lunes, 26 de septiembre de 2011

celos. PARTE 2. purgatorio (y ii)

            DISFUNCIONALIDAD
            Si bien los celos funcionales presentan una estructura que los convierte en poco más que un caso particular de reacción ante una ofensa, los disfuncionales, aquellos que no son útiles al individuo sino que, por el contrario, se constituyen en problema, no pueden interpretarse simplemente como una mala reacción. Lo que llamamos celopatía, en sus distintos niveles, es una contrariedad omnipresente. Demasiado extendida, por tanto, para que se pueda explicar sólo por la presencia de una anomalía individual.

            Se convendrá en que el individuo propenso a sentirse ofendido lo suele ser, también, a sentirse celoso y, sin embargo, no se cumple la relación inversa. Por ello, necesitamos un factor más que multiplique la incidencia en el caso de la protección de la relación, y éste se encuentra en la forma de identificar el peligro para la relación, que es perturbada por la incoherencia de la filosofía del amor romántico.
            Llamo filosofía del amor romántico al conjunto de descripciones de la emoción del amor que fundamentan la entrega a la relación monógama tradicional y cuyo rasgo común y característico es la idealización. No es éste el lugar para profundizar en esta idealización, pero baste decir que su función es persuadir al individuo de lo conveniente de la opción monógama con vocación de perpetuidad.
            El desinterés del afecto amoroso, la exultante vida sexual, la exclusividad de la atención, la plenitud existencial de la vida en pareja, la sinceridad sin tacha, son todas ideas que desafían al sentido común, pero sin las cuales la monogamia no presentaría atractivo. Véase que muchas de estas idealizaciones tienen por objeto la entrega de nuestra pareja para con nosotros. La realidad será, después, infinitamente más modesta. En el camino hasta el descubrimiento de lo posible, de lo realizable, el individuo se considerará repetidamente traicionado. Al ser el amor impermeable a la acusación de traición, ésta sólo podrá recaer sobre la pareja que, incapaz de cumplir como ideal, condenará al ofendido a la indignación por celos.
            Para su sorpresa, el indignado no encontrará en el entorno social un apoyo tan unánime como honesto le resulta su dolor. Según el nivel de aceptación de la realidad alcanzado por cada interlocutor al que acuda, manifestará hacia los celos del ofendido aprobación o reprobación. La aprobación hará que conserve la indignación explícita, pero la reprobación, creciente en la medida en que la indignación no se supere progresivamente, la reprimirá convirtiéndola en sentimiento de vergüenza. Esta represión, estos celos pensados como justos pero socializados como injustos, esta vergüenza por lo que no se puede evitar sentir, es el origen de la obsesión celopática.
            En resumen, iremos descubriendo a lo largo de la vida que nuestra pareja no nos cuenta todo, que tendrá siempre ojos para otras personas y que su opinión sobre nosotros no nos convierte en especiales. Iremos adaptándonos a estas realidades en la medida en que soportemos la coexistencia de una teoría incongruente con su práctica, en la medida en que nos conformemos con la incongruencia como mal menor. Y, en la medida en que sigamos esperando que nuestra pareja sea lo que el amor nos prometió, desarrollaremos una indignación enquistada en rencor, incomprendida y culpable, una desconfianza sistemática o, incluso, unos celos obsesivos.
            Los celos obsesivos son, por lo tanto, plenamente legítimos. Nuestra pareja tiene todo el derecho a estar celosa de nosotros, porque no estamos cumpliendo con nuestra parte del trato. Más difícil le resultará entender que nosotros estemos celosos también, y con el mismo derecho, ya que ella hace lo que puede por cumplir y, allí donde no lo logra, le resulta ya inviable.
            Como se ve, no hace falta remitirse a la inmoralidad individual, a la inseguridad endémica, a trauma personal alguno, para explicar la vigilancia perpetua a que los miembros de la pareja se someten mutuamente. En ocasiones encontramos a los celos convertidos en fuente de abuso, en injusta herramienta de dominación de una parte sobre la otra, pero hemos de entender que ese fenómeno es sólo la hipertrofia del ya descrito, allí donde al lógico y universal surgimiento de los celos le se suma a la falta de escrúpulos.
            También conocemos casos en que los celos parecen haberse suprimido por completo, confirmando nuestro anhelo de que puedan aparecer sólo como consecuencia de una traición; de que haya forma de conciliar el amor y la pareja. Pero, observadas estas parejas de cerca, encontraremos enseguida la violencia que le infligen al amor, traicionando de mutuo y tácito acuerdo aquello que, en un principio, esperaron de él. Estas relaciones son, en mayor o menor medida, formas cordiales de convivencia. Sus miembros no encontrarán más razón para estar juntos que la cautelosa renuncia a toda ambición sentimental. Cada uno de ellos sabe que su pareja no tiene una gran opinión del otro, que se reserva grandes parcelas de intimidad (no porque sea esa intimidad concreta en sí necesaria, sino porque es inconfesable) y, por supuesto, que su interés sexual está enfocado lejos de la pareja (o desaparecido dentro del subconsciente, que es otra forma de sacarlo del espacio que les es común).
            Si renunciamos a los celos, entonces renunciamos no sólo a la monogamia, sino al amor mismo que constituye su propaganda idealizante. Con ello damos de lado a la única forma de vida sentimentalmente motivadora que conocemos.
            Y si no renunciamos volvemos del purgatorio al infierno.
            Al optar por buscar un nuevo camino, no nos queda mucho que perder.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

celos. PARTE 2. purgatorio (i)

           
            UNA DEFINICIÓN
            He observado que al hablar de los celos en términos teóricos tendemos a referirnos a aquellos que se manifiestan en ausencia de hechos objetivos que los justifiquen. Sin embargo, en la práctica, decimos que estamos celosos simplemente cuando sentimos que lo estamos, independientemente de si hemos creado un rival imaginario o si hemos perdido a nuestra pareja en favor de uno real. Sumado a esto el hecho de que carecemos de otros términos, veo razón para usar el que conocemos al referirme al estado emocional, sean cuales sean sus causas. Seguiré así, además, la costumbre más extendida entre los psicólogos especializados en la materia.
            Una somera visita a las teorías y bibliografías utilizadas en un par de Facultades de Psicología me lleva a la conclusión de que los estudios de diversos autores compilados en  La psicología de la envidia y los celos, (editados por Peter Salovey, 1991, Guilford, Nueva York) son una decente representación de las orientaciones más extendidas en el tratamiento del tema. En la mayoría de ellos se asume que los celos son una emoción compleja, compuesta por otras tres, éstas básicas, a saber: odio, miedo y tristeza. Es también lugar común el que dicha emoción aparece cuando el individuo siente peligrar su relación de pareja o la calidad de la misma.
            Entendiendo las emociones como respuestas funcionales a interpretaciones de la realidad percibida, tendremos que unir ambas tesis en la siguiente definición: ante la percepción de un peligro para la conservación de la relación de pareja o de la calidad de la misma, el individuo se defiende mediante una emoción compuesta por odio, miedo y tristeza, a la que llamamos "celos".

            Éste será nuestro punto de partida.

            FUNCIONALIDAD
            No es difícil entender el papel desempeñado por cada una de estas emociones. El miedo es la emoción que sirve de alerta. A un nivel disfuncional, incapacita, pero a uno equilibrado impide desviar la atención a cualquier otro estímulo obligando a dedicarse por entero a sortear la amenaza. El miedo es, por así decirlo, el supervisor de nuestra responsabilidad como seres vivos. Una vez detectada la presencia del peligro, y comprendido que debemos luchar para eliminarlo, el odio canalizará nuestras fuerzas transformándonos de seres sociales empáticos en contendientes sin escrúpulos, y evitando así que cualquier juicio ético reduzca el poder de nuestra agresión. Cuando nuestros esfuerzos empiecen a mostrarse inútiles, la tristeza reducirá nuestra resistencia al cambio, introduciéndonos en un estado anímico de tono bajo, levemente reflexivo, con un oportuno componente de petición de auxilio.
            Vemos que los celos no se distinguen mucho de la reacción emocional a cualquier ofensa, teniendo la agresión (o búsqueda de satisfacción compensatoria) como primer impulso y, si ésta fracasa, constituyéndose en ese odio frustrado acompañado de tristeza que llamamos “indignación” porque, en tanto que seguimos sintiéndolo, en tanto que no actuamos como si nada hubiera pasado, nos constituimos en mártires que claman, con su dolor, justicia.
            En el caso de los celos, el objetivo será luchar por la conservación de la relación, y a fe que lo cumplen sobradamente, como expliqué en infierno.
            ¿A qué se debe, entonces, esa excrecencia que es su aparición disfuncional?

jueves, 15 de septiembre de 2011

¿monogamia o...?

Cada vez que, en estos textos, manifiesto mi rechazo a la monogamia, cometo el error de abonarle el terreno a lo ordinariamente aceptado como opuesto.
Sin embargo, yo no defiendo la poligamia. En su versión clásica, de la que tenemos noticia a través de la antropología, no es más que otra forma de matrimonio con la misma subordinación de las relaciones interpersonales a la estructura económica, con la misma imposición irracional de reglas y con la misma (si no mayor, claro) dominación de género.
Es común a las diversas versiones modernas concebidas por el poliamor la propuesta de una adaptación de la poligamia clásica a la filosofía del amor romántico: simple literalidad etimológica, pasando del singular a formas más o menos plurales y evitando la orientación de género. El poliamor (y, a la espera de un texto expresamente dedicado a él, baste aquí esta injusta simplificación) acaba constituyendo un voluntarioso cajón de sastre cuyo factor común es un sistema emocional emanado de la mencionada filosofía del amor romántico, que emana, a su vez, de la moral del matrimonio.
Lo que propongo es eliminar la distinción entre relaciones y no relaciones. Esa polisemia del término “relación” no es gratuita (como no es casual que el rojo, primer y más importante color desde el punto de vista adaptativo, se llame también “colorado”, es decir, “el color de los colores”). Todas las relaciones son relaciones y, a la vez, sólo lo son algunas muy determinadas. O una. O ninguna. Y todos sabemos qué elemento se utiliza para distinguir a éstas últimas. Contestemos sólo (y si nos da la gana) a la pregunta cuando sea explícita: “¿Con cuanta gente follas?”
De niños hacíamos listas de amigos y no amigos con el objetivo de clasificar los privilegios otorgados, como la invitación a nuestro cumpleaños. No hagamos hoy listas de relaciones sólo para ver con quién nos toca acostarnos.

martes, 13 de septiembre de 2011

celos. PARTE 1. infierno

            Nos lo hemos puesto muy fácil hasta ahora y, sin solución de continuidad, nos lo vamos a poner muy difícil.
            Nos habíamos enfrentado a un problema ideológico y moral cuya salida pasaba sólo por un cambio de opinión. De poco nos va a servir lo que opinemos cuando aparezcan los celos. El desenlace será el mismo para quien crea en la monogamia que para quien pretenda desterrarla de su vida. Ella se impondrá, por las buenas o por las malas, porque cuenta con la fuerza temible de los celos.
            No todos somos arrojados a la vida sentimental con la misma disposición. Obviando las diferencias (notables) de género, digamos que el proyecto de la monogamia o, mejor, el de la reproducción estructural, sea cual sea la estructura, presenta, en cada individuo, diferentes niveles de aceptación a priori. La capacidad crítica de cada uno, su sentido de la libertad, determinará la intensidad de su enfrentamiento con la ideología sentimental dominante allí donde la considere imperfecta. De esta ideología recibirá un alud de propaganda a favor y un sinfín de refutaciones en forma de fracasos a su alrededor. El resultado del conflicto entre ambas fuerzas será un individuo más o menos suspicaz o, incluso, un rebelde.
            Su propia vida sentimental vendrá a limar asperezas. Crítico o no, tendrá que abordar sus experiencias imitando el modelo en alguna medida, y no pudiendo evitar que lo imiten sus sucesivos compañeros sentimentales. En algún inolvidable episodio de esa emulación, harán los celos su aparición estelar. Es complicado rastrear sus manifestaciones primitivas en diversas formas de envidia, de lucha por la propiedad y de aprendizaje de emociones, pero no lo es tanto determinar el surgimiento de los celos románticos en su forma plenamente definida y madura.
            Un día, nuestra pareja nos dirá que sufre. La contemplación de su estado, si somos receptivos, nos resultará demoledora. Comprenderemos dos cosas. Una, que somos la causa de un sufrimiento completamente real. Otra, que el único modo de evitarlo es aceptar una merma draconiana de nuestra libertad. Tendremos, por fin, servido el explosivo cóctel de la monogamia: nuestro mejor amigo convertido en nuestro mayor obstáculo. La culpa, además, no será suya, que poco logrará incluso tras evidentes esfuerzos por controlarse. Seremos nosotros los únicos que podremos hacer algo. Y con la responsabilidad irá la culpa. Ahora ya todo dará igual. Cualquier solución de compromiso irá acompañada por el castigo del remordimiento, da igual si utilizamos la solución del término medio, la de la mentira, la del refugio en la fantasía secreta… Donde antes había ilusión ahora siempre aparece la mancha del dolor del otro.
            O, un día, seremos nosotros los que nos encontraremos con una angustia que no podremos ya controlar. Nuestra vida se convertirá en una humillante obsesión y todo lo que querremos de nuestra pareja será la posesión absoluta, la garantía imposible de que no hace ni piensa aquello que sabemos que hace y piensa. Y entonces le diremos que sufrimos. Para nuestra sorpresa, nuestro compañero amado no se entregará en cuerpo y alma a sacarnos del agujero. Él buscará “una solución buena para ambos”. Pero nosotros sabemos que la solución no hay que buscarla, que ya está encontrada, y reposa íntegramente en sus manos. Sufriremos, no hay más, si él no decide hacer aquello que nuestras emociones nos dicen que, como pareja, debería hacer espontáneamente. Y, si lo decide, se agotará en el intento hasta verse forzado a mentir, porque lo que nosotros realmente queremos, ni nosotros podemos ofrecerlo.
            Estos son los dos caminos por los que los celos llegan a nuestra vida. Y una vez que lo hacen, una vez que nos convencen de que hemos vivido una experiencia en la que el amado era el enemigo, se acabó la confianza para siempre. Ellos se nos ofrecerán, a partir de entonces, como supervisores generosamente voluntarios de la honestidad del otro. Si fue celoso, ahora tenemos derecho a serlo nosotros. Si fuimos nosotros los celosos, perdimos el derecho a negociar la libertad.
            Y su informe siempre será el mismo: “No te fíes”. Con los celos bien aprendidos por ambas partes, las relaciones dan ese salto de madurez que es pasar de basarse en el no querer a basarse en el no poder. No habrá ya relación buena, compañero honesto, persona de fiar. Solamente enemigo al que dominar para que nuestra vida sea, al menos, vivible. Todo el que tiene una experiencia sentimental mínimamente extensa, todo el que no se oculta la realidad con recalcitrante obstinación, sabe que, si su pareja no le engaña, es porque no puede. Y esa pérdida de libertad de nuestro compañero es nuestra victoria. Su libertad nos cuesta la nuestra, pero, a estas alturas, nos merece la pena.
            Los celos son el cuerpo policial que acompaña al conflicto interpersonal de la monogamia. Tarde o temprano, la guerra ha de acabar. Nuestra vida sentimental no puede ser una batalla continua. El objetivo original fue el afecto y casi lo hemos olvidado y perdido para siempre, así que aceptamos la paz vigilada como solución más próxima. Una vez en ella, saldremos impunes sólo de pequeñas faltas, de transgresiones simbólicas, incapaces de amenazar al sistema; pero si delinquimos realmente nos descubrirá y, cuando lo haga, seremos aplastados.
            En todo ese proceso, nunca hemos podido concedernos la oportunidad de proponer un nuevo modelo porque, prácticamente desde el principio, surgieron conflictos de una violencia inesperada, y resolverlos fue mucho más urgente. Ahora, en la paz, y si nuestras fuerzas todas no han sucumbido ya, concebimos la incipiente esperanza de planificar un trabajo por la libertad que no se base en el engaño. Pero la policía implantada por los celos, a sueldo de la monogamia, no sólo vigila a los infractores, sino también a los que amenazan al sistema mismo y, si bien nos dejará fantasear sin fe, caerá sobre nosotros con todo su peso si sospecha siquiera que una intriga real urde cualquier cambio. El exterminio de las alternativas es siempre el horizonte y, a cada paso que damos, sea cual sea la dirección, se acerca.

            Nada que hacer contra los celos. Pero, como diría la otra policía: “No somos enemigos. No estamos para vigilar, sino para proteger”. Por una vez, será verdad, y ahí radicará la solución. Un par de textos más y tropezaremos con el insólito panorama de que los celos ejerzan de protectores de la libertad.

            Nuestros amigos los celos.

viernes, 9 de septiembre de 2011

un dios verdadero

De todos los argumentos que encuentro contra la pareja tradicional, el que sigue es el que más alarmas debería despertar. Su contenido es pobre, porque no hay en él crítica al modelo mismo, al que se le podría seguir presuponiendo perfección. Pero para la certidumbre de la superioridad de la monogamia, es un cataclismo.
“¿Por qué te niegas a aceptar la pareja? Todo el mundo la acepta. ¿Por qué no ves las ventajas que vemos los demás? ¿No estará el problema en ti en vez de en tooodo el resto?”
El consenso no es tan completo como para sentirse solo frente al mundo pero, ante un ataque así, dan ganas de partir de la premisa de la disfunción del pensamiento propio, antes que de la del extravío social. “¿Te crees más listo que nadie?” Es ad hominem, pero pesa.
Sin embargo, qué importante es disciplinar a nuestra razón en la selección de intuiciones frente a sugestiones.

¿Es posible que estemos ante un aspecto tan poco controvertido de nuestra cultura que ni siquiera genere debate? Eso implicaría el rechazo consciente a las variadas estructuras parentesco-sentimentales con las que los antropólogos nos han venido familiarizando desde hace más de un siglo. Como siempre, no hay más que preguntar para constatar ese rechazo. La poliginia ya la hemos catalogado universalmente como machista. La poliandria ni siquiera la catalogamos, de modo que, seguramente, la juzgamos como algo aún peor. La endogamia es controvertida y la promiscuidad inmadura. O a la inversa, tanto da. Frente al prestigio de la monogamia, todo lo demás da risa, como si tras las más variadas probaturas y enjuagues, la humanidad hubiera concluido por fin dónde quiere quedarse y de dónde no merece la pena volverse a mover.

“Todo lo demás da risa”. La misma, por cierto, con la que, según Malinowski, reaccionaban los indígenas trobriandeses cuando, frente a su exótico sistema de parentesco, se les exponía cómo nos organizábamos nosotros (y cómo, seguramente, acabarían organizándose ellos, a poco que se descubriera y extendiera la televisión). El pobre Malinowski, solo frente a un ingente colectivo de individuos que se consideraban a sí mismos convencidos libre e individualmente. Unos mirándole con pena, la mayoría con sorna, y casi todos, seguramente, con un poco de asco, porque a eso a lo que se pensaba dedicar el blanco cuando volviera a casa era, en resumidas cuentas, una guarrería.


                          Malinowski aprendiendo técnicas masturbatorias trobriandesas
                                          mientras se replantea sus convicciones

            
            No sabemos si los trobriandeses llegarían a descubrir la contradicción existente entre su convicción y la existencia de otra cultura tan firmemente convencida como la suya de algo completamente distinto, pero tampoco en qué medida el antropólogo les transmitió esta conciencia simétricamente “definitiva”.

Hasta donde sé, ninguna sociedad en su conjunto (es decir, no voces aisladas dentro de ella) se ha planteado jamás la relatividad de su modelo familiar-sentimental. Parece ser que, allí donde un modelo se asienta, permanece inalterado hasta que alguna condición económica de peso lo hace evolucionar. En dicha evolución se producirán dudas, debates y confrontaciones, pero sólo entre el modelo anterior y aquél al que se dirige. En ningún caso la mirada se volverá sobre las razones que justifican ambos éticamente. O, digámoslo al revés, nunca una sociedad ha desarrollado conciencia crítica sobre su modelo y, por tanto, podemos también decir que nunca lo ha elegido.
Nosotros heredamos esa ingenuidad, y seguimos hablando de que unas personas están hechas para otras, o de que el corazón ni puede dividirse ni puede quedarse solo. Y lo decimos convencidos, valga la comparación superlativa, como un trobriandés.


jueves, 1 de septiembre de 2011

"yo ya soy libre"


Me dice una amiga que ella ya es libre.

Que comparte la idea de que existe presión cultural hacia la formación de parejas tradicionales, pero que ella se ha desembarazado de esa presión. Para probarlo aduce que ha descubierto no necesitar compañerx.

Dice que cuando decide tener pareja lo hace porque lo desea en sí, eso exactamente, y desde la conciencia plena de no estar evitando la soledad. Dice que ha descubierto que puede prescindir indefinidamente de las relaciones sexuales; no un mes ni un año, sino toda la vida si fuera necesario.

Le digo que su libertad se parece mucho a la que concede la iglesia católica, dando a elegir entre matrimonio y ordenamiento célibe.
Me contesta que no se aplica a su caso, porque ella no es católica.

Le digo que el trato íntimo es una necesidad, tanto el sexual como el emocional, y que aunque no es de primer grado, como la alimentación, y de imprescindible satisfacción, por tanto, para conservar la vida, no por ello deja su desatención de tener graves consecuencias. Le digo que no sentir la necesidad en forma de deseo no es garantía de no tenerla, ya que incluso el hambre deja de sentirse cuando el ayuno se ha prolongado más allá de un plazo razonable. Le digo que las personas anoréxicas no sienten hambre.

Me contesta que no está de acuerdo. Que el cuerpo le habla a la conciencia y le pide aquello que precisa mediante su lenguaje de sensaciones. Me dice que, si esto no sucede en el caso de las personas anoréxicas, es porque están enfermas.