuevo vecino. Ni siquiera cuando también Emily aparece en su casa con la intención de pasar la noche con él se vuelven inverosímiles ni la narración ni la reacción admirada de Joe que, lejos de caer en la mezquindad de reivindicar su ventaja física, acepta las consecuencias del superior atractivo de su amigo.
            Transcurridos los dos primeros tercios de la película, el éxito de la socialización de Phil ha sido alcanzado dentro y fuera de la pantalla, y es el momento de que se enfrente al conflicto final desde su recién estrenada condición de persona normal. Olivia no será tan fácil de conquistar, y, si no es afrontado con los mejores recursos personales, el amor frustrado puede eclipsar la atmósfera de fraternidad que el metraje ha ido generando. Pero ni el pasado de Phil puede desaparecer de su memoria, ni el resto de la sociedad, el siguiente círculo de socialización, se diferencia demasiado de lo que él ha conocido hasta ahora. Phil puede haber dejado de ser un enano, pero no ha dejado de ser alguien que siempre ha sido un enano, y lograr comprender esto sin que el grupo humano se destruya es la prueba que el guión presenta como fuente de tensión ante el desenlace. La igualdad como punto de arranque, la igualdad a partir de hoy, no será suficiente. Las heridas del pasado, reavivadas además por un exterior que conserva íntegra su mezquindad, deben ser entendidas por el verdadero compañero como parte de las necesidades cuya satisfacción debe ser repartida. Sólo entendiendo y aceptando como tarea propia la parte del tormento que el compañero no puede evitar arrastrar cabe esperar que, efectivamente, nos considere como tal.
            Los reveses recibidos serán silenciosamente atribuidos por Phil a la maldición que le condena a seguir huyendo, a romper el velo de cualquier espejismo de paz para encontrarse de nuevo con la necesidad del cambio, con la maleta, con el tren. Los furiosos esfuerzos por interpretar la vida desde la perspectiva de la igualdad chocarán con su debilidad aprendida, con la conciencia de que cualquier ilusión es artificial, y apoyarse en ella es caer más fuerte. Ante las dificultades, el enano en Phil llama a Phil pidiéndole una nueva representación del personaje grotesco que los demás esperan. Phil es tentado por la confirmación del ridículo que los demás necesitan para justificar su desprecio. Phil tiene cuerpo de bufón, bufón deberá ser para que los demás puedan reír sin remordimiento, y bufón acabará tarde o temprano queriendo ser si pretende lograr una aceptación verdadera. Pero cuando, borracho y derrotado, claudica y sube a la barra del bar para entregarse al disfrute que los demás esperan poder extraer a su aspecto, cuando por fin le vemos subir al escenario de los enanos y satisfacernos con el papel que siempre estuvimos esperando de él, cuando, por fin, ante el silencio expectante de todos, nos disponemos a ver a esta nueva persona volver al enano que siempre ha sido, nos encontramos, sorprendidos una vez más, a una persona que pareciera, por un momento, haberse disfrazado de enano. Pero a pesar de que para nosotros su condición ya está superada, él llega, con la perdición de su mejor oportunidad de integración, al extremo de la desesperanza. Y qué mejor, para buscar algo nuevo, si ya el tren le ha hecho recorrer, real o virtualmente, todos los lugares posibles de este mundo, que pedirle que sea él mismo el que lo conduzca a otro.   

            El mérito inmenso de Vías Cruzadas es llevar hasta las últimas consecuencias la relativización del canon estético considerado por nuestra cultura natural e inevitable, a la vez que se muestra en primer plano, no sólo su insensatez, sino su crueldad. Es evidente que Phil es una compañía aconsejable, pero necesitamos acercarnos a él para descubrirlo, para preferirlo, para olvidar las proporciones de otros y para sorprendernos, al fin, con que la elección de lo bueno no es un fastidioso deber, sino una liberadora necesidad.
            Pero este breve párrafo no es suficiente para reconocer y señalar el valor de esta película. Como debe ser ejemplo para nosotros dedicaré pronto una entrada a dicha ejemplaridad.