lunes, 19 de marzo de 2018

ABOLICIONISMO y NO MONOGAMIA.


El domingo pasado Amelia Tiganus nos contó de primera mano qué es la trata y cuál es su papel en lo que ella denomina “sistema prostituyente”.

Se ha escrito mucho desde entonces, hace solo una semana, respecto a lo impactante del testimonio, así que no me detendré en ello.

Mi intención es hacer hincapié sobre uno de los ejes de su discurso, y que nos atañe especialmente en tanto que comunidad no monógama. Se trata del tan traído y llevado concepto de “consentimiento”.

Cuando imaginamos lo que es una mujer traficada pensamos en secuestros, armas, agresiones y encierros. Esa idea nos permite condenar con determinación el tráfico, y nos permite, además, distinguirlo claramente de la prostitución libremente elegida.

Amelia nos explicó que eso no funciona así, al menos en nuestra sociedad. Ella nos confrontó con una realidad mucho más incómoda. La trata aquí apenas incluye violencia. En muchas ocasiones la mujer nunca es forzada directamente a nada, sino que en torno suyo se crean las condiciones que hacen de la prostitución la mejor salida posible, y la mujer la elige, a veces con entusiasmo.

Nos explicó que ella es una de esa mujeres que “eligieron” la prostitución, y que ha necesitado del feminismo para comprender que nunca eligió nada, sino que todo fue una trampa para que ella se convirtiera a la vez en víctima y culpable. Se arriesgó, como lleva años haciéndolo, a plantarse delante de la audiencia y decir “elegí, sí. Pero no soy responsable de esa elección”.
Esta inquietante lección nos descubre dos cosas sobre el manido consentimiento que deberían conllevar una nueva percepción del mismo. La primera es que el consentimiento es un continuo, y lo es también en la prostitución. El consentimiento depende de la libertad real, y esta no es la falta de coacción, sino la disposición de las mejores opciones. Poder elegir entre más de 40 prostíbulos no aumenta el consentimiento, ni poder elegir entre la prostitución o el rechazo de tu comunidad por haber sido violada. Tampoco aumenta el consentimiento la omnipresente alternativa entre fregar escaleras a 8€ la hora y prostituirte de escort a 100€ el servicio. Si todas las opciones son malas no hay libertad, y entre una mujer a la que el sistema patriarcal viola y una mujer a la que el sistema patriarcal “solo” humilla haciéndole sentir que su cuerpo puede venderse hay un continuo. Dónde empieza la libertad y dónde acaba el tráfico debemos decidirlo nosotres, pero no podemos dejarlo en manos de la simple conciencia de libertad, porque esa conciencia se construye con facilidad mediante el espejismo de la elección.

La segunda es que el consentimiento es necesario, pero nunca suficiente. La cultura del consentimiento persigue el contrato perfecto que libere al ejecutante de su responsabilidad con respecto al cuerpo sobre el que ejecuta. La fórmula se revisa periódicamente para no dejar resquicio a la crítica: lo último en contrato en blanco lleva el ridículo nombre de “consentimiento entusiasta”.

Pero la responsabilidad es ineludible, consienta quien consienta y consienta como consienta. Si no consiente, todo está claro. Pero si consiente nada lo está, porque queda nuestra decisión, y esa decisión debe ser renovada a cada instante. La fórmula del consentimiento genera esta ficción ética que es el espacio donde podemos abandonarnos a nuestros deseos sin preocuparnos por las consecuencias sobre la otra persona. Por eso queda patente que el consentimiento es, en sí mismo, la objetualización. Conceder a alguien la capacidad de consentir hasta el punto de liberarme de mi responsabilidad es objetualizar a quien consiente. Así se explica la trampa de su supuesto empoderamiento.

No podemos, por lo tanto, refugiarnos en el consentimiento para distinguir una prostitución legítima de una que no lo es, porque que la persona que se prostituye consienta no basta. Queda para el potencial cliente decidir si ese consentimiento se da en verdaderas condiciones de libertad. Y para llegar a una conclusión no dispone del conocimiento de las condiciones personales objetivas y subjetivas de la consintiente. Lo único de que dispone es de la evidencia de una sociedad patriarcal que tiene a la prostitución como uno de sus pilares fundamentales y que inscribe en la conciencia de las mujeres su condición de puta.

Lo que he contado hasta ahora es solo lo que el feminismo abolicionista está harto de contar y lo que, como digo, se ha contado en todas partes y con más intensidad aún desde hace una semana.

¿Sabéis, sin embargo, dónde no se ha contado? En los espacios no monógamos.

Resulta que la no monogamia es un espacio franco para la prostitución. La no monogamia, que presume hasta el empalago de su feminismo, de su deconstrucción y de su no normatividad, tiene tan asumido que la prostitución es buena y empoderante como lo pueden tener el mundo del fútbol o de los toros.

Así que para nosotres y nuestro mundo impermeabilizado al abolicionismo esta ha sido una semana más.

Resulta llamativo que mientras que la sexopositividad, con todo lo que implica (prostitución, BDSM, cultura del consentimiento, etc…) desgarra al feminismo, no encuentre resistencia alguna en la no monogamia. Parece lógico suponer, sin embargo, que si la no monogamia es verdaderamente feminista debería reflejar ese desgarro en ella. ¿Qué lo impide?

Encuentro varias razones.

La primera es que la no monogamia tiene una genealogía marcadamente sexual, originada en el amor libre de la revolución sexual, el mundo swinger y el propio BDSM. En la mayoría de las ocasiones lo que conocemos como poliamor es la versión civilizada y con aspiraciones de estabilidad de esos orígenes. Esto quiere decir que en la no monogamia el feminismo tiene un peso real muy por debajo del que tiene el sexo, y que donde aquel cuestione a este (y lo hace en las numerosas ocasiones en que el sexo es expresión evidente del deseo patriarcal) lo más probable será que la no monogamia lo silencie. Es, exactamente, lo que ha sucedido con la agamia, descalificada, desde el momento mismo de su aparición, con los mismos apelativos con los que se descalifica al abolicionismo: puritana, mojigata, represora, inquisitorial.

La segunda se deriva de la anterior. La no monogamia es, en gran medida, una práctica sexual, y es dicha práctica lo que otorga poder en los espacios no monógamos. Las personas, sobre todo hombres, con mayor capital erótico suelen ocupar los puestos de visibilidad, poder y portavocía, nivel jerárquico al que también tienen fácil acceso las putas felices, en su sentido más amplio (pornografía, etc…). Quienes se definen a sí mismes como abolicionistas carecen de voz porque las consecuencias de ese ideario sobre su propia vida sexual resulta aquí desempoderante.

La tercera ya no es achacable, al menos del todo, a estas comunidades. Es sabido que el feminismo abolicionista no tiene un discurso relacional y sexual especialmente elaborado, y es sabido que en él la no monogamia no goza del mayor de los prestigios. Desde los presupuestos abolicionistas es complicado, como hemos visto, hincarle el diente a la no monogamia, tal y como está, y se opta, siempre, por postergar la tarea o, directamente, por considerarla innecesaria.

Pero la no monogamia no es una moda. La no monogamia es la consecuencia misma del feminismo y es, por lo tanto, el signo de los tiempos. Es el resultado de que las mujeres descubran que no quieren someterse a un hombre y de que los hombres descubran que una mujer que no es esclava ya no interesa como compañera. Es, por lo tanto, el lugar hacia donde se va a desplazar la batalla, que ahora no es tal por incomparecencia de una de las partes.

Mirarla con desdén es un lujo que el abolicionismo no se puede permitir. Mientras tanto, desde la no monogamia, les abolicionistas resistimos como podemos, esperando que, de una vez, se escuche el toque de clarín que anuncie la llegada de refuerzos.



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