lunes, 26 de junio de 2017

poliamor y feminismo radical


Una de las defensas a las que con más frecuencia recurre la monogamia es la que consiste en afirmar que siempre ha habido quien ha intentado escapar de ella y que esas personas, iniciativas y movimientos, han fracasado sin excepción, y de una manera tirando a estrepitosa.

Es una defensa, eso sí, del gusto de entornos poco familiarizados con los nuevos modelos relacionales, que pasa por encima de los presupuestos de cada uno de estos modelos y, por supuesto, de las diferencias entre ellos. Normalmente carece también de perspectiva sobre los índices de fracaso de la no monogamia y de su comparación con los de fracaso de la monogamia. En general se trata de un discurso carente de contacto con lo que critica y resulta vano rebatirlo con seriedad porque no hay verdadera interlocución.

Una de sus variantes, sin embargo, nos toca mucho más de cerca y, para nuestra sorpresa, o quizás no tanto, proviene de algunos sectores del feminismo radical, a los que erróneamente suponemos entregados, entre otros quehaceres, a la demolición de una institución tan radicalmente opresiva como el matrimonio y sus derivados hipocalóricos. En este caso el argumento suele dirigirse al espacio más visible de la no monogamia, el poliamor, y adopta más o menos la siguiente forma: el poliamor no cambia nada, porque los hombres siempre han dispuesto de varias mujeres. Aunque el poliamor se entiende a sí mismo como igualitario y simétrico, en realidad tiende a establecer relaciones donde se reproduce la vieja estructura de harén, ahora normalizada por un tosco lavado feminista. Está próximo, por lo tanto, a poder entenderse como una nueva estrategia patriarcal, que constituye un paso atrás con respecto a la monogamia; prácticamente un neomachismo.
Gran parte de la fuerza que pudiera tener este discurso se pierde ya al ir acompañado de una sospechosa complacencia con la monogamia. La crítica al poliamor suele acabar en sí misma y rara vez se convierte en una reivindicación positiva coherente. Como dice Andrea Momoitio en un artículo reciente, poca credibilidad tiene la crítica feminista a cualquier forma de sexualidad patriarcal si, sin embargo, se invita por defecto a seguir “follando con el enemigo”.

Pero mi intención con este texto es ir más allá de los síntomas, hasta el contenido mismo de la crítica. ¿Es el poliamor lo mismo de siempre? Yo no lo creo.

Para explicar por qué debo antes recordar qué es el gamos.

Cuando hablamos de gamos nos estamos refiriendo a la sustancia de la pareja; aquello que da forma a toda relación amorosa actual y cuya presencia puede rastrearse en toda forma de institución matrimonial conocida. Consiste en el contrato explícito o sobrentendido por el que una persona mujer se convierte, a todos los efectos, en propiedad de una persona hombre, y esto a través del sexo como símbolo que rubrica dicha propiedad.

Frente a lo que cualquier modelo no monógamo concibe como enemigo a derrocar, esto es, la propiedad mutua en la pareja que impide a cada individuo establecer nuevas relaciones, especialmente si éstas tienen un componente sexual, el gamos se nos revela como una propiedad asimétrica y unidireccional. El fundamento de la pareja no es la pérdida de libertad sexual, sino la pérdida de la libertad sexual de las mujeres que, según clase, lugar y momento histórico, irá o no acompañada de una cierta renuncia a la libertad sexual de los hombres. La estructura gámica es, por lo tanto, una simple relación de propiedad:  

Así, la reducción del número de esposas (oficiales o no) a una sola puede entenderse como una reducción de la asimetría gámica original. El derecho conquistado por la monogamia sobre la poligamia (poliginia en la práctica) es la equiparación formal en la exclusividad. El amo del harén sólo podrá disponer de una concubina. La diferencia entre ambos roles, sin embargo, no tiene por qué verse alterada en ningún otro aspecto. La única esclava es, en cualquier caso, una esclava. Y, dado que lo es, verá muy probablemente conculcado su derecho a la exclusividad, cerrándose de nuevo el círculo de la poliginia.

Desde esta perspectiva podemos entender que las tentativas liberadoras del gamos hayan estado siempre contagiadas de una búsqueda de retorno al harén múltiple. Las libertades con las que se animaba a las mujeres a participar de esta supuesta liberación eran siempre muy inferiores a aquéllas que podían obtener los hombres. Sabemos que la relación entre de Beauvoir y Sartre es un gamos, porque ella obtiene su la libertad sexual formal a cambio de una libertad sexual plenamente práctica preservada por él, y esto sin perjuicio alguno sobre el resto de asimetrías. No pretendo decir que la relación entre ambxs carece de interés en la cadena de precedentes que nos permiten cuestionar hoy el gamos. Lo que busco poner de manifiesto es que, esa relación, y tantos otros ejemplos que podríamos rastrear en el catálogo de precedentes, es rechazada con toda razón como alternativa válida por parte de las feministas radicales

¿En qué se diferencia de esto el poliamor? En que somete al gamos a una tensión contraria a la que ha sido históricamente su naturaleza: la convivencia de varios esposos. Si las propuestas tradicionales de relación abierta se traducían en la conservación por parte del esposo de la llave de la libertad, el poliamor incluye como presupuesto la posibilidad de que se realicen copias de esa llave. Dado que la relación no puede ya abrirse y cerrase a conveniencia, tampoco pueden imponerse a conveniencia las condiciones leoninas bajo las que el esposo concede libertad. Por primera vez, los esposos compiten entre ellos, no ya fuera, sino dentro del gamos, y esa competencia pone en suspenso la propiedad. El ficticio poder electivo de la esposa antes del sacramento sexual (una mujer era algo mientras era virgen, y la presencia de múltiples pretendientes constituía una forma de poder. Después era la propiedad de quien, mediante la penetración, se apoderaba de ella) cruza el umbral gámico y aparece también tras él, completándose y volviéndose real. Ahora ambxs sujetos comparten la condición de comprador/a y de mercancía.

Sería ingenuo afirmar que el poliamor es un movimiento autoconsciente y feminista que ha buscado atacar al poder masculino en su raíz. Mucho más fiel a la realidad es decir que se trata de la precaria formulación, en un espacio típicamente masculino, de las nuevas libertades relacionales obtenidas por las mujeres gracias a las luchas feministas. Más que feminista, el poliamor sería una consecuencia del feminismo; un reflejo de su repercusión en un ámbito que originalmente no le es propio.

Así, vemos que la conflictividad relacional que le es característica y en la que la monogamia se escuda, no es tanto fruto de su fracaso como de su éxito a la hora de empoderar al sujeto sometido del gamos. Los celos son la gran fuente de conflicto del poliamor. Pero por primera vez en la historia los verdaderos celos, los del sujeto sometido que se rebela contra la asimetría, son visibilizados frente a los viejos celos del esposo que se autoerigía en parte, juez y verdugo.

El poliamor no es, por tanto, una revolución definitiva sino, más bien, un espacio de extraordinaria inestabilidad que obliga a elegir entre retroceder y avanzar. El gamos, a través de la ideología amorosa, sigue exigiendo posesión muy real. Pero el sujeto ya sólo puede obtenerla a través de trampear los presupuestos del modelo relacional de un modo demasiado explícito como para ser tolerado por la comunidad.

No es una revolución definitiva, digo, pero lo que el poliamor hace que le suceda a la masculinidad es una humillación que ésta aún no conocía. La masculinidad sólo conocía el sometimiento a sus iguales superiores de clase. Ahora debe someterse también a sus superiores de género cuando éstos alcanzan el poder suficiente.

Y el poliamor es sólo el más amable de los enemigos que le han surgido al gamos. Tal vez por eso sea el más visible. Tal vez sea ésa la tregua que el patriarcado les propone a las mujeres: os concedo el poliamor, pero con la condición de que no sigáis socavando el gamos.


lunes, 12 de junio de 2017

daños amorosos colaterales


Me he portado muy bien y me he tragado esta película de principio a fin, sólo para contárosla. Se llama No es mi tipo. No la veáis.

Tomé la decisión cuando llegué al minuto 40, más o menos. Me lo propuse porque empezaban a pasar cosas raras, de ésas que considero propias de esta sección. Los sentimientos amorosos y monógamos empezaban a buscar asociaciones nuevas. Se sentía la fuerza de la mutación evolutiva. El patriarcado amoroso transformándose para introducirse en nuestra conciencia por la última grieta descubierta.

Pero a partir de ese momento me quedé pegado a la pantalla. Así que no tiene ningún mérito. Nunca lo habría tenido, pero así menos… Ya veis que ni yendo sobre aviso se está protegidx frente a estas películas.

Os invito a que perdáis el tiempo leyendo la crítica de Javier Ocaña en El País, sólo para comprobar el éxito del artefacto a la hora de disimular sus seguramente inconscientes propósitos. “La película no juzga y deja preguntas abiertas”, dice. Javier, si no tienes respuestas para las preguntas que “abre” esta película, míratelo con lupa.

En esta sección no caben, literalmente, espoliers, porque me impongo brevedad. Pero me da igual destriparla, así que alguna víscera veremos relucir.

El punto de partida es una pareja con evidente desequilibrio en su valor sociosexual: él, profe de filosofía guapo y metropolitano; ella, peluquera guapa y de provincias (podría decirse que la diferencia, en realidad, está en el capital cultural, pero analizar la relación entre los dos conceptos aquí es imposible. Digamos, simplemente, que se aprecia desde el primer momento la superioridad de él).
Una pareja al estilo convencional (monógama y amorosa) con diferente vss constituye un conflicto latente que debe estallar por algún sitio. Así que te quedas ahí, esperando a que estalle, porque entiendes que lo que el director (es un hombre, aunque no hacía falta ni decirlo) pretende contarte es cómo estalla, cómo se gestiona, qué implica, etc, etc… Y piensas “seguro que aparece en el minuto 30, como punto de giro de la presentación al desarrollo”. Entonces miras la barra de tiempo y descubres que estás ya en el 40, y que lxs tortolitxs siguen arrullándose, y que ella le corta el pelo y lo lleva al karaoke, y que él le lee poesía y le regala libros de Dostoievski. Y es entonces cuando te preguntas qué demonios es lo que quiere contar este tío, por qué no salta ya la liebre, de qué cabeza retorcida habrá salido esto, y, por supuesto, qué es exactamente lo que vas a contar tú en el post que ya no te queda más remedio que escribir sobre la peli.

Pues lo que la peli nos cuenta es la vieja historia del hombre culto y arrogante, incapaz de experimentar amor real, frente a la “muchacha” sencilla y transparente, llena de vitalidad, verdadero sentido de la vida, a quien el hombre demasiado complejo ha perdido la capacidad de amar.

Es de nuevo el mito del corazoncito bueno y sintiente, maltratado por el cerebro pensante y malo. Pero en este caso el cerebro es un auténtico encanto. Amable, respetuoso, tranquilo, sonriente, detallista, sereno… ¡y sincero! Un cielo de chico. ¿Por qué no es esto suficiente para que la relación sea presentada como exitosa? Pues porque el pensamiento no está tratado en la película como una obsesión, sino como un virus. El problema de él no es que sea un obseso del autocontrol y el discurso racionalizador. El problema es que está contagiado por la enfermedad del pensar, y a lo primero que eso afecta es a la facultad de amar.

Así que, como no podía ser menos, ella (recuérdese que es un “ella” construido por un hombre, cuyo parecido físico con el protagonista es, además, sonrojante) como buena experta en amor por obra de la ciencia infusa de lo femenino, descubrirá un par de síntomas de tibieza invisibles a personajes menos maravillosos. De estos síntomas se seguirán los correspondientes pollos, en los que reforzará sus conclusiones con otras pruebas incontrovertibles, como no sentir celos (“todas mis parejas han sido celosas. Antes me parecían pesados, pero ahora lo echo de menos”) y, por último, comprobaremos que su vida queda devastada con toda naturalidad.

En definitiva, que un señor intelectual nos cuenta la historia de un señor intelectual que se enrolla con una chica “sencilla”, a la que no deja de elogiar en ningún minuto del metraje, y a la que, debido a una patología incurable (llamada “consciencia”) no puede seguir en su justificadísimo desbarro amoroso, porque ya sabemos que una mujer sana y telúrica como dios manda se va de la pinza con el amor que es una gloria.

Y luego llega otro señor intelectual y nos dice que la peli “deja preguntas abiertas”.

imagen de la repugnante escena final, donde ella canta I will survive para dejar claro que una verdadera chica sencilla supera cualquier trauma amoroso, de modo que no debemos sentir remordimientos por el que le causemos.

¿Sabéis cuáles son las preguntas verdaderamente abiertas? El nombre de las verdaderas peluqueras, y qué es lo que piensan realmente de esta peli de mierda con la que se ha hipertrofiado el discurso autoexculpatorio masculino para la seducción y la invitación al amor abusivo como tecnología de extracción de vss. El “no eres tú, soy yo”. La verdadera peluquera del director, pero también la del crítico. Las damnificadas, en definitiva, y cómo contarían ellas esto mismo.

Otra vez me he alargado…