miércoles, 26 de octubre de 2016

sesión de GASTROGRAFÍA


Mi hora de la comida es sagrada. Para un buen rato que tengo al día, para un capricho que me doy… 

Así que no falla que a las 14:30 en punto tenga lista la mesa, con los cubiertos, el salero (siempre me gusta echarme un poco más), mi trozo de pan, mi agua del grifo y mi servilleta abundante.

Saco las lentejas del micro, enciendo el ordenador y me meto en GastroHub.

Desde que existe esta web, comer es mucho más fácil. Antes había que bajarse los vídeos del e-mule. Tardaban un montón y no sabías lo que te ibas a encontrar, así que te tocaba comer con ellos fueran de lo que fueran. A veces ni siquiera era gastrográficos. Incluso aparecían películas normales. Ahora se descargan más rápido. Encima, en GastroHub los encuentras todos juntos, y si uno no te convence, pues pasas al siguiente y listo.
Al principio iba directamente a “vídeos más vistos”, pero casi todo era comida de diseño, y la mayoría de los vídeos me resultaban falsos y artificiosos. Me costaba identificarme con esos ingredientes que no he probado en mi vida. Afortunadamente hay una enorme variedad de secciones, y he descubierto una de “comida popular” que me pone el estómago como una trituradora.

Escribo “lentejas” en el buscador y ahí están: una infinidad de posibilidades con las que disfrutar. Le doy a uno que se llama “puchero glorioso”, y aparece un tipo delante de un plato de lentejas que, ¡joder, no es tan distinto del mío!

Sólo la manera como las huele ya empieza a abrirme el apetito. En seguida coge unas pocas con la punta de la cuchara y se las mete en la boca, muy despacio. Las saborea un rato. Se ve que están buenas y que disfruta. Otra cucharadita pequeña, hmmm, aumentando la tensión… Y de pronto, ¡zas! 
¡Cucharadón! ¡Ya no podía aguantarse, el tío! Yo voy comiendo también, que me han entrado ganas.

El colega se ha animado rápido. ¡Vaya ritmo! No se da tiempo ni para tragar. Cuando abre la boca para meter más casi se le salen las que tiene dentro. Yo tampoco me estoy portando mal. Además, esta vez tenían un buen punto de calor. Así es como me gustan.

Ahora empieza con el pan. Eso me encanta. Es una de las cosas que he aprendido con estos vídeos. A jugar, a inventar, a dejarme llevar por la imaginación. Yo antes tomaba una cucharada y le daba un mordisco al pan. Cucharada, mordisco al pan. Cucharada, pan. Pero ahora me abandono, como la gente de los vídeos. Y a lo mejor lo mojo en las lentejas y lo muerdo, o echo un trozo y me lo como, o lo dejo ahí y que se empape y ya me lo encontraré. Lo que sea. El caso es disfrutar. Tengo eso que agradecer, la verdad. Ahora como con ansia. Con verdadera ansia. Por eso necesito servilletas, porque me pongo perdido. Pero ni mucho menos como la gente de los vídeos, claro. Esa lo deja todo como si hubieran pasado los hunos. Son la hostia. No quiero ni pensar lo buenas que tienen que estar sus lentejas.

Y ya está. Cuando me quiero dar cuenta el plato vacío y el estómago lleno. En menos de diez minutos he terminado de comer. Otra cosa hecha.

En fin, menos mal que tengo GastroHub. Porque si no, no habría quien se tragara esta mierda de lentejas.


lunes, 24 de octubre de 2016

acuerdos e ingenuidad: la pareja perfecta


Hasta no hace tanto nuestras relaciones se establecían de forma automática, sin que mediara decisión alguna. 

La relación se daba por inaugurada y, a partir de ahí, funcionaba casi como un organismo vivo, que crecía, enfermaba o moría según las condiciones del entorno en el que le había tocado caer.

Ocurría, es verdad, que algunos hitos se convertían en objeto de reflexión, y los individuos volvían a participar desde su libertad. La convivencia, la boda, la reproducción… Pero incluso estas cosas a veces llegaban “solas” y lo oportuno de su llegada venía avalado por el hecho mismo de llegar, como la flor del almendro: si hay melones en la frutería, es que es tiempo de melones.

Pero hoy disfrutamos de la cultura del acuerdo. Ahora sabemos que las relaciones se construyen a través de pactos, y que los pactos se negocian. Relacionarse incluye, por tanto, negociar las condiciones de la relación, y dejar después esas condiciones bien recogidas y explícitamente clarificadas.

Y sucede que cuanto menos convencional es una relación más va acompañada de la cultura del acuerdo, y más cosas deben explicitarse en ella porque hay más peligro de que todo lo que se dé por sobrentendido se convierta en un malentendido.

Y hemos llegado a la conclusión de que si hay una perfecta negociación, y un pacto perfectamente claro, y todo está perfectamente recogido en cláusulas de redacción cristalina, entonces podemos por fin disfrutar de la relación, porque sabemos a qué atenernos y nuestro acuerdo nos protege.

Dicho así suena un pelín ingenuo. Pero lo es muchísimo más.
Vamos a ver muy por encima que es eso del acuerdo, en qué consiste negociar, y en qué situación nos deja esta cultura de la emprendeduría contractualista a la que hemos llevado las relaciones para, supuestamente, poder defendernos de ellas.

Lo primero que es necesario señalar es que un acuerdo, para que lo sea, requiere no una, sino dos categorías de agentes. La primera es la de las partes que llegan al acuerdo. La segunda es la de aquella otra que tiene la fuerza a la que estas partes se encomiendan para que vigile el acuerdo, y que funciona como garantía. Sin la primera, lógicamente, no hay contenido del acuerdo, y las partes siguen actuando desde su individualidad opaca. Sin la segunda no hay modo de hacer que el acuerdo se cumpla, y por lo tanto se trata, simplemente, de papel mojado. Un contrato funciona porque sus cláusulas, una vez firmamos, pueden ser reivindicadas ante la justicia, y porque la justicia, si es verdaderamente justa, hará pagar a quien incumple obligándole, al menos, a restituir el daño a la parte víctima del incumplimiento.

¿Cómo traducimos esto a las relaciones? Pues mal, porque en las relaciones no existe esa otra parte externa. ¿A qué poder coercitivo interno nos encomendamos entonces cuando decimos que estamos acordando algo?

Se me ocurren sólo tres, y los tres, vais a ver, auténticamente precarios.

El primero es la propia relación: su deterioro o ruptura. Si yo he acordado que el miércoles me toca limpieza y el miércoles no limpio, lo justo es que la otra parte (doy por hecho que pueden ser una o varias personas) tome medidas en forma de deterioro de la relación. Las medidas podrán ir desde una mala cara, la cancelación de algún plan, la reducción de los componentes de la relación o, si se trata de un comportamiento reincidente, la finalización de la relación.

La justicia ha funcionado: he querido incumplir, pero la ventaja obtenida por el incumplimiento es menor que el castigo que recibo, de modo que comprendo que no me merece la pena y quedo disuadido.

No está mal, pero tiene dos defectos. El primero es que hacer pagar el incumplimiento de la relación con deterioro en la relación aumenta el daño sufrido por la persona víctima del incumplimiento. Por supuesto que un enfado puede servir de desahogo, pero conllevará un mal rato para mí mismx, que se añade a que la limpieza sigue pendiente. Lo único verdaderamente eficaz es un castigo en forma de restitución voluntaria (te saltas una limpieza, ahora te tocan dos. Casi me alegro de que hayas incumplido), pero para que exista alguna garantía de que ese castigo se vaya a cumplir hace falta de nuevo un poder coercitivo último que sólo puede ser el deterioro de la relación: “nunca cumples: Me voy.”

La segunda gran desventaja,  mucho más grave, es que esta fuerza coercitiva sólo es eficaz allí donde se juegan cuestiones de importancia claramente inferior a la relación. Si hablamos de cuestiones mayores nos podemos encontrar con que la relación se rompe para beneficio, a pesar de todo, de la parte incumplidora. La persona con la que tenemos una relación ha acumulado una deuda cuantiosa hacia nosotrxs. Un día le decimos que ya está bien, que necesitamos el dinero, que esto es un problema, que lo devuelva o se acabó. Y nos contesta “Vale. Se acabó.”
La segunda fuerza coercitiva es la palabra. La palabra de honor, sí. Va, no os riais. La palabra de honor ejerce un papel fundamental a la hora de relacionarnos. Perder la palabra es perder, precisamente, la capacidad de pactar, y eso puede ser no sólo muy humillante sino incapacitante hasta el extremo. Pero, ¿para qué quiero yo la palabra? Pues, precisamente, para gastarla. Si todo lo que vas a hacer es dejar de fiarte de mí, lo que necesito es esperar hasta la ocasión en la que el beneficio obtenido sea superior al perjuicio de perder tu confianza. Te pido 100 euros y te los devuelvo. Te pido 1000 euros y te los devuelvo. Te pido 10.000 y… doy de baja el teléfono.
Estoy hablando de dinero pero, ya sabéis, por no alargarme. De vez en cuando poned ahí unos cuernos.

La tercera, por supuesto, es el miedo. Da igual cuál. El miedo a que yo te agreda, el miedo a que te deje, el miedo a que te difame… Si tienes miedo, entonces acatarás el pacto, vaya si lo acatarás. Pero ese pacto ya no es un contrato, porque la única parte contratante soy yo. Tu nombre, ahora, es “esclavx”.

Si el acuerdo es una ficción, entonces, ¿qué nos queda?

Pues aquí ya nada, porque se acabó el espacio. Pero habrá otro texto.

De momento nos hemos quitado la candidez, que ya es mucho.





lunes, 17 de octubre de 2016

bienvenidxs a la distopía de la monogamia secuencial!


Sabíamos que la monogamia indisoluble no molaba.

Se contaban historias de parejas que fueron felices para siempre, lxs abuelxs de no sé quién que viven en el pueblo ése, por ahí, al lado del monte, con la estufa. Pero ni lo habíamos visto nosotrxs, ni nos había pasado jamás, ni nos terminaba de seducir, ya ves tú, la historia de la boina y la calceta.

Así que decidimos que bueno, que si se acababa el amor, que se acabara. Que ni íbamos a elegir soltería ni a meternos en la mazmorra matrimonial con la bola encadenada al tobillo.

Entonces vimos que se acababa, vaya si se acababa. Se acababa siempre, daba igual si tenía buena o mala pinta, si duraba un poquito más o un poquito menos, si todo iba bien o todo iba mal.

Pero la idea no nos pareció tan loca, porque al fin y al cabo ya sabíamos de antes que lo chachi era el principio, y que luego venía lo del trabajo diario, y el arte de amar, y lo de pensar en un desayuno nuevo para que sea siempre nuevo el amor. Eso en el mejor de los casos.

Así que decidimos que ése sería el plan: El aislamiento de esa fase de esplendor. Hasta que se acabaran los desayunos que nos sabíamos. Hasta repetir desayuno. El asunto era sustituir con agilidad y sin duelo. Había que aprender a vivir amores, sin lo amargo de los amores. La puntita del espárrago, lo más tierno. Lo gourmet.

Entonces descubrimos que la sucesión de amores no era tal, sino sucesión de tentativas de amor, y quien dice sucesión dice de vez en cuando, y como se puede, y sin matar el hambre. Y parecía muy fácil lo del duelo, pero era menos fácil ponerse de acuerdo en cuándo acababa el amor y empezaba el duelo, y así no había manera. Y además esto era ya veda abierta para gente que venía a follar e irse, y para locxs, y para indeseables. Y, lo peor de todo, siempre solxs, siempre empezando de cero, siempre a cero.

Así que aquí estamos, recién llegadxs de la fantasía del viejo amor a la fantasía del amor nuevo. Sin querer volver atrás pero sin saber cómo ir hacia delante. Mordiendo los espárragos por culo.

Bienvenidxs a la distopía de la monogamia secuencial.
Se dirá que para responder a esto están las no monogamias. Pues tengo una mala noticia. Las no monogamias también quieren la puntita del espárrago y se han centrado sobre todo, en el acceso a muchas puntitas. Y, como es lógico, si todo el mundo quiere la puntita, al final lo que queda es mucho tallo y mucho tronco, que alguien se lo tendrá que comer. Las no monogamias han pisado el acelerador, pero igual la dirección venía ya mal tomada.

Mientras entendamos las relaciones como un encuentro explosivo que pierde poco a poco fogosidad hasta que se convierte en una sombra, lo mismo nos da muchas que pocas, largas que cortas, abiertas que cerradas.

Eso que llamamos “enamoramiento”, y que en su momento fue simplemente “amor” o “pasión”, ha sido siempre el uso del calentón para otros fines. En nuestra cultura, concretamente, crear parejas. Por eso es la puntita. El enamoramiento es el cebo de la pareja. Tras el cebo viene el anzuelo, y tras él el sedal, la caña y la cesta. En definitiva, todo lo correoso.

Pero nuestra idea feliz de sacar el cebo del anzuelo y comérnoslo a gusto es un error. Lo que nos gusta del cebo, ésta es la gran tesis, no es el cebo. Es el pescador. Lo que mola de comernos el gusanito cimbreante no es el mezquino e insignificante gusanito tan abundante ya en el limo del río. Es comernos ése, que el pescador nos propone como un duelo, y vencer.

En román paladino: el sexo, o la pasión, o el enamoramiento, o la NRE, todo eso no es nada de eso, sino un símbolo de otra cosa. Ésa otra cosa es la persona misma, su posesión (por vía amorosa), su reconocimiento de nuestra excelencia, su dominación, si se quiere. Vamos que, por extender el símil, no hay punta de espárrago posible, porque la punta del espárrago se llama “punta” porque va acompañada de un espárrago completo. Y si nos quedamos con la punta, entonces querremos sólo la punta de la punta, y volveremos a la misma vieja contradicción.
El sexo nos excita por lo que representa, y es lo mismo por lo que nos apasiona el amor o nos revoluciona la NRE. La bioquímica de mercadillo podrá decir que es la serotonina la que activa la dopamina, y que es la dopamina de la epinefrina la que elige a la epinefrina de la oxitocina. Pero todo eso es filfa. La gracia de la punta es que es la punta, y que significa que somos tan irresistiblemente guays que mordemos la punta y tiramos el resto. Y eso es muy excitante. Es más mezquino aún, pero excitante lo es y mucho.

Quiere esto decir, en definitiva, que la punta nos da igual. Que nos da igual el sexo, que nos da igual el enamoramiento y que nos da igual todo en sí mismo, porque esas cosas no nos atraen de por sí, sino como símbolos de la relación máxima y extrema que se puede tener con alguien: su dominación. Y quiero decir, que es a lo que voy, y a lo que iba en el texto anterior, que nuestras puntas son cortas porque las tratamos como puntas, porque asumimos el modelo de la punta y el tallo, y porque nos hemos lanzado como morlacxs al capote colorado de la relación, su fase placentera, su pasión, sin cuestionar cómo estaba construido ese placer ni por qué nos lo proporcionaba. Y, claro, el capote es sólo tela, es aire, no es nada. De eso va ser capote rojo e irresistible.

Cuando se acaba el sexo, cuando se acaba el deseo, cuando se acaba la pasión, cuando se acaba toda esa mierda absoluta, no se acaba nada. Lo que ha pasado, simple y llanamente, es que una de las dos personas, ésa que dice que se le acaba la cosa, considera, siente, intuye, casi siempre inconscientemente, que ya se ha comido la punta, que ya se ha consumido a la otra persona y que por tanto es ontológicamente imposible que a esa otra persona le quede nada que ofrecer.
Así que, sabido esto, y si queremos salir del absurdo secuencial y de sus locos seguidores tenemos dos caminitos. O seguimos saltando a la arena del amor con la guadaña lista para cortar puntas sin que nos corten la nuestra, y conformándonos no sólo con el daño que hacemos sino con el poco que vamos a ser capaces de hacer, o transformamos nuestra manera de desear a la gente, y en vez de consumirla la vivimos, la experimentamos, la aprendemos, y, por el camino, que nos vaya pasando lo que nos pase, a veces más divertido, a veces menos, pero siempre apasionante porque pertenece a un proyecto apasionante, y no a un rato apasionante en un proyecto de mierda.

Y luego tenemos la tercera vía, que es un poco la que nos toca queramos o no, por cuestionamiento del modelo o por adaptación a él, aunque lo segundo nos hunde y lo primero nos libera. Consiste en reconocer que hemos aprendido a disfrutar dominando, inflándonos el ego, anotando victorias y puntuando por orgasmos. Y manejarlo, agarrarlo, soltarlo, evitarlo, buscarlo, todo eso un poco, y cada vez más consciente y coordinadamente, de modo que podamos construir la cuerda con la que escapar de la cárcel con las propias sábanas con las que querían amortajarnos. Por eso es útil reírnos de nuestro enamoramiento, y de nuestros celos, y de nuestro deseo, y de nuestra falta de deseo. Porque son piececitas relativas en un juego complejo, y si las movemos con habilidad y sentido común podemos hacer que la partida dure hasta que deje de ser un juego de competición y se convierta en uno cooperativo que nos enseñe a vivir en una vida buena.


jueves, 13 de octubre de 2016

"me gusta que me peguen"


Me dice una amiga que le mola que le peguen. Que no quiere decir en general, claro, como maltrato, sino en la cama, como juego.

Le digo que ya, que normal, que eso le mola a cualquiera.

Que no me crea, me dice. Que hay muchas mujeres que lo critican. Que la moral cristiana pesa y que aún nos falta un largo camino por recorrer. Que yo porque soy una persona con la mente abierta.

Me dan ganas de sacar el móvil y enseñarle cómo describen otras personas mi mente. Me dan ganas de hacerle un pequeño recorrido que parta de los calificativos de temática religiosa a los de temática racionalista-psicopática y de ésta a la del extremismo incendiario nihilista violento. Me apetece sacar todas las descalificaciones juntas para que se visualicen solos los vínculos entre unas críticas y otras, porque tengo la fantasía de que, unidas, compondrían un razonamiento armónico que refutaría en sí mismo la crítica que contienen como fragmentos: “Tu mente, arrogante, piensa, y al hacerlo se cierra a todo lo que sea no pensar, y eso la conduce a la profunda y sórdida raíz, que es lo que buscas arrancar sin piedad para purificar la tierra.”

Me dan ganas de eso, pero de todos modos no lo hago porque, oye, algo me dice que faltan segundos para que deje de parecerle yo tan abierto.

Le digo que no he dicho que no sea criticable, sino que nos gusta a todxs.

Doy ante lxs lectorxs mi palabra de que sólo he contestado lo que me parecía lógico contestar pero, sin proponérmelo, he fundido algún fusible neoliberal, y mi amiga ya no procesa: lo que gusta y lo criticable no pueden ir juntos.
Duda un momento porque tiene que desechar una de las dos ideas, y no sabe cuál, si la que implica que estamos de acuerdo o la que implica que discrepamos. Su intuición acierta y decide pedirme explicaciones:

-¿Qué es lo criticable? ¿Quién eres tú para decirme lo que debo desear? ¿Hasta cuándo vais los varones a controlar el deseo de las mujeres?
-Has dicho que lo criticaban muchas mujeres.
-Pero tú eres un varón.
-Bueno, hazte cuenta de que sólo las cito.
-¿Y quiénes son ellas para criticarme?
-Pensé que si yo no podía criticarte por ser varón, ellas, al ser mujeres, sí podrían. Volveré a hablar por mí mismo, entonces, que me resulta más cómodo, ya que todxs estamos igual de desautorizados.

“Como nadie tiene derecho a criticarte,” prosigo, “te diré por qué me gusta a mí que me peguen, ya que a mí no me importa ser criticado. Me gusta que me peguen porque la cara que pone la persona con la que follo cuando me pega no la consigo ni haciéndole ochenta pajas. Me gusta que me peguen porque sé que no todo el mundo permite que le peguen y, por lo tanto, no todo el mundo puede producir el placer que yo produzco. Me gusta que me peguen porque me hace sexy y deseable, y porque me distingue al fin de todas esas personas que no pueden llegar a ser tan sexis y tan deseables como yo porque no permiten, aunque les gusta, que les peguen. Me gusta que me peguen como me gusta hacerle a mi jefe esa última hora extra gratuita que ni el más sumiso de sus subordinados le hará, porque siento en ese momento cómo él comprende que me necesita, y cómo soy el primero, el más importante, el más poderoso de todxs cuantxs le obedecen.
Por eso me gusta. Y por eso, también, justo por eso, no permito que nadie lo haga.”

Mi amiga está mirando para otro lado. Un lado donde no hay absolutamente nada que mirar.

-Prefiero no hablar más de este tema, –replica. –No puedo con los puritanos.

-A lxs puritanxs sí nos gusta hablar de él, –contesto,- porque podemos con vosotrxs.


lunes, 10 de octubre de 2016

introducción teórica y práctica a la AGAMIA. modelo relacional para indignadxs y radicales


La agamia es una idea extremadamente sencilla y, sobre todo, extremadamente simplificadora de la compleja conflictividad de nuestras relaciones. Pero lo es en el fondo. A primera vista parece a veces como si para entenderla hiciera falta un master en no monogamias que nos permitiera encontrar ese lugar concretísimo y sutil que la agamia ocupa con respecto al resto de los modelos.

Nada que ver. La culpa es, en parte, mía, que escribo como escribo (aunque igual no, porque nunca, nadie, en ningún sitio, se ha quejado).

Pero la aparente dificultad tiene también que ver con el propio concepto, que es radical, y radical significa “de raíz”, y “de raíz” significa que algo que antes estaba, y cuya raíz era persistente a pesar de que el tronco se cortara y se cortara, y cuyo tallo siempre aparecía de un modo u otro para volver a hacerlo todo un poquito parecido a lo anterior, y por eso un poquito reconocible; radical significa, digo, que eso que siempre ha estado ahora ya no está, de ninguna manera, para nada, en absoluto. Y a veces nos resulta tan raro que no sabemos si tomarlo por un error o si quedarnos sin aire. Normalmente lo único que pasa es que no lo reconocemos. No somos capaces de ver que ahí hay una cosa, nada sutil ni minúscula, sino amplísima en realidad, y en realidad enormemente elemental, pero tan ajena a nuestros esquemas que, teniéndola delante, la contamos entre lo que no es.

Bueno, pues eso lo vamos a resolver del todo el día 18, martes próximo, en un taller, porque lo vamos a poner en común y vamos a tratar con los aspectos que nos resultan más difíciles de colocar, y nos vamos a ver las caras y los tonos al expresarlos y eso va a ayudar una barbaridad a la hora de localizar los puntos de la explicación que requieren más refuerzo, más desarrollo o, simplemente, más énfasis; más decir “sí, sí, es que es eso mismo. Lo has entendido perfectamente”.
El grupo será reducidísimo (8 o menos) así que nos podremos detener en las dudas de cada una con toda tranquilidad.

Peinaremos el área, de todos modos, mediante un guion. Lo voy a contar muy por encima, para que tengáis una idea quienes venís, para que la tengáis también quienes no venís, y para permitir que esos dos grupos se permeen de la manera más eficaz posible.


En primer lugar, por supuesto, vamos a ver un poco el concepto de agamia, porque necesitamos un punto desde el que partir. Como no será suficiente para enterarnos, lo referiremos a otros modelos relacionales, de modo que al menos coloquemos el punto de mira. Y sí, lo compararemos con la anarquía relacional, faltaría más, todo lo que haga falta. Pero sobre todo lo vamos a comparar con la monogamia, porque no necesitamos hacer el viacrucis de todos los modelos no monógamos para liberarnos del gamos. El camino sencillo, rápido e indoloro es plantarse en la agamia directamente.

Cuando vamos a terminar de aclarar qué es la agamia es cuando nos pongamos a hablar del gamos, porque a ver cómo vamos a librarnos del gamos, es decir, a ser ágamxs, si no tenemos bien definido aquello de lo que nos libramos. Los palos al aire cansan. Le vamos a dar a él, al gamos. En toda la sustancia.
Y como muchos de esos palos tienen que ir al amor, veremos al amor en detalle, que no nos gusta apalear inocentes. Vamos, que lo someteremos a juicio. Esto no lo digáis por ahí, porque ya sabéis que está prohibido. El amor, en nuestra cultura relacional, está aforado, y, cuando delinque, los trámites judiciales son tan largos que la condena se queda siempre por el camino.

Cuando digo “veremos” quiero decir, literalmente, que lo veremos entre todas.  Esto será un taller. Cuando sea clase magistral lo advertiré en el título.


Eso, y alguna cosa más según el tiempo que nos dé, será el día 18. Y el 25 pasaremos al terreno práctico, porque lo que a todo el mundo nos interesa, entiendo, por lo menos tanto como tener una buena propuesta relacional, es que esa propuesta se aplique y funcione. Así que vamos a tratar varias cosas que tienen pinta de ser útiles como estrategias en el establecimiento de relaciones donde el componente ágamo sea significativo. Veremos cómo lo contamos, cómo lo planteamos, y haremos un esfuerzo por distinguir las situaciones de cordialidad de las situaciones de hostilidad, porque, como decía, ni nos gusta ser injustxs ni, que nos perdone dios, nos gusta ser idiotas.
Ah, y costará 20 euros.

Y pronto habrá online.

Y si queréis más información podéis preguntarme en info@agamia.es, por ejemplo, o por cualquier otro medio que os resulte cómodo.


miércoles, 5 de octubre de 2016

la persistencia del gamos: del enjambre a la hidra (reunión del grupo "agamia")


El sábado pasado nos reunimos la gente del grupo de Facebook.

El tema que nos habíamos propuesto tratar llevaba como título “La persistencia del gamos”, es decir, esa sensación de que el gamos es mala hierba y en todas partes rebrota en cuanto se descuida el jardineo.

La tarde-noche fue tan agradable y tan fértil que me parece interesante hacer acopio de ideas y arrojarlas al espacio digital como si fuera un discóbolo loco.

-Con respecto a la complejidad del gamos el consenso era completo. El gamos es un enjambre, un poco asqueroso, por cierto, y está tan por todas partes que parece que no tuviera ni principio ni final, y que cualquier cosa que se haga contra él va a ser golpear el aire.
Pero nosotrxs decidimos tratarlo como a una hidra y, como Hércules, probar a ir buscándole las cabecitas para cortárselas y, eso sí, cauterizarle meticulosamente los muñones, que ya se sabe que, si no, de donde había una salen dos.

-Lo primero que descubrimos es que los gamos que nos problematizan las relaciones se pueden dividir en dos familias: los gamos propios y los ajenos.

Con respecto a estos últimos, nuestra cuita más dolorosa era la muerte del/a ex o, dicho con más precisión, la muerte que nos da la/el ex. Vamos, que nos mataran.

Como los gamos son incompatibles, estamos sometidos al parejicidio en el momento en el que la persona que tiene una relación con nosotrxs y le ha dado (supongamos que por su cuenta) un cierto carácter gámico, decide construir otro gamos con una persona nueva. Nos encontramos sistemáticamente con un inesperado vacío que huele a sacrificio de nuestra persona en el altar del amor.

Que les alimente el polvo que echarán en nombre de nuestra anulación, pero lo que está claro es que ha llegado la hora de dejar de lamentarnos. Primero: en la medida en que la otra persona sea gámica, mejor tener vigilada esa bomba a la hora de hacernos planes e ilusiones de vinculación. Segundo: en la medida en que el gamos agreda mi vinculación previa, tendremos que hacer recuento de qué hostilidades nos son legitimadas frente a dicho gamos. Eso de dejar a la gente vivir su amor tendrá que tener alguna proporción con que la gente nos deje vivir nuestro no amor. Una cosa es que ellxs divinicen al amor, a nuestra costa. Otra que nosotrxs tengamos reparos con los sacrilegios.

-La segunda clasificación útil, no sé si dentro de los gamos propios, o tal vez aplicable a todos ellos, es la que hicimos entre aspectos del gamos que se nos habían formado (a nuestro pesar) y aspectos del gamos que queríamos evitar que llegaran a formarse. Está claro, o por lo menos lo tenemos claro ahora, que no es lo mismo abrir una pareja que evitar que se cierre. Quien dice “abrir” y “cerrar” dice sexualmente, claro, pero en realidad el gamos es todo cierre, de modo que lo mismo da si hablamos de cantidad de tiempo compartido, de planes asumidos como comunes, de derechos sobre otras relaciones, etc…

-Entre estas cosas que pueden cerrarse o permanecer abiertas dedicamos un rato al vacío gámico, que ya explicaré despacio en algún texto, pero que resumo definiendo como el espacio que el gamos crea entre sí mismo y el resto de las relaciones. Vamos, que el gamos no es la relación más importante con diferencia tanto por lo importante que se hace, como por lo que se carga de la importancia de las otras (el amor es, sobre todo, odio. Lo digo mucho).

Se nos cierra el gamos en forma de vacío gámico cuando descubrimos que no es que estemos evitando a otras personas, sino que de pronto no existen esas personas o que su presencia no es comparable a la presencia de la persona con la cual estamos gamificándonos. O que si nuestra comunicación ayer era buena con nuestra persona gamificable, y también con otras, hoy me encuentro con que me entiendo infinitamente mejor con la primera que con cualquier otra.

-En esto del vacío gámico surgió un cabo suelto, que fue, qué iba a ser, el del deseo. Algunas participantes consideraron que la concentración del deseo sobre la persona gamificable no era un síntoma preocupante, y que difícilmente tenía sentido la idea de disfrutar del encuentro con una persona nueva si no se producía una cierta focalización sexual sobre ella. Otras considerábamos que lo era tanto como cualquier otro, si no más que muchos otros, dado que tendía a pasar desapercibido como control al manifestarse como deseo.
Y ésas son las cabezas que de momento le tenemos localizada a la hidra, así que que se vaya despidiendo de ellas, porque de la localización del problema surge la herramienta, y de su uso surge su perfeccionamiento. Para lo que harán falta, eso sí, más reuniones.

Y todo esto sin una palabra sobre Amarna. En toda la noche. Lo juro.


lunes, 3 de octubre de 2016

¿es el amor lo que se acaba? Tiranizadxs por el deseo.


Nuestra relación se inició con mucha naturalidad. Apenas conocernos empezamos a  sentirnos a gusto lxs dos y el tiempo que compartíamos se fue ampliando, hasta que acabamos en la cama. Lo que nos había parecido una estupenda compatibilidad de carácter se reveló como una enorme complicidad sexual. Nos llevábamos muy bien y follábamos aún mejor.

Pero sé que ha habido un cambio. Sé que las últimas veces me ha gustado, pero no me ha encantado. He sentido placer, pero no lo he esperado como se espera una fiesta. Placer olvidable durante el cual son otras cosas las que recuerdas. Ha empezado a pasar. Y sé lo que pasará después. Y sé cómo acaba esto. Otra vez. Oh… ¿¡qué puedo hacer!?

Ya no hay deseo, ergo ya no es amor. Y si no es amor, entonces aún pronto habrá aún menos deseo. Mi pareja lo percibirá, tal vez lo ha percibido ya, antes que yo... Mi pareja ya se ha preparado. Ya sabe que voy a abandonarla. Ya ha empezado a hacer los primeros esfuerzos desesperados por prolongar lo improlongable. Me da pena, pero… por primera vez comprendo que su carácter es un poco patético.

Es horrible. ¿Cómo podemos acabar así personas que nos hemos sentido tan bien, que nos entendemos aún tan bien, y que tenemos tanto en común? ¿Qué sentido tiene reducir esto a la nada, o a la casi nada?

Pero la pasión se acaba. Dura un tiempo. A veces más, a veces menos. Y después, se terminó. Es la triste ley del amor. Pero también es su espléndida ley, porque nos permite volver a abrir la puerta. Volver a enamorarnos. El amor es la vida, y nadie nos puede quitar ese derecho. Quiero volver a sentirlo. Quiero que regresen las mariposas a mi estómago. Quiero un cuerpo que me haga temblar.

¿Qué debo hacer? Esta pregunta está de más. La verdadera pregunta es “¿cómo voy a hacerlo?” ¿Esperar a que se dé cuenta y se vaya? ¿Acabar ahora, y evitar que nadie pierda el tiempo? ¿Qué es menos cruel? ¿Puede algo no ser horriblemente cruel?

¡Eureka! ¡Aleluyah! ¡Viva! Me han dicho que hay un nuevo modo de separarse. Que se puede trabajar el hacerlo de una forma civilizada y casi indolora, como si te cortaran una rama seca. Me dicen que es muy limpio. Me dicen que para lograrlo hay que aceptar que las relaciones duran un tiempo limitado, que hay que habituarse al duelo corto, que hay que tener un buen grupo de amigxs en el que apoyarse y, sobre todo, esto es lo que más me interesa, que hay que trabajar el futuro de la relación extinta; que la relación ha cambiado, y hay que saber reciclarla de amor en amistad. Ahora empieza nuestra amistad, y puede ser que dentro de un tiempo volvamos a ser muy importantes unx para la/el otrx, incluso a apoyarnos en nuestras futuras relaciones, siendo ya amigxs, grandes amigxs.

Porque así es el amor. Y así es la vida…


…un erial.

Hemos aceptado sumisamente la idea de que el deseo sexual es el indicador definitivo de si debemos o no debemos tener una relación. Si hay deseo, y el resto no es un desastre, hay relación. Si todo va bien, pero no hay deseo, no. Nos da igual ser deseantes o deseadxs. Falla unx: falla todo.

Así, el momento en el que descubrimos la primera flaqueza en nuestra relación sexual es el punto de inflexión desde el que arranca el declive de la relación, y a partir del cual, para quienes no son monógamxs indisolubles, los días están contados.
Y hemos aceptado esta premisa a pesar de lo que hace con nuestras relaciones. En vez de plantearnos que a lo mejor estamos dándole al deseo un papel equivocado, o al sexo mismo, o que no lo estamos entendiendo, aceptamos que arrase con nuestra vida relacional y convierta a las personas en objetos consumibles que deben, si son madurxs, aceptar esa condición con una sonrisa. Más ahora que hemos desarrollado técnicas asertivas de ruptura. Ahora ya ni siquiera nos podemos quejar, porque cumplimos obedientemente con el protocolo de reciclaje: nos están enseñando a tirar el envase al contenedor correcto.

Se está acabando el texto, esta vez casi antes de empezar, así que ya nos veremos más despacio, como siempre. Pero hasta entonces quede aquí la soflama, muy muy muy indignada, de que, si aceptamos esto, seguimos tan monógamxs como siempre. El enamoramiento, o la limerancia, o la NRE, o sea cual sea el próximo conejo que salga de la chistera, no es otra cosa que la enajenación entusiasta cuyo fin es la formación del gamos. Nada que ver con la construcción de buenas relaciones. Lo mismo da que obedezcamos al mandato de esa formación, que que nos engolosemos con el caramelo que la ceba y, dándola por terminada cada vez que la enajenación acaba, actuemos como limeroadictxs, erodependientes o sexoyonquis.

Porque la razón no es otra. La razón es que la cultura del deseo y de la realización del deseo está tan naturalizada que de verdad, con toda la fe, pensamos que es de sentido común, legítimo, humano, e ineludible, romper cualquier cosa con tal de alcanzar la siguiente onza de chocolate.

Pensamos de verdad, como auténticxs imbéciles, que entre sufrir la ley del mercado y aprovecharnos de la ley del mercado hay alguna diferencia, algún cuestionamiento de ese mercado.

Y volvemos a sentir mucha pena por la persona a la que dejamos. Y volvemos a sentirnos rotxs cuando nos dejan y pensábamos que teníamos algo. Y volvemos a follar con la melancolía anticipada, con la angustia perpetua, con un ojo puesto en el contador de polvos, no vaya a ser que se esté acabando nuevamente y haya que ir pensando en salir volando a por más. Y volvemos a pensar en encontrar una nueva satisfacción, en vez de pensar en que algo estamos haciendo muy mal, aunque sabemos con perfecta evidencia que esa nueva satisfacción no va a cambiar nada. Y volvemos a estar solxs. Como lo hemos estado siempre.

Pues vale. Venga, que verás cómo, con el tiempo, vamos a ser buenxs amigxs. De momento, pírate. Que ya no me pones. Que ya no te pongo.