martes, 20 de agosto de 2019

Rosario de Acuña y la trampa de la transfobia.


Una joven, desconocida para muchas de las presentes, pronuncia las primeras frases de su ponencia en la Escuela Feminista Rosario de Acuña. Se traduce en ellas la esperable inseguridad correspondiente tanto a su inexperiencia como a la importancia del lugar y de la compañía. En su presentación no ha salido a relucir un gran currículum ni un mérito personal particular, sino más bien una condición generacional. Está allí, parece ser, como representante de una sensibilidad que merece la pena dar a conocer o, al menos, dotar de voz: la del joven feminismo radical. Esta condición anima aún más a la indulgencia y el cuidado. Las dificultades a las que se expone con valentía recuerdan a aquellas a las que constantemente se exponen miles de mujeres a las que se obliga a ofrecer un plus de valía o esfuerzo en su competencia con los homólogos varones. Eso no sucederá aquí. Ella ha sido invitada a la mesa, seguramente con buen criterio, y lo que corresponde es escuchar desde la empatía y la paciencia. Nada más.

La joven ponente bebe agua.

A medida que entra en faena, su tono va ganando seguridad. Ahora ya no titubea indiscriminadamente, sino solo cuando se encuentra a sí misma repitiendo una idea. Las formulaciones estereotipadas no expresan agradecimientos introductorios, sino pensamientos cocinados para la ponencia en los días previos a las jornadas. Las torpezas no parecen fruto del estrés, sino el objeto mismo de la exposición. Las mujeres de la sala se encuentran ante un inesperado repaso básico de la historia del feminismo; ante la repetición insistente y caótica de ideas perfectamente formuladas en ponencias anteriores; ante gozosos descuidos en las formas al referirse al sujeto de análisis; ante la intuición de una sensibilidad que no parecía tener cabida en la Escuela. Seguramente una parte de la audiencia, formada sobre todo por quienes ya conocían a la ponente y sus antecedentes, se incomoda.

Cuando acaba, la maestra Valcárcel toma la palabra y, en pocos instantes, todo vuelve a su sitio. El pensamiento recupera la agudeza esperada, la pertinencia, la novedad. El comentario de la maestra no parece una nota a pie de ponencia sino, efectivamente, el de un jurado evaluador. Escuchándolo tenemos la sensación de entender qué hacer con lo oído, qué valor darle, dónde ponerlo.

La Escuela Feminista Rosario de Acuña es así, y es eso: una escuela con forma de jornadas de conferencias que tienen como objetivo el tratamiento de una cuestión de actualidad para el feminismo a través de la mirada experta y brillante de Amelia Valcárcel. Sus discípulas más cualificadas se encargan del desarrollo del detalle, de la maduración de los frutos, del riego minifundista. Y tras ellas algunas jóvenes tienen la oportunidad de compartir mesa como si realizaran una práctica universitaria, necesaria tanto para ellas como para la renovación y perpetuación de la labor realizada en la Escuela. La Escuela Feminista Rosario de Acuña es un vehículo para la divulgación del pensamiento y la mirada de Amelia Valcárcel, y ojalá siga siendo eso por muchos años. La sesión introductoria, la suya, es siempre, por supuesto, la mejor. Es en ella donde se dibuja el mapa del tema y se deja este colocado allí donde le corresponde, listo para su disección al pormenor. Es en ella donde se expresan las poderosas razones que han llevado a su elección, y es también en esa sesión de presentación donde se esbozan las líneas de reflexión más originales y fértiles, y se hace referencia a las fuentes más cruciales.

La aparición en youtube, cada principio de Julio, de las conferencias de Rosario de Acuña es el lanzamiento de una estimulante andanada de reflexiones que alimentará el curso académico por empezar y es parte fundamental de lo que será la actualidad del feminismo a partir de ese momento. Tiene, para mí, el sabor de ser el principio del verano, y acompaña durante días mis faenas hogareñas, llenándolas de pensamiento y asociando el uso de los utensilios de limpieza con el aprendizaje denso y transformador. Cuando tengo vídeos de Rosario de Acuña pendientes estoy deseando tener que planchar.
Este año, bajo el título “política feminista: libertades e identidades”, el verdadero tema ha sido, como todo el mundo sabe, el conflicto con el colectivo de mujeres trans. Y ha habido luces y sombras.

Las luces han estado donde siempre: en la elección valiente de un tema necesario pero comprometedor, quizás el más comprometedor; en su contextualización y análisis más allá de la hojarasca de las redes sociales y el debate en los grandes medios, hasta situarlo, ordenarlo y apuntarlo en la dirección que el feminismo exige como lucha que mira al futuro y que necesita dibujar con claridad su camino; en la determinación del enemigo en esta lucha, tanto donde es claro y manifiesto como donde es inesperado y aparentemente amistoso o aliado.

Las sombras han estado justo allí donde a ese enemigo le habría gustado que estuvieran: en los errores de forma que le están sirviendo para victimizar al colectivo de mujeres trans y convertirlo en escudo humano contra un movimiento abolicionista que está, o estaba, ganando la batalla a medida que la explosión social del feminismo se asienta y crece en consistencia ideológica.

Así, junto con las razones bien hiladas se han trenzado los desprecios mal templados, como si lo segundo fuera el merecido desahogo que algunas ponentes se otorgaban a sí mismas en premio al esfuerzo intelectual o activista realizado. Tan cómodas se sentían, tan en casa, tan ajenas, quizás solo por un momento, a la vulnerabilidad de su causa, que no ha habido no ya un reproche, un toque de atención, una discreta llamada a la responsabilidad, sino ni siquiera el reconocimiento por las tardes de los desprecios vertidos por las mañanas. Tantas veces como se han escuchado desafortunadísimos comentarios tránsfobos ha habido que soportar a su vez la indignada cantinela preguntando: “¿Dónde?, por favor, ¡¿dónde está nuestra transfobia?!”. Se lograba así esa joya de la discriminación que es el insulto que no se sabe insulto, que carece de la capacidad para verse insulto, que se constituye en naturalización del insulto.

Tanto horacias como curiacias, por tanto, han podido recoger los frutos esperados. Las unas, ponentes valcarcelianas, han acumulado un argumentario sólido y difícilmente rebatible por sus enemigxs al que podrán remitirse seguidoras y simpatizantes. Las otras han logrado justificar como nunca su desprecio hacia las abolos, TERFs, “viejas” y “sociatas”, y extender ese desprecio como una plaga. Han logrado justo lo que necesitan para llevar el conflicto al único sitio en el que pueden ganarlo: el prejuicio. Apenas dos días después de concluidas las jornadas circulaba ya por todas las redes feministas liberales un vídeo con la selección de los mejores momentos TERF de la Escuela Rosario de Acuña. La estrella en él era, por supuesto, Alicia Miyares, mano derecha de Valcárcel, y cota más alta sobre la que la crítica ha podido impactar, ya que la maestra se mantuvo prácticamente en todo momento en una actitud tan implacable como respetuosa. Allí donde ese vídeo ha ido apareciendo como señalamiento definitivo de la obsolescencia de la Escuela al completo era inútil remitir al contenido de las ponencias. La respuesta era: “Alguien con tanto odio no puede tener razón”. El feminismo ilustrado quedaba así descabezado en su nacimiento por el feminismo emocional que tanto gusta de ridiculizar, precisamente, Miyares.

En la Escuela se vivieron, sí, algunos momentos sonrojantes. Lo que el feminismo liberal ha hecho después con ellos supera con creces el bochorno y cae en la miseria táctica que le es natural. Pero esto no nos importa, porque el feminismo liberal es parte del enemigo, y el enemigo, que no tiene razón, va a emplear siempre estrategias que eluden la razón. Como sucede en cualquier lucha justa, la posesión de la razón es el arma que distingue al feminismo de su enemigo, y es en la que la causa justa confía, en última instancia, como poder que acabará decantando la lucha. Pero no es suficiente, y pensar que es suficiente y que es lo único que debe ser revisado y engrasado es regalarle la victoria a un enemigo que ya se ha enfrentado muchas veces con éxito a rebeliones que solo poseían la razón. Imagino que una pensadora política como Valcárcel estará de acuerdo con esto.

El feminismo radical no es TERF porque no es tránsfobo en tanto que feminista, sino en tanto que sujeto no trans que lleva su transfobia a cuestas como cualquier otro. Es, por lo tanto, tránsfobo, y tiene, como todxs, la obligación de supervisar su higiene transinclusiva de manera diligente. Pero con respecto a esa higiene imperó la desidia. Se cayó en el error flagrante de identificar la transfobia privada con la transfobia del movimiento: “El feminismo liberal quiere desactivarnos mediante la etiqueta “TERF”, pero, dado que el radfem no es TERF, yo, que soy radfem, no soy tránsfoba”. Y una vez que las ponentes se repartieron así los carnets de transincusividad garantizada se entregaron a abochornar generosamente a la concurrencia mediante la espontánea expresión de sus sentires.

Las medidas a tomar ante lo estratégicamente delicado de la situación estaban, sin embargo, al alcance de cualquier conciencia mínimamente despejada, y allí sobran:

1-si sospechas que no tienes demasiado bien trabajada tu transfobia, vigila lo que dices.
2-si sospechas que algunas de las ponentes elegibles excede el grado prudente de transfobia tolerable en el evento, no la invites. Ya la invitarás a otra cosa. O no.
3-si sospechas que, a pesar de todo, es muy probable que la transfobia haga acto de presencia, prepara previamente a tus ponentes, tanto para que tengan especial cuidado como para que reciban de buen grado cualquier respetuoso toque de atención público.
4-como no te representas solo a ti misma, ni siquiera solo a la Escuela, sino en gran medida a todo el radfem, pide disculpas. Tu movimiento está formado por sujetos individuales, y entre ellas hay transinclusivas, tránsfobas y muy tránsfobas, como en todas partes. Es de suponer que el radfeminismo ha sido utilizado por algunas de estas personas para dar rienda suelta a su transfobia, o que se ha utilizado la transfobia para obtener victorias radfem de manera ilegítima. Reconócelo, incluso aunque no te conste.

¿Qué sucede, entonces, para que el uso de un arma tan poderosa como Rosario de Acuña haya producido resultados tan dudosamente beneficiosos? De eso es de lo que me gustaría que tratara este texto. Pero no tengo respuesta.

Tengo, sin embargo, algunas preguntas que considero necesarias para encontrar esas respuestas y que quizás otras personas mejor informadas puedan recoger.

La primera es qué criterio se está empleando para seleccionar a las ponentes jóvenes. ¿Es posible que a oídos de quienes deben realizar esa selección no hayan llegado sus hazañas? ¿Qué eficacia comunicativa se espera de dar semejante altavoz a personas que son bien conocidas en redes sociales por el uso de una violencia chabacana, arbitraria y ajena a los objetivos de la agenda política del feminismo? ¿Cuál es el valor que compensa los riesgos generados por su presencia? En términos de brillantez hemos constatado que ninguno. ¿Se trata de la especificidad de su discurso? Anna Prats nos contó, precisamente, los entresijos del conflicto en los espacios activistas, especialmente en redes. Si hubiera incluido un mínimo de autocrítica tal vez su aportación habría podido considerarse necesaria. Pero, ¿Elena de la Vara dándonos su opinión sobre el papel del género en la historia del feminismo? Su presencia no es solo un misterio, sino sobre todo una muy imprudente provocación que lanza el mensaje de que la Escuela es ciega a la transfobia si esta llega de la mano de una de sus cachorras.

Soy un ignorante en cuanto a práctica política y política académica, y me cuesta entender de qué modo son estas presencias, o cualesquiera otras similares, rentables, no a la Escuela o al feminismo, que no pueden serlo, sino a cualquiera de sus organizadoras. Me resisto a pensar que hay precios que pagar, de arriba abajo, tan caros a la lucha. Y me resisto a pensar que no hay otras personas más indicadas, sino que estas que, como bien puede apreciar quien tenga tragaderas para escuchar algunas partes de sus ponencias, destacan sobre todo en aquello que el feminismo liberal necesita que destaquen, sean las estrellas emergentes del feminismo.

Otra pregunta es, precisamente, si no existe comunicación entre generaciones. Algunas de las personas que llevamos un tiempo con cierto dinamismo en redes sociales apreciamos una diferencia cualitativa manifiesta entre las feministas radicales, o abolicionistas, veteranas, y la generación que se ha dado a conocer a través de twitter y facebook y que ha utilizado estas plataformas para erigirse en la imagen del joven feminismo radical. A algunas de estas personas nos resulta inverosímil que se pase de una a otra categoría sin solución de continuidad, como si el nuevo currículum necesario para ser una feminista de referencia fuera el número de memes hirientes diseñados mediante producción industrial o la cantidad de gente que te ha bloqueado porque ha llegado a sentirse acosada por ti. ¿Es de verdad posible esta ceguera? ¿Y cómo se explica la nuestra ante sus verdaderos méritos, que las veteranas parecen econtrar con tanta facilidad?

La última pregunta tiene que ver con el sentido general de la lucha feminista y el papel que el conflicto con el colectivo de mujeres trans está desempeñando en ella. Me extrañaría mucho que las intelectuales más expertas, formadas y actualizadas no estén teniendo presente cómo la lucha por la abolición de la prostitución se ha transfigurado milagrosamente en un cortísimo espacio de tiempo en una lucha entre mujeres trans y feministas radicales. Me asombraría que no entendieran esta batalla como una más de las guerras del sexo que el feminismo viene librando desde los años ochenta contra la tentación neoliberal del empoderamiento individual a través de la complicidad con el opresor, y como un desplazamiento del conflicto a un espacio en el que el enemigo dispone de una significativa ventaja.

Pero, si es así, si lo ven, entonces, ¿qué sentido tiene entrar con todos los recursos en esa batalla, y entrar en ella, además, a sangre y fuego? Si ya es difícil evitar que las victorias sobre los proxenetas y puteros sean presentadas por estos como victorias sobre las putas, ¿cómo esperan evitar que las victorias sobre el activismo trans, por más justas que algunas de ellas sean, no se conviertan en la tumba del abolicionismo, señalado por toda la sociedad como sanguinaria jauría de mujeres privilegiadas ensañadas sobre un colectivo históricamente vulnerable y desfavorecido que solo pide ser tratado según el género elegido? ¿Es tan poderoso el contexto como para generar esta ilusión de invulnerabilidad? ¿Tanto se dora la píldora en Rosario de Acuña? ¿Tan invencible parece el PSOE?

Esta pregunta me devuelve a la primera. ¿Es quizás el ímpetu de la juventud lo que está distorsionando la percepción de la realidad de las académicas? ¿Son los cafés compartidos entre bromas, las cuitas personales machaconamente repetidas, las pequeñas venganzas pedidas por favor a las grandes piezas del tablero, la ilusión de la renovación del movimiento…? En una palabra, ¿están las académicas, en algunos casos, accediendo al conflicto del que nos hablan a través de sus corrompidas jóvenes señoras de la guerra locales?

Si es así solo nos quedan dos esperanzas. Y digo “esperanzas” porque de no hacer nada es posible que el futuro del feminismo esté irrevocablemente en manos de un libfem que va a tener en la nueva generación de feministas radicales a una adversaria centrada más en su identidad femenina que feminista, en sus inquietudes personales que políticas, y en el enemigo con quien se acuestan por la noche que en el que combaten por el día. Esa adversaria, lo estamos viendo, es muy torpe, y va a ser muy fácil de vencer.

La primera esperanza es que las académicas, las veteranas, las maestras, se den cuenta, más pronto que tarde, de qué tipo de herederas están acunando en algunas de sus camadas. La otra es actuar desde abajo, y que el feminismo de base se revuelva contra algunas de sus autodesignadas nuevas representantes, las señale y las sustituya. Ya ha habido casos, lo sabemos, de feministas radicales erigidas en líderes en redes que han sido apartadas por el activismo de base debido a lo que primero parecía fuerte carácter luchador y acabó revelándose como despotismo ególatra indiscriminado sin respeto por la causa común. Se ha dicho muchas veces que hay que perdonar esos pequeños defectos en favor de la lucha. Pero en Rosario de Acuña hemos visto, si es que no lo habíamos visto antes, que el poder tiene consecuencias, y que dar poder a quien no va a hacer uso responsable de él es una amenaza para el colectivo al que representa.

Pero, y, ¿entonces? ¿Qué pasa con el género, y con las identidades, y con el cuir, y con las mujeres trans?

Creo, francamente, que la cuestión no está ahí, y que se ha desplazado ahí, y se ha anudado, y se ha enrevesado ahí a base de ignorar la verdadera cuestión. La idea de superar el género es correcta, da igual si vamos a reducir la diferencia sexual a una relevancia cultural del 5, del 1 o del 0%. También da igual si lo llamamos género o sexo, porque llamándolo de un modo u otro tenemos la obligación de distinguir entre lo cultural, que es todo lo relevante y sobre lo que actuamos y con respecto a lo que luchamos, y cualquier otra cosa, que debe llegar a ser irrelevante. La diferencia de genitales, como la diferencia de epidermis, o de altura, o de edad, debe dejar de conllevar no solo diferencias políticas, sino diferencias sociales y de rol que faciliten la diferenciación susceptible de traducirse de nuevo en diferencias políticas y micropolíticas.

La rebiologización del sujeto “mujer” es una reacción defensiva que cae en la trampa a la que el libfem identitario ha empujado al feminismo. Ante el impulso y la urgencia, la categoría “mujer” se refugia en el viejo grosero concepto genital. Ante el constante desprecio que parte del activismo trans proyecta sobre la vagina, el radfem se reapropia de la injuria identificándose con la vagina: “Qué otra cosa somos, sino hembras?”.

Es necesario recordar que las mujeres no son hembras, porque el patriarcado no es un producto biológico. Las mujeres no son lo que la naturaleza determine, sino lo que el patriarcado diga que son; son mujeres, por tanto, aquellas personas a las que el patriarcado designe como objeto de su explotación, y en la medida, diferenciada, en la que el patriarcado las explota. El patriarcado se escuda para ello en una ley biológica, pero esa ley no es ley para el opresor, sino solo para la oprimida. Es la designada mujer la que, por ley biológica, no puede escapar a su condición de mujer. 
El hombre, sin embargo, puede feminizar y designar “mujer” a pesar de la ley que a sí mismo se impone, porque para el opresor no hay ley. Es el hombre el que dice: “Hagas lo que hagas solo puedes ser una vagina que desea una polla”, desde el aparente respeto a la ley, y el que la transgrede diciendo: “Eres una falsa polla que desea una polla verdadera”.

Esto es algo que ya sabíamos. ¿Por qué ahora nos encontramos desconcertadxs ante la emergencia de sofisticados discursos sobre el sexo-género, ya no solo desde el lado del feminismo liberal, sino también del radical?

Pues porque ambos, no solo el liberal, han renunciado a la deconstrucción del sexo. Cuando era evidente que el feminismo liberal se había acomodado en las identidades diversas como nichos de poder desde los que beneficiarse del régimen heterosexual la respuesta evidente era catalogar al discurso queer como “postmoderno”. ¿Cómo avanzaba el queer hacia el fin del género? De una manera muy compleja que él sabía explicar pero que ni sus seguidores entendían. Es decir, de ninguna manera, y disimulando su inmovilismo tras una nube de discurso. Ahora la nube se ha extendido también a la reserva espiritual de la lucha contra el género. Cuando unas avanzan y las otras no es fácil distinguir al grupo correcto a partir de la exposición de su estrategia. Cuando ninguna de la dos avanza la distinción de quién se acerca un milímetro más al objetivo es casi imposible, coyuntural, subjetiva…

Si el queer regalaba los nichos identitarios intergenéricos como puestos de caza desde lo que apuntar a la presa de género que pasara por ahí, ahora algunas jóvenes feministas radicales nos vuelven a hablar de feminidad legítima y de la irreductibilidad de la sensibilidad de la mujer, y de los anhelos propios de su sexo. Y citan para ello a El Segundo Sexo. Es una lástima que no recuerden también este párrafo que, si bien a mi juicio es injustamente equidistante, nos invita a una suspicacia muy saludablemente feminista contra los resurgimientos de la feminidad:

“La disputa durará mientras los hombres y las mujeres no se reconozcan como semejantes, es decir, mientras se perpetúe la feminidad como tal. ¿Cuál de los dos se obstina más en mantenerla? La mujer que se libera quiere conservar no obstante sus prerrogativas; y el hombre exige que entonces asuma sus limitaciones”.

Pero mucho mejor de lo que pueda explicarlo yo lo hacen Guerra Palmero, Rodríguez Magda, la propia Miyares, a pesar de sus salidas de tono y, por supuesto, Valcárcel, en la Escuela Feminista Rosario de Acuña 2019.




miércoles, 26 de junio de 2019

Neoliberalismo relacional: el mercado lo es todo.


Como me parece útil que dispongamos de él como herramienta de análisis, dejo aquí un esbozo de las ideas generales que expuse el sábado 21 en el CS La Ingobernable, en nuestro encuentro mensual Agamia3D, sobre el concepto de NEOLIBERALISMO RELACIONAL.

-el concepto NEOLIBERALISMO RELACIONAL es consistente con el NEOLIBERALISMO SEXUAL expuesto por Ana de Miguel en su libro homónimo. La diferencia entre ambos sería el lugar asignado al patriarcado. Mientras que para el neoliberalismo sexual es el sexo el lugar en el que el patriarcado se expresa y que resulta por lo tanto más susceptible de neoliberalizarse, para el neoliberalismo relacional sexo y amor son conceptos solidarios, estableciendo un continuo relacional, todo él patriarcal y todo él susceptible de ser reorganizado mediante estructuras neoliberales.

-propongo el concepto de NEOLIBERALISMO RELACIONAL para designar una CULTURA RELACIONAL. El neoliberalismo relacional no sería un modelo relacional, ni una tendencia, ni una práctica concreta, sino la fase histórica que sucede a la de la MONOGAMIA CLÁSICA INDISOLUBLE, y a la que llegamos a través de la fase histórica presente, correspondiente a la cultura de la MONOGAMIA SECUENCIAL, a la que podemos considerar una fase de TRANSICIÓN.

-así, el NEOLIBERALISMO RELACIONAL no sería, tampoco, la descripción del presente, sino una distopía esquemática, perfecta y perfectamente convergente con el neoliberalismo económico, un ARQUETIPO que utilizamos de referencia para entender la dirección en la que evoluciona nuestra cultura relacional. Nuestro presente apuntaría hacia el neoliberalismo relacional, y estaríamos asistiendo a su expresión solo parcial y fragmentaria, pero cada vez más completa.

-el NEOLIBERALISMO RELACIONAL se caracteriza por la eliminación de la FASE DE USO de las relaciones, siendo esta fase ocupada por el espíritu de la FASE DE CAMBIO. Mientras que para la monogamia clásica las relaciones son un bien de consumo que debe pasar un periodo en el mercado, tras el cual la relación es adquirida y entra en una fase de uso que constituye su finalidad última, en el neoliberalismo relacional las relaciones se acortan primero y se multiplican después, no llegando los sujetos a escapar nunca del mercado, de modo que el uso de las relaciones es un uso de cara a la conservación de la competitividad en el mercado. Así, el fenómeno transformador no sería la exacerbación del mercado, su crecimiento cuantitativo, sino el cambio en la relación mercado/no mercado en favor del primero mediante la ocupación completa del segundo, es decir, la desaparición del espacio de uso que conlleva la permanencia constante de los sujetos en el mercado. Es la carencia del uso y la de la posibilidad de comparar el uso con el mercado lo que caracterizaría a la etapa histórica correspondiente al neoliberalismo relacional. Los sujetos estarían casados, de manera “indisoluble”, con el mercado. En esto consistiría el amor al amor y de aquí nacería su defensa a ultranza.

-el AMOR es la herramienta que engrasa el mercado relacional, y que permite la extensión del mercado a todo el espacio y todos los momentos relacionales. Allí donde llega el amor desaparece cualquier tipo de limitación moral. Gracias al amor las relaciones son un mercado plenamente libre donde ninguna ley puede restringir el flujo comercial.
-la CRÍTICA AL AMOR ROMÁNTICO sustituye la moral de la monogamia indisoluble por la moral de la monogamia secuencial, agilizando el mercado relacional y reduciendo los aranceles en una línea temporal monógama. las NO MONOGAMIAS ÉTICAS aportan alternativas morales amorosas que rompen las barreras del mercado monógamo. Tanto la crítica al amor romántico como las no monogamias éticas son pseudorregulaciones cuya vocación no es sustituir un modelo injusto por uno justo, sino aumentar la libertad del mercado. Cada vez que una de estas morales, es decir, una de estas libertades, entra en escena, lo hace defendiendo su superioridad moral frente a la moral precedente. Una vez que la moral es asimilada, ella misma pasa a defender la legitimidad tanto de sí misma como del resto de las morales anteriores, constituyendo así solo un aumento de libertades mediante morales teóricamente incompatibles que no colisionan en la práctica. Si el poliamor es la precarización de la vida relacional (la acumulación de relaciones tiene como resultado una reducción neta de mis recursos relacionales) la anarquía relacional es su uberización (para sobrevivir relacionalmente debo introducir en el mercado gámico el espacio no gámico de la amistad haciéndolo caer bajo su moral competitiva gámica y reduciendo aún más mis recursos a medio plazo).

DOS EJEMPLOS.

-los modelos monógamos siempre han entendido que existe algún tipo de compromiso de apropiación sexual y relacional en el gamos, de modo que el cambio de pareja, cambio de gamos, constituye una traición al gamos, más grave cuanto más ligero y cortoplacista es dicho cambio. Quien dice “te amo” adquiere, según la monogamia, un considerable compromiso al que debe atenerse.
Bajo los preceptos del neoliberalismo relacional el cambio de compañerx sexual no se supedita a lealtad alguna, sino que todas los cambios van acompañados de la legitimación de la variabilidad del amor. Decir “te amo” no implica ya un compromiso ni tan siquiera a corto plazo, sino solo un ornamento del disfrute del presente que será reutilizado sin consecuencias en el cambio de relación. Todos los cambios de pareja son legítimos en el neoliberalismo relacional, y la forma de presentar su legitimidad es el llamarlos “amor”.

-existe, cada vez más, una cierta condena al abandono en el que caen las relaciones no amorosas cada vez que aparece una relación amorosa. Hemos entendido hasta ahora que la amistad tenía un conjunto último de derechos que no podía ser conculcado por el amor. Lo que se le hacía a la antigua pareja al abandonarla por la nueva pareja no podía hacérsele a lxs amigxs.
En virtud de la nueva ley anarcorrelacional las amistades adquieren la misma jerarquía que los amores. Esta supuesta dignificación de la amistad nos ofrece un horizonte menos esperanzador de lo que parece. Ahora que todas las relaciones son amores, todas pueden ser abandonadas por igual ante el surgimiento de un nueva relación. Ya no eres mi amigx; ahora eres mi amor. Por eso te dejo.



lunes, 27 de mayo de 2019

El problema no es el sexismo. Son los dragones.


Hace unos días, y tras habernos salvado por los pelos de un gobierno del Estado en España sostenido por un partido de extrema derecha, escribí en Facebook que tratar una serie de mierda como si fuera alta cultura también alimenta el fascismo, y la cosa no sentó bien. Se me tachó, por supuesto, de elitista.

Siempre me ha parecido que perder el sentido crítico hacia la cultura es algo que la izquierda, es decir, la sociedad, no se puede permitir si aspira al poder político. Una generación sin referentes culturales es una generación sin herramientas para el pensamiento estructurado y profundo, es decir, una generación manipulable que será manipulada. Y me ha parecido desde hace tiempo que el neoliberalismo ha logrado implantar un poderoso relativismo cultural que ha eclipsado la antigua distinción entre cultura popular sin pretensiones y alta cultura elitista y pedante. Pero con la excusa de la reivindicación de la dignidad popular y la crítica a la pedantería elitista hemos perdido la distinción cultural entre lo bueno y lo malo, regalándole la última palabra al mercado. Para que la cultura no nos ofenda con su clasismo le hemos dado la espalda. Hemos hecho, por lo tanto, el peor de los negocios. ¿En qué consiste desarrollar nuestra cultura? Ya no lo sabemos.

Hoy, que es un día aciago para Madrid, me parece también uno adecuado para reflexionar sobre cómo esta ausencia de criterio cultural mina nuestro desarrollo como sociedad y nuestra cultura política. Creo que Juego de Tronos es el ejemplo perfecto de un producto mediocre que adquiere la categoría de referente cultural incontrovertible gracias a la deslegitimación padecida por todos los criterios de calidad desde hace décadas. Sabemos que algún líder de izquierdas ha hecho repetidamente el ridículo recomendándolo a troche y moche como si de una clase magistral de política se tratara y validando con ello la posición de la serie en el canon audiovisual contemporáneo. Felipe González fue (y es) un personaje siniestro que hizo (y sigue haciendo) muchas cosas mal, pero no nos lo imaginamos recomendando Falcon Crest por las televisiones porque fuera una serie donde podía aprenderse de política. Lo que cogerá desprevenidxs a muchxs es saber que de Juego de Tronos no puede extraerse más reflexión política que de Falcon Crest. Se ha insistido en que la política es el contenido de peso de Juego de Tronos, y que su éxito en el fondo se debe a su fuerte carga política. Mi opinión es que el éxito de Juego de Tronos se debe a causas muy distintas, y que creer que estamos viendo una serie de contenido político o de calidad artística despolitiza a la sociedad y alimenta, por consiguiente, el fascismo. El caso de Juego de Tronos tiene una particularidad, y es que incide de manera especialmente dramática sobre el feminismo y, por lo tanto, sobre la despolitización del feminismo.

Intentaré persuadir de ello.

Durante la celebración de la muerte del Señor de la Noche, Sir Sandor Clegane, “El Perro”, se muestra, como siempre, taciturno y esquivo. Ni siquiera la victoria de las victorias logra arrancar una sonrisa a este personaje atormentado para siempre por una infancia torturante al lado de su hermano psicópata.

Una prostituta se le insinúa, entonces, pero él la rechaza con desprecio. Si algo sabe Sir Sandor es que el afecto leal y verdadero no es fácil de obtener, y el que puede ofrecer una puta es más falso y efímero que ningún otro. “Podría haberte hecho feliz”, le anima con cariño Sansa, su Reina en el Norte.

Es uno de los momentos de dramatismo más amargo de la serie, porque comprendemos en él que este personaje a veces despreciable, a veces noble, que oculta su herida sensibilidad tras una correosa coraza de escepticismo, no encontrará jamás la paz.
Y sin embargo no es la alegría, sino la sorpresa, lo que más se echa de menos en la secuencia. A pesar de la devastación llevada a cabo por el Señor de la Noche y su dragón poseído; a pesar de esas escenas en las que veíamos a los últimos héroes y heroínas representar el advenimiento definitivo del holocausto zombi al defenderse ya solxs contra enjambres de muertxs; a pesar de que solo un giro in extremis evitó que la historia diera ese último pequeñísimo paso que la separaba ya de la representación del exterminio de la humanidad, hay algo con lo que el Señor de la Noche parece que estuvo aún inesperadamente lejos de acabar: las putas.

Hagamos un pequeño esfuerzo de empatía: hace pocas horas ibas a ser asesinada por un ejército de cadáveres. Con tu muerte terminaría, además, el mundo tal y como lo conoces. Pero os habéis salvado, el mundo y tú. Es un milagro. Es lo más grande y feliz que te ha sucedido jamás. ¿Tu celebración? Volver inmediatamente al servicio de chupar pollas y de ser despreciada por ello. No eres una persona ni un personaje, sino parte del entorno natural que completa a quienes sí lo son. Eres una prostituta. Eres una mujer.

Juego de Tronos ha sido así desde el primer minuto, y se ha conservado así hasta el último. Se ha dicho que el sexismo de la serie era más que evidente: era impúdico. Y, sin embargo, ha triunfado en todas partes, entre todas las sensibilidades ideológicas, incluido el feminismo.

¿Cómo ha obtenido este salvoconducto? ¿Con qué nos ha callado la boca Juego de Tronos? ¿Qué nos ha dado a cambio de que nos hayamos pasado ocho temporadas mirando para otro lado? ¿Qué ha logrado que nos sentemos todxs, amigxs y enemigxs, a la misma mesa? ¿Habrá sido su extraordinaria calidad como obra de arte? No. ¿Entonces?

El placer.
Y fue así desde la primera secuencia. Juego de Tronos no ocultó jamás sus cartas, así que no tenemos excusa. Lo primero que se nos mostró fue la combinación que, de momento, permanece infalible como generadora de expectativas favorables y fidelidades audiovisuales capaces de sobreponerse a cualquier presentación tediosa: fantasía y terror. Unas cuantas espadas mugrientas que evoquen un mundo donde la magia gana verosimilitud sumadas a un crimen de violencia insoportable. Si se empieza con eso la gran mayoría de la audiencia aguantará, se cuente después lo que se cuente, hasta el próximo capítulo; hasta el próximo crimen o hasta el próximo hechizo. Mientras tanto se presentarán o insinuarán mitos que generen en lxs espectadorxs el anhelo de algo más dulce, más fácil, más infantil, más seguro. Y un día, a quienes hayan aguantado se les premiará con la aparición justificada de tres dragones. Adiós espectadorxs críticos. Hola, audiencia fidelizada.

Otra secuencia. En su antepenúltima aparición tras muchos capítulos ausente, Bronn, ese superviviente vividor y alegre con el que nos identificamos todxs, es interrumpido por un emisario de la Reina que reclama su presencia para encargarle el asesinato de dos de sus, de él, amigos. Lo que le interrumpe es, por supuesto, una orgía con prostitutas, pues esa es su actividad por defecto.

Sabemos que la ética de Bronn es la falta de ética, y que su nobleza y previsibilidad propias están depositadas ahí. Bronn, como Juego de Tronos, no es un traidor, sino todo lo contrario: es un personaje leal a una moral que no oculta y en función de la cual todo el mundo puede tratar con él con la mayor campechanía y cordialidad. Su único principio es hacer aquello que es mejor para él. Mientras seas buenx para Bronn él lo será para ti, porque carece por completo de mala voluntad. Jamás te procurará un daño por el gusto de procurártelo, por una herida interna, por una amargura, por un rencor. Solo lo mueve el interés personal más transparente y saludable. Por eso, cuando la Reina le encarga la muerte de sus dos, de él, amigos, a un precio que no puede rechazar, él se apresta inmediatamente.

Su siguiente aparición es esa tan graciosa en la que los dos amigos improvisan una mejor oferta mientras Bronn les apunta con una ballesta. Lo divertido de la escena es esa nobleza, esa coherencia, esa obligación de seguir un juego cuyas reglas sabíamos pero que no hemos previsto con la claridad con la que es capaz de hacerlo quien vive inmerso en ellas. Los amigos se salvan, porque uno de ellos es muy listo y tiene mucho que ofrecer, y todo acaba en un susto que no sirve ni por asomo para cuestionar la nobleza de Bronn ni la sinceridad de su amistad.

Todo esto lo cuento porque cuando todo es ya feliz y el Reino ha renacido de la mano del sabia y democráticamente designado Bran el Tullido, Bronn está sentado a la mesa de gobierno, nombrado uno de los tres consejeros del Rey; el de la moneda, concretamente. Bronn ha sido considerado, parece ser, una edificante influencia para la política de Poniente. Y lo que más nos divierte de esta escena es que, de todas las cosas que en Desembarco necesitan ser atendidas tras la furia de Daenerys, Bronn considera, como si se tratara de un guionista de Juego de Tronos que se enfrenta a una nueva temporada, que lo más importante son los burdeles. Así comienza, por lo tanto, la nueva era: reconstruyendo su civilización desde sus pilares más básicos. Nada que no hayamos visto a lo largo de cada minuto de la serie. Solo que esta vez el descaro es tan extremo que nos invita a pensar en una audiencia definitivamente abotargada.

La furia de Daenerys.
No conozco a nadie que no haya escrito sobre esta secuencia. Y no recuerdo a nadie que no haya elegido entre reprochar a la serie el haber traicionado el espíritu altruista de su personaje político central o alinearse con Daenerys como representación de la ira incontenible y justa de las mujeres. En ambos casos la secuencia es juzgada como incoherente y fallida. Se diría que la gente se ha sentido traicionada, o por lo que ha hecho Daenerys o por lo que se ha hecho de Daenerys. Parece que todo el mundo confiaba en Daenerys.

Estoy muy a favor de esa secuencia y es, sin duda, mi secuencia favorita de toda la serie. Creo que, tras verla, estuve casi una semana sin criticar Juego de Tronos. He pasado, eso sí, mis bochornos leyendo a voces influyentes, como Irantzu Varela, elegir a su nuevo personaje femenino favorito, como si ese personaje fuera una persona, y no el resultado del trabajo de los mismos que crearon a Daenerys y su inolvidable genocidio. Ella se ha quedado con Sansa, por diversas razones, por ejemplo cómo ha convertido las violaciones sufridas en motivación para la sororidad. Sansa es, recuerdo, esa que animaba a El Perro a “ser feliz” violando a una puta pocas horas después de que esa misma puta hubiera estado a punto de ser asesinada por una horda de cadáveres enloquecidos.

La secuencia de la furia de Daenerys me conmueve por su franqueza. Desde el principio resultó evidente que el personaje no era, ni este ni ningún otro, un referente feminista. En Juego de Tronos las mujeres están representando cuota, y reciben atributos y poder al azar allí donde su condición de mujer no incomoda demasiado al desarrollo de la historia o emerge la necesidad de reconciliación con la audiencia femenina: por cada personaje femenino maltratado, violado o humillado, una nueva reina. Juego de Tronos es uno de esos productos culturales que resultan aparentemente vanguardistas en cuanto al papel de las mujeres solo y exclusivamente porque intentan adaptarse al signo de los tiempos. Satisfacer a los hombres y a las mujeres desde sus intereses enfrentados se ha realizado en la serie mediante la fórmula femdom de significar a las mujeres para violarlas con más placer. Los supuestos grandes personajes femeninos emancipados, como Brienne o Arya, son caricaturas de feminidad frustrada que la última temporada ha tratado con crueldad. Las otras, las verdaderamente femeninas, lo pagan siempre. Daenerys es otra caricatura, pero en este caso la de la feminidad triunfante, incombustible, muy mujer y a la vez muy políticamente igual a los hombres. Esa feminidad triunfante es la que ha servido de atrapamoscas para muchas sensibilidades feministas, y en ella han quedado pegadas tanto a las lacras de la feminidad preservada como a los estigmas de la mujer poderosa. Daenerys, es decir, el feminismo triunfante según la mirada de los guionistas de Juego de Tronos, con todo su discurso emancipador y sus grandes gestos políticos, no es más que una loca peligrosa con delirios de grandeza, y su reinado no puede ser otra cosa que un nuevo y desconocido nivel de terror. Frente a ella Jon es el representante de la legitimidad moral, el Rey por defecto, el que todo el mundo querría si hubiera elecciones, porque España, se nos dice, y cualquier sociedad, en realidad, es de centro. Frente a Daenerys, cuya conducta, como en el caso de Cersei, es pura traslación de lo personal a lo político, pura emergencia del carácter y por lo tanto, en el fondo, pura inestabilidad, Jon es pura política de la carencia de lo personal y, por lo tanto, pura estabilidad. Nada malo cabe esperar de Jon, porque Jon, más que Jon Nieve, es Jon Nadie. Jon está ahí como la sal de la tierra, como los valores profundos y sencillos, siempre reconocibles. Jon no te puede fallar, porque no hay ningún Jon. Jon es el ser humano mismo y su bondad natural. Juego de Tronos es la epopeya individual del más vacío de sus personajes, narrada por Tyrion, su alter ego.

Por eso pensé siempre que la historia elegiría entre dos soluciones igual de mezquinas: o un desplazamiento discreto del peso del poder hacia Jon Nieve, haciendo confluir por fin sobre él la legitimidad y el poder, o un triunfo total de Daenerys que tuviera como resultado un gobierno del bien, infantilizado y políticamente trivial, como expresión misógina de la condición de mujer.

Y por eso el ataque de sinceridad me ha sorprendido tan gratamente. Harto de Darth Vaders o Jaimes Lannister cuyo buen fondo se nos mete con calzador en cuanto su encarnación de la maldad nos resulta interesante o atractiva, he agradecido el paso del bien al mal sin fisuras, sin miedo a reconocer el desprecio hacia lo que el personaje representa. Daenerys a lomos de su dragón y arrasando el mundo es la imagen que para los guionistas tiene la mujer poderosa, que será siempre demasiado poderosa, no por su poder interior, su fuerza de voluntad o su autocuidado, sino poderosa porque acumula mil veces más poder, y puede acabar contigo con el movimiento de un dedo, del mismo modo que los hombres han podido siempre. Es el mal injustificable que, por serlo, da sentido y presencia a la misoginia de la que rebosa la serie. Es el enemigo desatado contra el que, ahora sí, puede despertar la audiencia feminista y, con un poco de suerte, evitar la adopción de otro peluche favorito. Daeerys ha sido siempre una feminazi, pero ahora lo es abiertamente, y es ahora, por ello, cuando se libera nuestra capacidad para reapropiárnosla. Si algo hay que agradecerle a Juego de Tronos es el trauma de ver que Daenerys, nuestra gran esperanza, es, en realidad, una iluminada demente. Pocas generaciones podrán compartir una experiencia común tan universal de las nefastas consecuencias de equivocar el referente.

Pero es posible que eso no sea suficiente, porque quedan los dragones. Eso es lo que realmente necesitamos aprender: no hemos sido capaces de resistirnos a la misoginia cuando esta ha llegado montada sobre dragones. Independientemente de cual sea la razón por la que los dragones nos provocan placer, el problema de los dragones es, precisamente, que nos provocan placer, y no sabemos que disponemos de una capacidad de resistirnos al placer que conlleva la responsabilidad de resistirnos al placer allí donde el placer no sea legítimo. Resistirnos al placer es, además, algo que hacemos en favor de un bien mayor, de modo que el placer al que nos resistimos es, normalmente, aparente, y solo triunfa sobre nuestra voluntad por su proximidad. Dejarnos llevar por él es, en realidad, una reducción de placer.

Pero estamos lejos de distinguir la calidad de un producto cultural del placer que nos provoca. Hemos aprendido activamente a identificar ambas cosas y a guiarnos, como en el amor, por la brújula única del placer inmediato. Pasó el tiempo en el que se hablaba del remordimiento de consumir un mal producto cultural. Hoy el producto es bueno si existe deseo de consumirlo. Lo que en otro tiempo fue el conflicto intelectual entre la crítica pedante favorable hacia un producto cultural y nuestra incomprensión o nuestra crítica a la crítica, hoy se tiene lugar entre nuestro deseo de consumirlo, que conlleva una atribución espontánea de calidad, y la decepción que la obra nos produce. “Tengo que verla otra vez”, nos decimos ante la perplejidad de que no nos haya gustado el nuevo episodio de Star Wars, como si el deseo primero fuera incontrovertible.

Así, el método para sobreponerse a un bloqueo por razones ideológicas es ofrecer un placer fácil y evidente: habrá machismo a raudales, pero habrá dragones, y si eres feminista, pero te gustan los dragones, el dilema en términos morales queda resuelto, porque el placer es en sí mismo moral, se solapa a lo moral y es síntoma de moralidad. El placer que me provoquen los dragones se entiende como el sumatorio de todos mis juicios morales. Mi placer es el indicador de la calidad moral de la historia que se me cuenta. No es algo nuevo. Siempre ha existido el chantaje por placer. Lo verdaderamente nuevo es que nos hemos olvidado de su posibilidad. Si hay dragones es mi revolución.

Y, mientras tanto, mientras nosotrxs dejábamos pasar con la misma generosidad la falta de calidad narrativa y los evidentes conflictos morales a cambio de nuestra dosis de dragones, el enemigo político disfrutaba con el espectáculo de la violencia sexual. Como acertadísimamente dijo Jason Momoa: “Es genial trabajar en una serie como Juego de Tronos, porque puedes violar a mujeres hermosas”.

Quiero mencionar una secuencia más. Se trata, no por casualidad, del desenlace político: la coronación de Bran. Si nada en esa secuencia os llamó la atención en su momento repasadla ahora. Es el gran triunfo del feminismo: al igual que la democracia propuesta por Samwell, la guerra solo ha tenido como resultado un progreso parcial. No habrá urnas por los pueblos, pero tampoco se heredará el trono. No habrá matriarcado Targaryen, pero el Rey no será un paradigma de virilidad, las mujeres están mucho más representadas, con Brienne, Arya y Yara, y habrá una Reina en el Norte. Casi el Consejo de Ministras de Pedro Sánchez. La lucha ha sido dura y se ha perdido a muchos grandes personajes femeninos por el camino, de modo que podemos darnos por satisfechxs.
Pero, ¿es esta configuración la representación de una sensibilidad feminista que se adelanta a su tiempo, o justo lo contrario, aquello con lo que no se puede dejar de comulgar si no se quiere arriesgar el éxito del producto?

Recordad la composición de personajes de nuevo. Volved a mirar. También está Bran, y Davos, y el tío tonto Stark, y Tyrion, por supuesto. Empate. Paridad.
Y luego están el resto. Todos esos actores casi extras que han tenido el honor de representar por un día al señor de alguno de los otros reinos. Actores todos, sí. Todos tíos. ¿Por qué? Sencillísimo: para estar en ese consejo, si eres mujer, tendrás que haber vivido la puñetera serie completa. Eso es lo único que te otorgará los méritos suficientes. Porque aunque lo que se ha contado es una historia donde los personajes emergían en proporciones igualitarias y entendíamos, por tanto, que la historia la hacían tanto mujeres como hombres, cuando de lo que se trata es de representar el contexto se sobreentiende que las mujeres no tienen papel, o que solo lo tienen si son excepcionales. El mensaje, expresado de otro modo, es que estamos, en ese plano, ante todas las mujeres realmente excepcionales de Poniente y son, literalmente, cuatro. Ya se ve que cuando una mujer se lo gana obtiene una silla. Las otras están ocupadas por hombres, porque ninguna mujer se lo ha ganado. O dicho de otro modo más: todo aquello que no está especificado en las cuotas es para los hombres. Paridad en la superficie, patriarcado en todo lo demás.

Algo tan grande y evidente que solo puede ser ocultado por un dragón.


lunes, 6 de mayo de 2019

Taller: EXPERIENCIAS RELACIONALES



Os presento la Segunda Edición de este taller, que tan interesante resultó el año pasado en su edición primera.

Su objetivo es establecer un espacio de diálogo completamente práctico en el que poder contrastar y poner en común nuestras experiencias, a la vez que las comparamos con nuestras propuestas teóricas, buscando, tanto en la teoría como en la práctica, medios para mejorar cada vez más nuestra vida como personas ágamas o interesadas en la agamia.

El año pasado nuestras sesiones se centraron en relatos de experiencias no monógamas que provenían de fuera del grupo.

Este año nos centraremos en nuestras propias experiencias, y seremos sobre todo nosotrxs mismxs quienes aportaremos el material sobre el que reflexionar. Podremos así dar un salto cualitativo en cuanto a nuestra práctica relacional, superando los bloqueos a los que a veces nos conducen el análisis individual y el enfrentamiento en solitario a los textos teóricos.

¡Es nuestra oportunidad de avanzar!


¿QUÉ TE APORTARÁ ESTE TALLER?

1 - La oportunidad de exponer tus experiencias relacionales dentro de un grupo de personas ágamas o conocedoras de la agamia y positivamente dispuestas hacia ella.

2 - La oportunidad de conocer otras experiencias, y de ver cómo otras personas llevan a la práctica la agamia o aplican ideas ágamas a otros enfoques relacionales.

3 - La oportunidad de analizar estas experiencias y reflexionar en torno a ellas de manera colectiva en un ambiente autocrítico y evolutivo a la vez que distendido y amistoso.

4 - Conocer y relacionarte con otras personas ágamas.

5 - Estrategias de orientación relacional que iré introduciendo paulatinamente para ayudar a profundizar en los significados más complejos de nuestras experiencias relacionales y a encontrar el mejor camino para actuar en ellas.

Consciente de que no todo el mundo puede costear otros servicios de orientación y formación relacional, como sesiones personales y cursos, he decidido hacer este taller económicamente muy accesible, de modo que prácticamente cualquier persona pueda disfrutar y beneficiarse de alguna forma de orientación y formación relacional.

Por lo tanto, las sesiones, que serán mayoritariamente por videoconferencia y excepcionalmente presenciales en Madrid, y cuya duración aproximada será cercana a las dos horas, tendrán un precio de 5€ por sesión (20€ el abono de 5 sesiones). 

Para participar o pedir más información:

contraelamor@gmail.com
info@agamia.es
contraelamor en facebook
Israel Sánchez en facebook

¡Os animo a participar y a crecer relacionalmente juntxs!

jueves, 21 de febrero de 2019

poliamor, ética, y el gato de Schrödinger


A veces el amor, también desde el poliamor, parece hablar desde la responsabilidad.


Los textos de contenido ético son innumerables, por no decir que son todos, y apenas hay cuestión peliaguda que dejen de tocar. Los celos, el abuso, los privilegios, la belleza normativa… ahora, sin ir más lejos, se habla mucho de que no hay que dejar cadáveres emocionales. Y es verdad que no hay que dejarlos.


Entonces, ¿exageramos cuando decimos que el amor es lo contrario a la ética y que constituye el abandono de la ética?


Ni un ápice.


El amor es ultraliberal, y su problema no es que prohíba la expresión de los conflictos. Casi al contrario, el amor legitima la voz de cualquiera que considere que tiene algo que decir.


El problema del amor no es lo que prohíbe, sino lo que no prohíbe. Por eso las reflexiones sobre sus problemas concluyen con la mera expresión de estos problemas. Junto con la expresión del problema aparecerá inmediatamente la expresión del problema que genera la posible solución al problema, cortando una primera tentativa de avance, después otra, y así todas. La denuncia del problema se ahoga en sí misma, y en el derecho de lxs otrxs a señalar la denuncia como problema.


Pero, ¿cómo es posible que no emerja un sujeto político que se enfrente a esxs otrxs? ¿Cómo es posible que no aparezca una moral que diga “esto es lo que debe ser hecho, y lo que hacéis, lo que nos hacéis, es inmoral”? ¿Cómo es posible que, aunque sea a través de una moral, no se señale a un enemigo político que de forma a lxs otrxs”?


La razón es que en el neoliberalismo “lxs otrxs” somos nosotrxs.


La moral amorosa, tanto da que sea monógama o poliamorosa, debe hacer prevalecer la libertad. Pero la libertad no es una, dado que el ejercicio de la libertad, allí donde genera enfrentamientos, genera, a la vez, dos libertades contrapuestas: la libertad de la persona vencedora y la libertad de la persona vencida. Y ambas tienen formulaciones no solo distintas sino, lógicamente, incompatibles.


El amor es un combate, y en él los resultados son probables, pero no seguros. ¿Quién soy yo antes de que el combate tenga lugar? ¿Qué moral me beneficiará? ¿La del sujeto vencedor o la del sujeto vencido?


Veamos cómo se aplica esto al problema de los cadáveres. Mi pareja (es indiferente el modelo relacional) ha conocido a otra persona, y las consecuencias sobre nuestra relación están siendo desastrosas. Si éramos monógamxs, porque hemos dejado de serlo unilateralmente. Si éramos no monógamxs, porque ahora parece que hubiéramos pasado a serlo, pero conmigo fuera. 


Aplicamos la propuesta regulativa de que no hay que dejar cadáveres emocionales. Yo estoy siendo un cadáver, de modo que mi pareja actúa mal y es condenable. La norma está clara. 


¿Lo está? ¿Y si soy yo quien ha conocido a otra persona? ¿Debo renunciar al amor? ¿Debo aceptar la opresión monógama? ¿Debo permitir que mi pareja no monógama se atribuya derechos de posesión sobre mi vida sexual? ¿Debo olvidarme de los sentimientos de la tercera persona en favor de la segunda, y en virtud de una jerarquía previa? En definitiva, ¿debo hacer justo lo que la primera valoración me decía que no debía hacer?


Ahora las dos morales están en pie de igualdad. Llevamos una página entera de discurso moral, pero nos encontramos de nuevo en el punto de partida. La razón, como decía más arriba, es que, para elegir, debo enfrentarme conmigo mismx. Debo elegir desde mi yo del presente qué es lo que deberá hacer mi yo del futuro, pero aún no sé cuál será la situación de mi yo del futuro.


La ética amorosa, vocacionalmente neoliberal, se enfrenta siempre a este dilema, que nos recuerda al del gato de Schrodinger. Dado que no puedo saber si el gato está vivo o muerto antes de abrir la caja, necesito describir la realidad desde esta incertidumbre y afirmar, paradójicamente, que el gato está vivo y a la vez muerto.

Dado que lo bueno depende de lo que me convenga, pero aún no sé qué es lo que me convendrá, debo decir de todo que es bueno y malo a la vez, de modo que, llegado el momento, la elección de mi conveniencia no quede completamente cerrada por razones morales.

Comprobadlo. Eso es lo que nos encontramos constantemente en el discurso amoroso, por muy serio, formal o académico que se reivindique. Todas las reflexiones se quedan en enunciados obvios y buenas intenciones, porque resulta preceptivo evitar cualquier compromiso con un principio moral. Tengo que hablar de ética, pero que hablar de ética no conlleva ninguna limitación para la maximización de mis beneficios.


Así que sí, efectivamente, no hay que dejar cadáveres emocionales. Pero, ¿qué hacemos para lograrlo?


Cri cri.




miércoles, 6 de febrero de 2019

el AMOR proporciona MENOS PLACER del que nos cuentan



Nuestras resistencias a abandonar tanto la monogamia como los modelos relacionales gámicos y amatonormativos son, principalmente, hedónico-afectivas, es decir, producto de nuestras expectativas sobre el placer y el dolor emocionales que pensamos que la monogamia y la amatonormatividad nos proporcionarán.

Si los celos son la cárcel de la monogamia, y el miedo a sufrirlos nos impide arriesgarnos en el terreno de la no monogamia, el placer del amor es la fantasía de felicidad que nos mantiene en la senda amatonormativa incluso cuando la monogamia ha sido dejada atrás. Seguimos deseando amar, e incluso amando, porque pensamos que ese es el único medio de obtener un placer emocional verdadero y completo que, como se explica en el segundo mito del buen amor, es la máxima aspiración en la vida.

Voy a intentar desmontar esta falsa creencia con unos gráficos sencillos.

La base del gráfico será una partitura afectiva corriente, que representa el estado anímico en el eje vertical y el transcurso del tiempo en el horizontal. Como indica el gráfico entendemos que la línea media es un estado anímico neutral, que hacia arriba se encuentra el área de estados anímicos positivos y hacia abajo la de estados anímicos negativos.


Antes de entrar en ningún caso concreto, la base misma del gráfico nos aporta una novedad con respecto al relato amoroso; una de esas ideas que el amor presenta como naturales y que, como tantas, deja de serlo en cuanto pensamos desde fuera de su retórica: ni la felicidad, ni siquiera la alegría, consisten en un aumento indiscriminado del estado de ánimo positivo. El ánimo no solo puede ser desbordado por su lado negativo, sino también por el lado positivo. Lo que en psicopatología es llamado “crisis maniaca” no es otra cosa que ese desbordamiento, y sus consecuencias son devastadoras. La hipomanía, es decir, la “pequeña crisis maniaca” marcaría un estado que, aun no siendo todavía crítico, sería ya disfuncional. El sujeto hipomaniaco no es, por lo tanto, un sujeto feliz, ni siquiera alegre. Es un sujeto sobreexcitado, sin autocontrol, sin capacidad para enfocar su atención y, por supuesto, con grandes problema para socializarse. Es por eso por lo que tanto la hipomanía, como por supuesto la crisis maniaca, van seguidas, casi invariablemente, de fases de estado de ánimo negativas, aunque no suceda lo mismo a la inversa. El exceso en el estado de ánimo positivo no solo no puede mantenerse por razones fisiológicas, sino por pura lógica psíquica y social. En realidad es ya negativo de por sí, y el paso a la distimia o la depresión es mucho más corto de lo que muestra un gráfico que, de ser tridimensional, tal vez funcionaria mejor como un cilindro que conectara los dos extremos por su cara oculta.

Encontramos, por lo tanto, que la funcionalidad excluye el exceso de positividad e incluye parte de la negatividad cuando esta no es excesiva. Encontramos también que la alegría no se sitúa en el máximo de positividad, sino en un determinado nivel de positividad, que varía con la persona. Y encontramos, por fin, que el componente de felicidad al que podríamos llamar “satisfacción emocional” (no “salud emocional”, ya que esta sería la capacidad para adaptarse emocionalmente a las circunstancias de la mejor manera posible, también a través de emociones muy displacenteras) consiste en la oscilación del estado emocional dentro de una franja concreta a la vez que flexible.

En el primer gráfico vemos el relato que el amor hace de su propia experiencia en la época de la monogamia secuencial, es decir, en la de los amores con fecha de caducidad. Nos sonará. El amor dice que se produce en primer lugar una fase de enamoramiento en la que el estado de ánimo es cada vez más positivo, hasta llegar hasta la felicidad extrema. Tan extrema, a decir verdad, que roza la locura de amor, y que en el gráfico, como se ve, queda próxima a la crisis maniaca, habiendo sobrepasado con creces la hipomanía.

En una segunda fase, a la que Fromm llamó “amor” por oposición al “enamoramiento”, al que no consideraba verdadero amor, las emociones se serenan y entran dentro del margen de la felicidad. Es la fase del arte de amar, o del trabajo de amar. Vemos también que la estabilidad presenta, sin embargo, una leve inclinación descendente que conducirá, de manera inexorable, al fin del amor.

Cuando la línea cruza un determinado umbral, que puede ser el de la neutralidad afectiva, el del abatimiento cronificado, o incluso el de la distimia, la pareja entra en crisis y acaba por romperse. Ese proceso es un nuevo cruce constante de las fronteras de lo saludable, esta vez por abajo.

Lo que el amor contemporáneo nos describe en su relato es un gráfico simétrico (vemos que podríamos rotarlo 180 grados y quedaría exactamente igual) y por lo tanto una experiencia emocional de suma cero. En el amor no se pierde ni se gana, sino que se paga el precio al final de lo que se ha disfrutado al principio. La inteligencia amorosa consistirá, así, en saber acortar esta última fase. Pero se acorte o no se acorte, hay un beneficio neto: se habrá vivido. Frente a la falta de amor, que conlleva una experiencia emocional “plana”, el amor te ha dado, en el peor de los casos, una historia, una experiencia feliz. Es, como bien dice Fromm, un trabajo, en el que nos sacrificamos durante un tiempo para poder disfrutar durante otro. Un trabajo irresistible, por cierto, dado que empieza siempre por las vacaciones.

Pero sabemos que esto no es así. El segundo gráfico nos mostrará el detalle de esta experiencia. La primera fase es, como vemos, y como cabía esperar, una fase de alegría inicial que alcanza pronto la ciclotimia, es decir, la ciclación entre extremos anímicos. El enamoramiento de Fromm fue redefinido por Tennov como “limerencia” y esta coincidía en sus síntomas con el mencionado trastorno psicopatológico. Dejando a un lado la disfuncionalidad general de dicho estado, vemos con claridad que no se trata de felicidad, sino de pasos breves por la alegría que alternan con sufrimiento emocional por exceso de ánimo positivo y negativo. El enamoramiento no es tanto una fase de extraordinaria felicidad como una fase crítica, de angustia, donde gran parte del placer proviene del cese del dolor causado por el miedo a la frustración de las esperanzas. Será su resultado, es decir, si estas esperanzas se ven o no cumplidas, lo que determine el valor hedónico que acabemos atribuyéndole. Si el resultado es la formación de una relación, esta fase será interpretada como una trepidante aventura emocional, como el precio que se paga con gusto, y como parte de la felicidad misma que de la relación se espera. Si el resultado no es la relación, entonces esta fase será interpretada como una experiencia no amorosa y, como tal, no contará a la hora de valorar la felicidad que aporta el enamoramiento.

Las siguientes fases presentan también ciclación, pero no necesariamente patológica. Durante la fase estable del amor la ciclación suele tener poca amplitud, es decir, poca distancia entre sus extremos, y la valoración general representada por el primer gráfico puede constituir un resumen correcto. La fase de ruptura, sin embargo, vuelve a generar una ciclación de gran amplitud, casi simétrica a la del enamoramiento, con la diferencia de que lo que entonces eran objetivos que se realizaban uno tras otro, produciendo una valoración positiva del esfuerzo realizado, ahora son pérdidas que inciden cada vez más en las fases negativas del ciclo, y que generan como valoración del resultado final la de una experiencia catastrófica.

Así, vemos que la fase verdaderamente positiva de la experiencia amorosa no es, como el relato amoroso nos cuenta, todo salvo la ruptura, sino solo la primera parte de la fase de estabilidad, y que las satisfacciones experimentadas durante las ciclaciones amplias conllevan un alto precio que difícilmente puede considerarse saludable ni, por supuesto, feliz.

Veamos, con el tercer gráfico, ahora qué sucede en una relación ágama estándar.

Una relación ágama es, normalmente, un crecimiento progresivo de la relación, adaptado, eso sí, a las circunstancias personales y contextuales con las que esa relación se encuentra. Pero el crecimiento de la relación no conlleva un crecimiento correlativo de las emociones positivas que la relación genera. Llegada la relación a un cierto nivel de crecimiento, en el que su capacidad para influir en nuestra vida afectiva es notable, la ausencia de crisis e incertidumbre estructurales hace que no se generen ciclaciones amplias. El resultado anímico de la relación se mantiene dentro de los márgenes de la satisfacción emocional y frecuentemente próximo a la alegría. Se trata, como vemos, de un dibujo similar al de la fase estable de la relación amorosa, con la sensible diferencia de que se desplaza de menos a más, y de que carece de fecha de caducidad. Esta tendencia al crecimiento tranquilo refuerza, cuando se hace consciente, el propio estado de ánimo positivo, en contraposición al efecto de relación provisional que se experimenta en aquellas que se rigen por el patrón amatonormado.

Se dirá, con acierto, que cuando las relaciones no son amatonormadas carecen del poder de condicionar significativamente la vida anímica. De una relación ágama no se puede derivar el gráfico del estado anímico de ninguna de las personas que participan en ella, porque lo normal es que, a diferencia de lo que sucede con una relación amorosa, ese estado de ánimo dependa sustancialmente de más personas y circunstancias.

Habría, por ello, que entender el gráfico como el de la síntesis de los estados de ánimo generados por todas las relaciones (por claridad no he incluido también otras circunstancias influyentes en el estado de ánimo). Así lo he hecho en el cuarto gráfico que correspondería, no ya al estado de ánimo de una persona que comienza una relación ágama, sino al de una persona que comienza a relacionarse de manera ágama. Vemos que el resultado es aún más positivo, porque la estabilidad dentro de los márgenes de la felicidad y en el entorno de la alegría está aún más garantizada.

De hecho, este resultado es muy parecido a lo que el amor nos estaba prometiendo. Solo que el amor lo hacía para llevarnos por un camino que no conduce a ello, y que conserva su crédito solo gracias al culturalmente omnipresente refuerzo de su relato.