miércoles, 28 de septiembre de 2016

pasa de la @. se dice "NOSOTRAS".


Ni soy lingüista, ni gramático, ni pronominólogo, de modo que igual la pedrada es de gravedad. A mí, desde mi borrosa intuición, me parece que preguntarle al lenguaje por la igualdad es aún tan nuevo que debe de seguir reservándonos tesoros deslumbrantes. Diría que éste es uno. Seguramente, por lo demás, no habré sido, ni mucho menos, el primero en encontrarlo.

En fin, el chirrido que me lleva a pararme sobre el análisis sintáctico lo escuché de mi propio discurso en la redacción del ultimo post. “Nosotros, las personas interesadas en la no monogamia…” o algo así venía a contener algún lugar del borrador.

¿’Nosotros, las personas’? ¿Qué falta de concordancia de género es ésa? Si “las personas” es el sujeto, y es femenino… “Nosotras, las personas” es lo correcto, ¿no?

No sé si es lo correcto o no. Lo que sé es que jamás en mi vida he dicho “nosotras, las personas”. Eso se siente. Y siento que sea cual sea el sujeto de la primera persona del plural al que sustituya el pronombre “nosotros” yo siempre he dicho “nosotros”, salvo, claro está, cuando digo “nosotras y nosotros” o cuando me salto voluntariamente la regla gramatical y me entrego a la vida loca de decir “nosotras”.

¡Ah, espera! Ese “las personas” que añado entre comas no es el núcleo del sujeto. Ya no me acuerdo cómo se llamaba, pero es otra cosa. El sujeto al que sustituye el pronombre sigue oculto por el pronombre. Si añado “las personas” es precisamente porque “las personas” no es lo que representa “nosotros”. Sin el uso del pronombre, la frase sería, por ejemplo, “Sofía e Israel, las personas interesadas en la no monogamia”. Hace falta que “las personas…” aporte algo. Un momento… ¿Y si digo “Nosotros, María e Israel…”? ¿Qué estoy aportando sobre el sujeto “nosotros”? Si la redundancia es correcta, entonces “nosotros” puede sustituir a “las personas”. Y, si sustituye a las personas, es “nosotras”.

Pero, a ver, aquí tiene que haber un error. Si cada vez que el sujeto plural es femenino, el pronombre debe ser femenino, entonces esto del “Nosotras, las personas”… ¡sería frecuentísimo! ¿¡Cuántas veces un pronombre plural está sustituyendo a un sujeto femenino plural!? Si tenemos en cuanta sólo el sustantivo “persona”… ¡La mayoría! ¿Qué otro sustantivo utilizamos precisamente para hablar de los individuos? “Individuos” no. Y “hombres” tampoco, o al menos ya no. ¿”Seres humanos”? ¡Qué va! Cuando hablamos de un grupo de… personas, y nos referimos a él con un pronombre, el pronombre está sustituyendo a un sustantivo femenino que es estas u otras “personas”. Lo correcto es el femenino: “Nosotras”, “vosotras” y aquellas personas, es decir, “ellas”.
Me huelo que aquí me van a decir que, en rigor, al hablar de personas se habla de grupo de sujetos individuales con nombre propio, y que independientemente de que “personas” sea la sustitución natural, el pronombre hace referencia a una lista de nombres propios, de modo que el plural, siguiendo a la RAE y su reglas inclusivas según criterios del s XVII, lo que toca es el masculino.

Pues no se sostiene. No sólo porque lo de que el lenguaje hace referencia ideal a un grupo de sujetos etc, etc… no parece atenerse mucho a una visión práctica del habla: Las oraciones no tienen sujetos de más de tres o cuatro elementos desde la lista de naves de la Ilíada. No es que no hablemos así, es que no pensamos así. Y si nos dicen que así es como tenemos que pensar, me temo que la única razón va a ser justificar el masculino general a posteriori. Pero es que, además, hay frases en que la sustitución tiene una relación directa con un sujeto expresado previamente en femenino plural. Si digo “Las personas que acabamos de llegar tenemos hambre. Nosotras no hemos comido aún”, ¿se me puede decir que el “nosotras” es incorrecto porque no hace referencia a “las personas que acabamos de llegar” sino a una hipotética lista de nombres a la que yo me estaría refiriendo? Pero, ¡si a lo mejor ni me los sé! Y, mucho más importante, ¡A lo mejor no conozco su género, ni su sexo, ni su nada! ¿El pronombre se desvincula de su relación gramatical con el sujeto al que se refiere y da el salto a la realidad, haciendo un chequeo de género individualizado? ¿Eso lo hace el pronombre o lo hace el inmovilismo de según qué señores gramáticos escandalizados?

La verdad es que no encuentro excusa para no generalizar el “nosotras”, el “vosotras” y el “ellas”. Ya no hace falta explicar que es lenguaje inclusivo, ni hace falta explicar que lo usa un individuo masculino por concienciación, por compensación sociohistórica, ni por nada. Es que lo correcto es el femenino.

“¿Y por qué no se usa NUNCA? ¿¡Eh!? ¿Sólo por machismo? ¡Qué raro!”

¡¡¡Ay, amigo!!! (eres amigo, ¿no?) ¿Y si te digo que sí se usa?

¿Os acordáis de Félix Rodríguez de la Fuente? Yo tampoco. Pero él era muy proclive a referirse a las camadas de los animales que documentaba con el sujeto plural “las crías”. Como era muy redicho y muy formal en su estilo, para no repetirse y conservar la propiedad, en la siguiente frase decía siempre “ellas”. “Las crías de nutria probarán hoy por primera vez la carne. Ellas…” (Ese “ellas” enfático, que parecía que se iban a volver las bestezuelas, ellas, a mirar a la cámara).

¿Era sexador de nutrias Félix Rodríguez de la Fuente? No que se sepa.

“¡Son animales!” Ya salió… (la propensión, sí, a mezclar animales y mujeres)

¿Sabéis cuándo se utiliza con toda naturalidad el pronombre femenino plural sustituyendo a un sujeto plural HUMANO? Cuando se habla de “víctimas”. No voy a entrar en el cargadísimo sesgo de género que tiene esto. Pero pensadlo: “Las víctimas. Ellas.”

“Bueno, también se dice a veces “Las personas, ellas”. Tiene que ver con la lejanía, con el uso de la tercera persona. No se dice “Las personas, nosotras””. Venga, vamos a por el último baluarte de resistencia machista (y en este caso homófoba), aunque ya está claro que es rebatir al rebatido.

Es cierto que no se dice “Nosotras, las personas que estamos aquí”, sino “Nosotros”. Pero, ¿a que “Nosotras las víctimas” no sonaba mal? Es el sesgo de género. “Víctima” se puede feminizar. Cuando nos llamamos víctimas aceptamos ser tratados “como mujeres”, porque se produce una facilitación del significado. El femenino ilustra mejor la condición de víctima. Vaya si lo hace... Mira, al final sí he entrado.

reverte arrojándose por un barranco al comprender que debe decir "nosotras".
Es decir, que si no decimos “Nosotros las personas” es, simple y llanamente, porque nos duele el alma el femenino plural, y porque estamos todas de acuerdo en cometer solecismos con tal de respetar nuestra campante misoginia y homofobia, especialmente en lo que se refiere a que nosotras presentemos un género dudoso. O que lo presente la de delante, la segunda persona, que al fin y al cabo todavía me puede partir la cara. La que no está delante, ésa sí puede ser feminizada, que se joda, que la gramática es la gramática.

Pues me temo que no hay excusa. Cuanto más invoques a la RAE más te nosotrasizas, te vosotrasizas y te ellasizas. Ahora pídeme la arroba. Vamos, pídemela.

Pues no te la doy.


lunes, 26 de septiembre de 2016

lxs monógamxs tampoco son "normales".


Nos es de sobra conocido que las nuevas no monogamias son, a día de hoy, todavía minoritarias. Lo es también que esa característica no ayuda a su normalización.

Como me incomoda el discurso de la tolerancia y me parece proclive al apoliticismo, no diré eso de que la no monogamia debería ser tenida como normal, tan normal como la monogamia misma. Que gran parte de la monogamia trate a la no monogamia como un modelo equivocado es, reconozcámoslo, perfectamente coherente. Es la coherencia simétrica a esa otra que nos lleva a la mayoría de las personas no monógamas a pensar que la no monogamia es un modelo mejor, y a muchas de nosotras a defenderlo abiertamente.

La superioridad e inferioridad de unos modelos u otros es discutible y debe ser discutida, dado que esta superioridad depende íntegramente de la forma en que dichos modelos se llevan a la práctica. Y el derecho de lxs monógamxs a desaconsejar la no monogamia es inalienable, o sólo alienable por un buen intercambio de argumentos.

Pero de ahí a aceptar sumisamente las desventajas logísticas que conlleva la condición de minoría hay una gran distancia. Una cosa es que la/el adversarix sea más numerosx. Otra, que se le reconozca por ello derecho a invisibilizar nuestro discurso mediante el ruido, el menosprecio o el avasallamiento. Tenga la/el adversarix a bien recordar que su pertenencia al modelo hegemónico le hace, con excesiva frecuencia, desatender la necesidad de sustentarlo con razones. La monogamia, señorxs monógamxs, se apoya demasiado en el arma de la “normalidad”, y esa arma tiene doble filo, porque una vez superada la sugestión de que la no monogamia va contra natura, la pro-monogamia suele aparecer como una elección arbitraria y exógena.

La mayoría monógama es una mayoría por inercia, y muchas de las ventajas logísticas de su discurso están ahí porque nunca hemos entrado a pelearlas. La que voy a refutar hoy es su apariencia de bloque coherente, ante la que la no monogamia, fragmentada en un importante número de corrientes, queda situada sobre un suelo frágil y discontinuo.

No es justo, y es justo no dejarlo pasar.

Nuestro recurso más frecuente frente a esta supuesta consistencia sobrevenida a la monogamia ha sido al aunar a las no monogamias (y a la no gamia, ¡y a todo!) en un bloque no monógamo. Ese bloque ha sido llamado así a veces, o ha sido llamado "amor libre", o es llamado, aprovechando su modelo más practicado, simplemente “poliamor”. No es mala idea ni abogo por que se abandone, pero tiene desventajas de las que deberíamos ser conscientes para poder sortearlas cuando amenacen con relegarnos a la marginalidad.

La primera es que, sumadas todas las hormigas, seguimos sin construir un elefante, de modo que en ocasiones podemos estar, simplemente, sacrificando diversidad a cambio de un aumento de magnitud imperceptible. A la hora de denunciar la mononorma, que es en lo que la unidad no monógama resulta más interesante, el peligro de hacerlo desde otra normatividad monolítica se vuelve inminente.

La segunda es que la barrera situada entre la monogamia y la no monogamia no responde en absoluto a una realidad (lo explico aquí) salvo, en todo caso, desde una percepción estrictamente poliamorosa, que enfrenta a la monogamia infiel con el poliamor “honesto”. La unidad no monógama se antagoniza frente a la monogamia, haciendo el paso entre ambas propuestas menos gradual y mucho más traumático. La división entre monogamia y no monogamia obliga, como el amor hace con las categorías de “pareja” y de “amistad”, a dar saltos traumáticos entre una y otra.

Por último, la división binaria hace a la no monogamia fácilmente atacable, toda vez que la funde con las peores criaturas de depredación sexual neoliberal. En este sentido, más que en ningún otro, la no monogamia no puede aparecer como una sola cosa mas que allí donde la indiferenciación resulte netamente eficaz. Se le dirá, si lo hace, y con razón, que para eso mejor nos quedamos como estamos, con el amor convergente de Giddens, y demás cantos al sol.

Así que nos va a venir muy bien complementar la herramienta de la unidad no monógama con la de la fragmentación monógama. Dado que el discurso monógamo depende hasta lo patológico de su condición hegemónica, cuestionar que exista una hegemonía a la que pertenecer cortocircuitará todo el sistema de creencias.

¿A qué tipo de monogamia perteneces? ¿Por qué eliges ésa y no otra? ¿Cómo haces para encontrar gente como tú? ¿Tu pareja practica tu mismo tipo de monogamia?

Nos van a preguntar que de qué hablamos.
Pues hablamos de que la monogamia secuencial no tiene nada que ver con la monogamia indisoluble, porque, a diferencia de ésta, la primera concibe la relación como transitoria, y piensa, siente y actúa en consecuencia. Y de que una persona “indisoluble” y una “secuencial” que comienzan una relación sin tener consciencia de esta diferencia fundamental, no sólo construyen sobre un proyecto de manipulación, en el que el éxito de cada una depende de lograr transformar a la otra, sino que seguramente no necesiten nada más como garantía de fracaso, en el sentido de que será una experiencia poco edificante.
Pero es que una persona monógama cuyo objetivo relacional sea lograr descendencia no tiene nada que ver con otra cuyo objetivo sea disfrutar de la persona misma a la que se une. Que cada quién llame a cada uno de estos dos modelos como quiera. Si no tienen nombre hoy es porque el tenerlo pondría de manifiesto diferencias radicales que reducen el rango de personas compatibles a niveles preocupantes y contrarios a la voluntad sistémica de que se construyan parejas a troche y moche.

¿Y las diferencias radicales en cuanto a los proyectos de convivencia? ¿Y en cuanto a la idea de roles de género? ¿Y en cuanto a la presencia en la vida de otras personas emparejables (ex, amigxs enamorables, etc…)?

La respuesta de mala fe a la confusión existente entre todas estas “familias” monógamas es que la relación será lo que sea y dará de sí lo que dé. Esa respuesta es el reconocimiento tácito de que la relación se concibe como una partida en la que cada participante guarda bien sus cartas.

Justo eso que nos reprocharían a nosotrxs si no reconociéramos, en cuanto empieza el interrogatorio, que no tenemos carnet de monógamxs.



miércoles, 21 de septiembre de 2016

nueva sección: CINE DE MIERDA.


Sería mejor que existiera tanto cine interesante y de calidad, y que fuera tan accesible, que nos perdiéramos en él y pudiéramos despreciar el resto.

También sería bueno que los medios no estuvieran tan vendidos a cualquier producción pesetera, y que no acaben llevándonos de los pelos a tragarnos memeces incluso cuando hacemos lo posible por resistirnos a ellas.

Lo que no sería nada bueno es que nos pusiéramos dignxs y despreciáramos la experiencia (anti)cultural de nuestro entorno como si no fuera nuestro entorno y como si ésa fuera una manera razonable de relacionarse con él.

A veces hay que mirar algo. Casi siempre hay que mirar mucho. Y en ocasiones llega el momento de buscarle salida a tanta mierda machista y mononormativa como nos tenemos que comer. Así que de eso irá esta sección.

Como no tiene sentido que sea un desahogo personal, y como no soy un crítico cinematográfico que pueda ofrecer amplios, precisos y definitivos análisis sobre cada obra, procuraré atenerme a dos reglas. La primera, brevedad. La segunda, extraer de cada abominación comentada alguna reflexión que nos pueda servir de algo, especialmente para entender cómo funcionan estas abominaciones al tratar los temas amorosos, y cómo evolucionan unas sobre otras con el fin de seducirnos camino del infierno.

Ah! Con respecto a los espoilers la regla es que, si puedo, os ahorro la peli.

Voy con la primera.


SEXO FÁCIL, PELÍCULAS TRISTES.

-¿Qué te ha parecido el guión? Aún estoy buscando un título.
-Me parece una película fácil de sexo triste.
-Pero así no puedo llamarla.
-Pues no sé… ¡dale la vuelta!
Las comedias románticas suelen reunir dos características que adoro (amén de la recientemente señalada por Vigalondo: “Son una apología del acoso”. Viene él con una. Veremos).
La primera es que no te ríes ni aunque te paguen. En ésta sale Areces, que no necesita texto para satirizar situaciones. Menos mal…

La segunda es que todas empiezan con un ganchito que te está diciendo “las comedias románticas son una mierda, pero ésta es distinta. Ésta es de verdad, es actual, y es sobre ti”. Todas. Y luego, por supuesto, son cine de mierda.

Ese gancho lo utilizan, lógicamente, para sobreponerse a la sensación que dejó en la/el espectador/a el último bodrio graciosoamoroso que le tocó tragarse. Pero cumple, de paso, la encomiable función sistémica de resignificar la mononorma y la amatonorma. Vamos, que el cuestionamiento amoroso y monógamo que hayas hecho o tenido la suerte de encontrar desde el último soponcio, viene la peli y te lo cuestiona a ti. ¿Qué te has creído?

La película que nos ocupa es cinematográficamente mala; sólo mala. Su mensaje, sin embargo, sí merece un lugar de honor en el panteón de los horrores. La ingeniosa estrategia que lo vehicula es la de meter una historia dentro de otra historia. ¿De qué modo? ¡Gran idea! Un guionista sentimentalmente jodido y especializado en comedias románticas ultraconvencionales escribe a lo largo de la película el guión de una comedia romántica ultraconvencional. ¿Qué mayor cuestionamiento que ése? ¿Y qué mejor planteamiento para escribir desde la autoridad que concede la experiencia? Hay bombillas que se encienden para dentro.

Lo malo de la historia no son los mil tópicos machistas y mononormativos en los que era de prever que cayera y cae (por ejemplo, eso de que nos presenten a las dos novias como dos mujeres con su correspondiente habilidad artística, correspondientemente despreciada por los correspondientes novios, y correspondientemente despreciada por los creadores de esta obra maestra, que deciden mostrar planos reales de esa habilidad que las correspondientes actrices sólo poseen a un nivel como mucho amateur, pero que, claro, será correspondientemente valorado por unos espectadores que entenderán que, para ser mujeres, ya les va bien con bailar un poquito y con tocar un poquito el piano).

algunxs de sus responsables, se diría que orgullosxs.
Lo malo no son las patéticas tentativas de darle profundidad al recurso de la historia dentro de la historia (¡Uau! ¡Tanto el escritor como su creación engañan –perdón, son seducidos, pero es que el párrafo sobre los tópicos machistas era el anterior- a sus novias con ¡el mismo personaje! –del que, por cierto, no volvemos a saber nada, el artificio por el artificio-. Me pierdo en tan rico arabesco diegético…).

Lo malo ni siquiera es que la comedia romántica estrictamente convencional (hasta el sonrojo) ocupe inútilmente la mitad del metraje, lo que nos aboca a escuchar a Quim Gutiérrez su enésimo monólogo final abriendo el corazón de un personaje mediocre y mezquino para explicar que va a seguir siendo mediocre y mezquino, pero mediocre y mezquino enamorado, con un encanto tan idéntico al de todos sus monólogos anteriores que resulta, no ya previsible, sino absolutamente estomagante.

                                                                                           os dejo el monólogo de Quim, que me gusta regalaros cosas.

Lo verdaderamente malo de morir es la moraleja. Porque, ojo aquí, este escritor, que previamente nos había explicado que no quiere escribir historias reales porque la realidad es una mierda (¡como la peli! Casualidad…), descubre que, si quiere ser feliz en el amor, atención, ¡debe seguir los pasos de sus propios personajes! Vamos (perdón por la aclaración) que esto es metacomediromanticismo: el fallo de la comedia romántica es que nos la tomamos demasiado a la ligera cuando ¡Es la Biblia!

Si no fuera todo tan tonto diríamos que es retorcidamente manipulador. Pero es que los sistemas se defienden así a veces: generando mil respuestas estúpidas y desesperadas y confiando en que alguna posea una cierta eficacia.

Mierda pura.


lunes, 19 de septiembre de 2016

ya he renunciado a la pareja. ¡¡¡¿Y AHORA QUÉ?!!! (y ii) sociabilizar la intimidad


Parece que nuestro mayor problema a la hora de abandonar el modelo relacional de la pareja está relacionado con ese cajón de sastre que llamamos “afecto” o “satisfacción de las necesidades afectivas”.

Qué sea el afecto que necesitamos y qué afectos esperamos que nos sean proporcionados por la pareja son preguntas que abren un agujero de espesa oscuridad en cualquier teoría o modelo relacional.

Se habla del afecto, se le pone en el centro de todo lo imprescindible, pero apenas se concreta qué es (salvo algunas definiciones o listas sumamente generales), hasta el punto de que prácticamente queda identificado con la pareja misma. El afecto, en el fondo, sería aquello que nos da la pareja y que no nos da nadie más porque nadie más está en situación de darlo. Casi da igual en qué consista, afecto es “resultado de la pareja sobre mi vida emocional”.

Desde esa perspectiva está claro que la pareja es insustituible, porque nada que no sea la pareja puede serlo tan bien como ella. Pero lo que hemos decidido preguntarnos testarudamente es si podemos obtener fuera de la pareja, no una imitación de la pareja, sino aquello que de la pareja nos parece digno de ser deseado. Y nos lo preguntamos porque sospechamos que la pareja es, tal vez, un pésimo medio para conseguirlo.

Ni éste, ni éste, ni el presente texto pueden ser una exposición sistemática de esas necesidades ni de esa sustitución. Pero cada uno de ellos pretende dar un bocado sustancial a los cimientos que sustentan la idea de que fuera de la pareja no hay más que tentativas agónicas y contrahechas de reproducir el paraíso perdido del gamos.

En este caso quiero proponer una categoría que considero útil como herramienta teórica y práctica, y que puede desmitificar definitivamente la idea de que somos un pozo de afecto que sólo la pareja puede llenar. Tal vez se pueda decir que no se trata más que de otra forma de afecto, o tal vez tenga tanta autonomía y ocupe el espacio de tanto afecto que el afecto mismo quede reducido a un ámbito de acción sorprendentemente pequeño.

En cualquier caso, creo que podemos afirmar que el afecto que los modelos gámicos, especialmente la monogamia, hacen recaer sobre la pareja, quedan satisfechos mediante la sociabilización de la vida íntima, es decir, mediante lo que coloquialmente conocemos como “compañía”.

Cuando la pareja acaba hay una gran masa de vida privada e íntima que queda repentinamente aislada. El espacio destinado al gamos es inmenso, y a medida que nuestra vida relacional se desarrolla (dado que nos alejamos progresivamente del núcleo familiar de origen, de lxs amigxs, de la convivencia colectiva…) ese espacio se incrementa y se hace específico. A partir de cierto momento la mayor parte de nuestra vida está formada por un gran espacio que a nadie interesa salvo a una posible pareja. Somos, literalmente, el andrógino demediado de Platón. Seres deformes que sólo pueden recuperar una forma armónica mediante la fusión con otro ser deforme. Sin pareja no existimos, porque carecemos de testigos.

La angustia generada por ese vacío, por esa repentina inexistencia para el mundo, es el origen de uno de las necesidades afectivas más importantes que la pareja viene a satisfacer. Ella la crea y ella la cubre. Y ella es tan eficaz comparada con cualquier otra cosa conocida para cubrirla que pensamos que ella es la necesidad misma. Pero nosotrxs somos gente suspicaz…

¿Qué pasa con ese espacio? ¿Cómo está constituido? ¿Necesitamos llenarlo todo? ¿Cuánta de esa necesidad es real y cuánta es un espejismo creado por la idea y forma de la pareja? ¿Está a nuestro creativo alcance hacerlo de un modo más eficaz del que utiliza la pareja?

Bisturí.

No es ninguna idiotez la necesidad de testigxs en nuestro espacio íntimo. No es narcisismo, ni inmadurez, ni inseguridad. Es sociabilización de una parte de nuestra vida que es constitutiva de su conjunto, que es causa, que es consecuencia y que es imprescindible. Si la pareja no acaba (¡ah, que no lo hace!) con nuestra sensación de soledad íntima no es porque se trate de una mala pareja y no sea el testigo adecuado de esa vida, sino porque no es testigo suficiente; porque una sola persona no presencia, no explica, no se empapa de la parte suficiente de esa vida, o desde una perspectiva suficientemente amplia. Necesitamos otra persona, y otra, y otra más, con las que compartir nuestra manera de ducharnos, el orden del cajón de los calcetines, la actitud al despertar, la frecuencia con la que fregamos el baño, para entender nuestro propio comportamiento, para mejorarlo, para conocer su historia, para que adquiera valor, para que deje de ser el relleno de la vida y pase a ser parte de la vida.
Y necesitamos el laboratorio de la soledad en el que diseñar nuevos experimentos, en el que llevar a la práctica lo aprendido en compañía, en el que corregir errores y perfeccionar virtudes, en el que fraguar las revoluciones de nuestra vida relacional. Necesitamos que nuestra vida íntima no sea secuestrada hasta su disolución en vida con pareja. Necesitamos no renunciar a lo construido en nuestra intimidad, no tratarlo como un caparazón vergonzante del que deshacernos y del que olvidarnos tan gravemente que somos incapaces de encontrarlo cuando la ruptura de la pareja nos hace echarlo de menos.

Por eso, también, estamos solxs en pareja, porque aquella intimidad ha sido abandonada, y con ella parte de nosotrxs que ya nadie puede testificar ni reconocer, ni ayudar a mejorar, ni hacer formar parte de nuestra historia. Y por eso es tan fácil cerrar el círculo de acusaciones contra la pareja: porque ni es suficiente donde la necesitamos, ni es invitada donde la tenemos. Porque lo que la pareja hace se hace mejor de otras formas.

Ahora, qué formas sean ésas, bueno… pensé que con mil palabras le haría una brechita al tema. Pero apenas le he rascado la pintura.

Tendremos que volver a quedar.

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viernes, 16 de septiembre de 2016

ya he renunciado a la pareja. ¡¡¡¿Y AHORA QUÉ?!!! (i)


(gracias a la estupenda gente del grupo AGAMIA por sus ideas para la confección de ésta y la próxima entrada. en grupo vamos más rápido y más lejos).

La agamia se fundamenta en la convicción de que la pareja no sólo puede ser sustituida por una comunidad relacional, sino que es conveniente que lo sea, porque la comunidad es el lugar en el que se satisfacen con verdadera eficacia aquellas necesidades que, en los modelos gámicos, satisfacen las parejas.

Ésa es la convicción, pero ahora hace falta argumentarla.

Queda fuera de mi alcance exponer en un solo post las funciones que la pareja realiza para nosotrxs (no para el sistema) y cómo todas ellas son mejoradas en lo sustancial al pasar a la comunidad. Debo conformarme con una idea general, y con la invitación a debatirla, ampliarla y refutarla.

El enfoque tampoco es fácil: Puedo intentar plantear el problema desde una perspectiva humanista teórica, preguntándome qué es lo que las personas necesitamos de nuestro contacto con las otras personas (aun así me vería seguramente obligado a contextualizar un cierto modo de entender las necesidades) o puedo saltar frívolamente al terreno de lo práctico y buscar algún recurso para preguntarme por un aquí y un ahora que nos resulte muy de aquí y muy de ahora.

Evidentemente, mi camino es el salto frívolo. ¡Hop!:

Mi pareja acaba de “disolverse” (aprovechando que es una hipótesis evitemos los escabrosos detalles) y yo he decido que, en adelante, viviré sin pareja en absoluto, apoyándome en alguna que otra idea ágama.

Aún no tengo claro si lo que estoy haciendo me va a llevar a una revolución, a una resignación o, tal vez, a la sustitución de unos hábitos por otros igual de frustrantes. Al menos sé que la repetición de lo que he vivido hasta ahora no me parece un gran plan.


El sexo: la preocupación inmediata

Pasaré rápidamente sobre la cuestión del sexo, porque está prolijamente tratada en otros mil textos, y porque la idea de que la violencia sexual que implican las relaciones fuera de la pareja (normalmente de baja o muy baja intensidad, pero que lleva tarde o temprano a añorar tener relaciones sexuales con alguien que “te quiera de verdad”) no tiene que ver con que exista una violencia implícita en el hecho de que las personas tengan relaciones sexuales fuera de la pareja, sino con que el gamos les obliga a acompañar la relación sexual con el mensaje humillante “recuerda que no eres mi pareja”, humillación que recae especialmente sobre las mujeres.

Hecha esa distinción definitiva, el resto tiene que ver simple y llanamente con que las expectativas sean siempre razonables (las relaciones sexuales no implican ninguna otra cosa, del mismo modo que ninguna otra cosa implica tener relaciones sexuales) y con que las personas se traten perfectamente bien.

Otra cosa es si cabe esperar que mi vida sexual conserve un mínimo de esplendor, dadas las condiciones culturales del sexo. Pero eso no es lo que nos importa aquí. Aquí no nos planteamos si vamos a follar lo suficiente, ni si es una opción tener pareja para poder follar. Lo que nos preguntamos es si hay algo que impida igualar o mejorar la vida sexual propia de la pareja una vez que decidimos abandonar el modelo relacional de la pareja. Y nada lo impide, más allá de la voluntad de las personas. Lo que está claro es que  yo, que acabo de decidir cambiar de modelo, puedo ofrecer las condiciones necesarias y suficientes para que esa vida sexual en el seno de lo común sea mejor que la de la pareja.

Pues con eso es suficiente.


El afecto: la preocupación peligrosa

La verdadera pregunta se formula en torno a esa cosa tan imprecisa que llamamos afecto. ¿Se puede obtener el afecto que la pareja nos proporciona fuera de la pareja?
En otro lugar distinguí entre afectos funcionales y afectos sustitutivos. Dije, en resumen, que los funcionales son aquellos que satisfacen la necesidad que atienden, y que los sustitutivos son los que consuelan por no poder satisfacer dicha necesidad. Añado ahora que el afecto de pareja es fundamentalmente sustitutivo, y que el afecto que temo no poder conseguir es justo el que no voy a necesitar, porque si mi entorno relacional es suficiente, dicho entorno satisfará la mayoría de mis necesidades afectivas sin necesidad de afecto sustitutivo explícito.

Un ejemplo: El reconocimiento.

Decimos que necesitamos reconocimiento queriendo decir que necesitamos un papel específico que nos haga, si no necesarixs, sí, al menos, partícipes de la construcción de lo colectivo. Y que necesitamos que ese papel sea reconocido.

Parece evidente que la sociedad (especialmente el entorno laboral) no es muy de reconocer nuestro papel, sino más bien de transmitirnos el mensaje de que no tenemos papel ninguno y de que cada día que nos levantamos tenemos que demostrar que mereceríamos, tal vez, un cierto papel si nos esforzáramos muchísimo más de lo que lo hacemos.

Es entonces cuando aparece la necesidad de reconocimiento que atribuimos a la pareja.
Esa forma de afecto consistente en transmitirnos reconocimiento es, claramente, un afecto sustitutivo. Sólo quien es testigo de mi papel puede reconocerlo. Quien no lo es podrá decirme que está convencidx de que lo desempeño con eficacia, pero no podrá reconocerlo. Por otro lado, sólo quien deslegitima mi papel puede cubrir ese agujero que crea en su reconocimiento (dejando de deslegitimarlo). Cualquier otra persona podrá decir que la primera se equivoca, pero no podrá evitar la existencia de su opinión.

El reconocimiento como afecto funcional por parte de la pareja aparece en aquello de lo que la pareja es testigo o participa. Por eso la pareja ha sido y sigue siendo un agujero de reconocimiento para las mujeres: porque su condición de trabajadoras por y para la pareja (trabajo doméstico, crianza, afectos…) se realiza con la plena condición de testigo del varón, pero sin su reconocimiento, o sin que éste sea suficiente. El reconocimiento inverso, el de contar las cosas de la oficina para que nos digan lo buenxs que somos en ella, aunque nuestrx jefx nos abronque a diario, es un afecto sustitutivo.

El mismo reconocimiento repartido entre un grupo de, digamos, diez personas, lo hace más eficaz y menos sustitutivo, por el simple hecho de que la diversificación de opiniones lo vuelve más convincente (más posibilidades de que existan en él fuentes de información directas o autorizadas, por ejemplo, y, sobre todo, más impresión de opinión general). Pierdo, eso sí, la existencia de una persona que dedica una gran cantidad de recursos (los que luego se reparten entre diez) a mi reconocimiento. Pero el hecho de que esos recursos estuvieran concentrados, lejos de ser una virtud, se revela ahora como un defecto.

Razonamientos análogos son posibles para el resto de las conductas que englobamos bajo la categoría de “afectos” y, aunque será bueno desarrollarlos en otros lugares, aquí sólo adelantaré dos conclusiones. La primera es que, a misma dedicación, el grupo relacional es siempre más eficaz para la satisfacción de las necesidades afectivas (es decir, que su afecto tiende a ser más funcional y menos sustitutivo). La segunda es que no es cierto que sean los afectos nuestra preocupación principal cuando abandonamos el modelo de la pareja. Lo que genera la mayoría de nuestras angustias, y la mayor necesidad de afecto sustitutivo, lo trataré en el siguiente texto bajo el pomposo nombre de “sociabilización de la vida íntima”.

Lo que vulgarmente conocemos como “compañía”.

ir a PARTE II. "sociabilización de la vida íntima".


lunes, 12 de septiembre de 2016

EROTISMO. actrividad II. EL EROTISMO EXACTO


Vamos a jugar un poco con la distribución erótica, a ver si conseguimos flexibilizarla.

Es sólo un experimento.

Sucede que mediante el sexo dividimos a las personas en dos tipos: aquéllas con quienes estamos dispuestxs a tener relaciones sexuales y aquéllas con las que no. Esto deja también dividida a la propia actividad sexual en presencia o ausencia de sexo. Y en nada más.

Todo esto es muy grosero. Compliquémoslo, como se hace con las identidades, para que se tambalee un poco. Pero recuerda no tomarte lo que hagamos demasiado en serio durante demasiado tiempo. No se vuelva un nuevo obstáculo. Como las identidades.

Primer paso

Divide el sexo en varias prácticas, cada una con una diferente categoría de intensidad e intimidad. Una especie de sexo por niveles. Algo así como un sexo incipiente, un medio sexo y un sexo completo, por decir algo. Hazlo con cierta claridad y precisión. Que puedas distinguir cada uno sin problemas. Un ejemplo podría ser

a-acceso superficial al cuerpo con fines expresamente eróticos. Tocar por el gusto de tocar (imagino algo parecido a la confianza que suele tener en público una pareja establecida).

b-enrollarse en el sentido tradicional (como actividad a la que las personas implicadas se entregan expresamente)

c-inclusión general de encuentro desnudo con dedicación erótica plena, participación de genitales, etc…

Es sólo un ejemplo para que se entienda. Lo que hace falta es tu propia lista.

Segundo paso

Ahora vamos con el no sexo. Lo vamos a subdividir también, porque no queremos que sea una sola categoría, tan brutal y definitiva. Tendrás que ir del rechazo total del contacto a, esto es importante, una categoría que esté próxima a la menos sexual del primer grupo. Yo elijo hacerlo nuevamente en tres. Serán estas:

a-ausencia completa de contacto. Nuestros cuerpos no se tocan o sólo accidentalmente. Nos saludamos con un gesto.

b-contacto libre dentro de la brevedad. Proximidad física y relajación ante la presencia del cuerpo de la otra persona. Nos saludamos dándonos la mano.

c-acceso libre al cuerpo. Periódicamente contactos amplios que vienen justificados por manifestaciones de afecto, ayudas a la distensión emocional o muscular, comunicación con el apoyo a veces de un canal táctil (por ejemplo coger la mano)…
Tercer paso

Llega lo más difícil. La idea es sencilla, pero imaginarla de verdad requiere un cierto esfuerzo. Vamos a hacer una sola escala con todas las categorías (fácil hasta aquí, claro, la sexual empieza donde acabe la no sexual) y (esto es lo difícil) vamos a llamarla escala de categorías eróticas.

Eso es. Todo es erotismo. En distintos grados, pero todo lo es. Incluso la relación que tenemos con esas personas con quienes no nos planteamos de ninguna de las maneras una relación sexual convencional. Nuestra relación con ellxs también es erótica, porque no podemos exigir que dejen en casa su erotismo al tratar con nosotrxs. Las personas están erotizadas. Todas. Es mejor que lo aceptemos de una vez. Y nuestro trato con ellas es erótico siempre. Es el grado de aceptación de interactuación erótica lo que podemos, más o menos, determinar. Y ni siquiera demasiado, porque ese grado, por ejemplo, no contempla el cero. Lógicamente, tampoco te pueden deserotizar a ti, en ningún lugar, en ninguna circunstancia. Tu erotismo no entra y sale. Va contigo y así es como estás en todas partes.

Ya tienes tu escala. Te dejo con ella. Seguro que hay mil juegos que te apetece probar.

Puedes buscarle su lugar a distintas personas, eso es lo más inmediato. Pero también puedes buscar confluencias entre los deseos de otras personas y los tuyos allí donde esa confluencia está rota porque no queréis lo mismo. Seguro que si tu escala fuera compartida, muchas personas con las que no encuentras un lugar erótico cómodo hallarían uno mucho mejor. Probablemente deseas a personas que dicen no desearte porque no tienen claro que deseen tener toda una relación sexual contigo y, sin embargo, estarán encantadas de llegar a una categoría anterior a la máxima. Seguro que hay otras personas con las que te gustaría encontrar una herramienta de inclusión erótica progresiva, pero temes no poder controlar esa inclusión una vez que empiece. La escala te permite fantasear con ello.

Y puedes imaginar encuentros a distintos niveles simultáneos. Nuestra sociedad acepta con estúpida normalidad la convivencia explícita de dos niveles eróticos: personas con las que tenemos sexo y personas con las que no. No hay incompatibilidad. Mientras una persona me besa la otra no lo hace y todo el mundo entiende que esos papeles son estables y armónicos. Ahora podemos imaginar una convivencia donde el erotismo no sea incompatible en ninguna de sus formas, porque, además, del mismo modo que todo es erotismo, nada es sólo erotismo.

En fin. Te estoy distrayendo. Ya me contarás.


viernes, 9 de septiembre de 2016

desmontando la "honestidad" poliamorosa.


Cada vez más, los discursos no monógamos establecen su moral en torno a esa virtud llamada “honestidad”.

Sin tener nada contra ella en términos generales, quiero sin embargo hacer una observación crítica contra ese tipo de honestidad al que viene recurriendo la no monogamia.

La honestidad no monógama ha derivado de la veracidad monógama a través de la exigencia poliamorosa clásica de que las relaciones con otras personas fueran conocidas por la pareja principal.

Una diferencia clave entre el poliamor y la infidelidad era, como sabemos , que en el poliamor todo se sacaba a la luz, y sólo lo que era aceptado de común acuerdo se llevaba a cabo, mientras que en la infidelidad todo se ocultaba, y se llevaba a cabo todo cuanto se podía, especialmente mientras la verdad no se supiera. En definitiva, el poliamor trueca consentimiento por información: confiesa todo lo que quieres hacer y, a cambio, obtendrás una parte de ello libre de culpa.

Esta obligación a contarlo todo impuesta en el poliamor es cuestionada por versiones menos jerárquicas del mismo, que lo consideran no sólo una tortura innecesaria, sino una prerrogativa de la persona poliamorosa para penetrar la intimidad de su pareja de forma invasiva y vigilante.

Es frente a esta vigilancia como surge la honestidad en tanto que virtud moral principal. La honestidad viene a sustituir a la veracidad como una forma indefinida y subjetiva de ésta: no tengo la obligación de contarte todo; tengo la obligación de que mi conducta sea tal que, si un día te la cuento, el relato no me abochorne.

Mi intención no es, ni mucho menos, reivindicar una vuelta a la veracidad monógana (ni poliamorosa). Mi intención es, precisamente, recordar la genealogía de esta honestidad que utilizamos, y recordar que seguimos contextualizadxs en el ámbito de la moral de la verdad, y no en el de la justicia.
Decir que debemos ser honestos sigue siendo, ante todo, decir que tenemos que ser veraces. De un modo atenuado, el gamos sigue imponiendo la verdad como virtud principal. ¿Por qué? Porque el gamos es un contrato entre enemigxs que debe ser vigilado. O, dicho de otra manera, el gamos es la fijación de unas condiciones de desigualdad o de aspiración a la desigualdad, que sólo prosperarán en la medida en que la parte empoderada pueda supervisar a la desempoderada. El gamos, como todo contrato, en definitiva, no aspira a ser justo, sino a ser fuente de legitimidad, es decir, a ocupar el lugar de la justicia. Para que esa nueva justicia gámica sea eficaz hace falta comparecer verazmente ante el tribunal del gamos.

Vayamos a la enunciación abstracta: si para esta moral la honestidad es lo primero, entonces es más importante ser honestx que justo, y una injusticia será aceptable en la medida en que se haya realizado en el marco de la honestidad (en la medida en que se informe de ella verazmente, por ejemplo).

Si mi pareja principal establece una pareja secundaria y soy puntualmente informado de ello, poco importan las condiciones materiales en las que eso me deje (más o menos cuidados o disponibilidad de otras parejas). Del mismo modo, si con respecto a esa pareja, yo desarrollo celos, la honestidad me da derecho a expresarlos, independientemente de que las consecuencias de la presión que estos celos ejerzan sean injustas para mi pareja o para su pareja secundaria.

Como se ve, las relaciones “honestas” no contribuyen particularmente al fin de la competitividad entre las personas que mantienen una relación, sino que reglamentan esa competitividad y someten ese reglamento al marco de la vigilancia de lo verdadero. Podemos ser injustos y acabar nuestra partida de ajedrez con muchas más piezas que la/el adversarix, siempre que nuestros movimientos estén reglados.

Se dirá que mejor esta regla que nada, pero la respuesta es que cualquier regla universal no compensatoria aplicada a un desequilibrio es susceptible de ampliar el desequilibrio (ya que reduce las posibilidades de actuación y, por tanto, amplía la importancia relativa del desequilibrio).

Hay que decirlo con esta crudeza: la regla universal, igual e indiscrimiada, es ventajosa para quien posee una ventaja previa, y desventajosa para quien se encuentra previamente en desventaja. Y ésa es la situación entre prácticamente cualquier par de personas.

Así, lo honesto, si queremos hacer uso de la acepción más general del término, no es imponer reglas universales, tanto da si es la verdad o la honestidad (dando por hecha la mítica igualdad a priori de la pareja) sino utilizar en todo caso reglas compensatorias( o directamente, aceptar que la persona en desventaja tiene un margen de legitimidad a la hora de saltarse esas reglas).

El problema es que una regla compensatoria no es, como las otras, un cliché aplicable a cualquiera, sino que requiere un aceptable conocimiento de aquello que pretende compensar. Conocimiento que, normalmente, no tenemos.

La honestidad no mnonógama, por lo tanto, no es tal, sino honestidad dentro de un paréntesis de existencia que obvia las condiciones en las que esa honestidad se exige. Por ello, mucho más prudente y más justo es dejar a cada quién actuar según su propio criterio de honestidad, y contribuir a que esta honestidad confluya con la nuestra a medida que ambas se van entendiendo mutuamente.

Es así como actuamos cuando no hay sexo de por medio. Analizando mucha información y exigiendo muy pocas explicaciones. Y es así como debemos actuar cuando el sexo aparece. No porque tengamos que asumir que las relaciones no implican responsabilidad para con nadie, sino porque la primera responsabilidad es, precisamente, entender quién es esa persona a la que le pedimos que se responsabilice de nosotros, no vaya a ser que seamos nosotrxs quienes tenemos que responsabilizarnos de ella.

Y que nos cuente de su vida lo que tenga a bien contarnos.


lunes, 5 de septiembre de 2016

los padres del amor (experiencia erótica en primera persona)


Son las bastantes de la mañana y he quedado de resto inmarcesible en una fiesta casera. Sólo lo mejorcito y yo, en torno a la mesa de la que un día nacieron las copas y ahora parece habernos convocado para que le sean devueltas.

Todos borrachos, todos de izquierdas, todos grandes sabios. Todos hombres.

Los temas importantes afloran como en ningún otro momento de la noche. Ya no nos preguntamos cómo nos va, ni qué tal, ni contamos chistes. Ahora arreglamos el mundo sin una frase de tregua. Los algoritmos metafísicos se suceden como respuestas compensatorias al caos del mundo. Cada fórmula aporta una precisión sobre la anterior. Cada intervención resuelve una guedeja suelta que antes había escapado. Cada flecha da justo en el centro de la precedente, partiéndola por la mitad tras una trayectoria errática y beoda.

Yo me callo, porque no sé tanta historia, tanta filosofía, tanta ciencia… De nuevo pierdo la cuenta de los nombres que oigo por primera vez. De nuevo me avergüenzo ante ideas que jamás había escuchado, y que para todos parecen elementales e imprescindibles. Otra vez tengo la sensación de que me pierdo en los malabares, y de que pronto dejaré de saber en qué cubilete está el garbanzo.
De vez en cuando el discurso se ilustra, se enriquece, incluso se esencializa, en una anécdota sentimental, erótica… en una picardía, en un episodio especialmente esclarecedor de la guerra de sexos. No sé cuándo ha ocurrido, pero hace tiempo que es el amor, y no el mundo, lo que está siendo arreglado. Y para sorpresa de cualquier posible testigo deslumbrado por la solemnidad anterior, el ambiente se ha animado.
Yo no sonrío porque ahora me sienta más en mi salsa, ni sonrío porque las anécdotas me hagan gracia, que no me la hacen demasiado, ni sonrío porque las desprecie. En realidad no sonrío, sino que se me apodera una risa floja que crece más rápido de lo que soy capaz de entenderla, incluso más rápido de lo que tardan los otros en sentirse incómodos con ella e, inevitablemente, en interpelarme.

-Israel es el público perfecto. Nadie aquí te ha reído el chiste como él.

No hace falta más. Tengo que explicar algo que no sé, pero que es, en realidad, tan obvio, que aparece escrito delante de mis ojos, dejándo que me concentre en entonar con un poquito más de solemnidad de la que me pide el cuerpo, pero un poquito menos de la que hace falta para que ellos abandonen la desconfianza.

-Todos nos conocemos, y todos conocemos nuestras especialidades. Todos sabemos de qué sabemos y de qué no sabemos. Por eso hablamos de lo que sabemos y escuchamos de lo que saben los otros. Pero cuando se trata de hablar de amor a nadie se le ocurre que pueda no saber. A nadie se le ocurre que haya algo que escuchar o que eso pueda ser de lo que alguien, y no él, sabe. No me digáis que no es gracioso.

No es que yo haya dejado de reírme, pero aun así el silencio es doloroso. Es el dolor que se experimenta ante la mudez de un jurado. El dolor que provoca ver que el jurado no es un jurado, sino un grupo de personas enfrentadas a ti mediante su condición indiscutible e irrevocable de jurado. Eso sí, para un borracho, como lo soy yo en este momento, es el dolor de la risa.

-Escuchemos – Irrumpe alguien. – Israel, experto en amor, nos va a sacar de nuestra ignorancia con una de sus grandes lecciones. Adelante, Israel. Habla.

La frase se abre paso en mi conciencia como por una autovía despejada, siguiendo un camino que, para mi sorpresa, conoce perfectamente. Esto ya pasó. Pero yo no era yo. Yo era ellos y en mi lugar estaba Sofía. Escucho su voz como si sucediera ahora mismo. Quiero imitarla. Quiero sonar exactamente igual que sonó ella.

-Lo que yo tenía que decir ya lo he dicho. Ahora ya te toca a ti estudiártelo.
Ha sido demasiada tensión. Rompo en una carcajada tan descompuesta que apenas entiendo sus respuestas ni veo sus gestos torvos entre las lágrimas. La fiesta se está desangrando a borbotones. Me la estoy cargando yo y es seguro que debo pagar un castigo. Supongo que mañana me preocupará. Hoy mi fantasía se dispara e imagino a mis compañeros dejándose llevar por la humillación y descargando sobre mí una de esas palizas de película, inesperadas, lógicas, y secretas para siempre. Imagino a la virilidad humillada y aferrándose desesperadamente a lo último que sabe hacer, y a mí feminizado bajo los golpes. Es tan delirante y tan real que la risa se mezcla con el placer y mi cuerpo queda entregado a un paroxismo convulso, riente, y casi silencioso. Me viene Sofía a la cabeza. Siento que cuanto peor acabe todo mejor estoy entendiendo lo que quiso explicarme. Éste es el dibujo que ella me pidió y esto es erotismo con y para ella.




viernes, 2 de septiembre de 2016

deseo, parafilias y BDSM. una "pequeña" aclaración


En el ámbito de lo sexual llamamos coloquialmente “deseo” a la orientación que adquiere la excitación sexual.

Hay deseo cuando existe excitación sexual y cuando aparece claramente determinado aquello que la satisface. Deseamos a una persona, deseamos a un determinado tipo de personas, deseamos una cosa, deseamos una conducta… Lo que anticipamos que nos satisfará sexualmente es lo que deseamos.

La cultura de la sexopositividad nos invita a “liberar” nuestra sexualidad mediante la aceptación de nuestro deseo. Nos dice que lo que deseamos está bien, por el simple hecho de que lo deseamos, y negarlo es negarnos a nosotrxs mismxs. Nos dice, además, que debemos realizarnos sexualmente mediante el “descubrimiento” de nuestros deseos ocultos (a los que con frecuencia llama “parafilias”). Nos dice también, aunque con un lenguaje menos decidido, que, dado que nuestro deseo es verdadero, es por lo tanto legítimo, y tenemos derecho a realizarlo.
Así, quedan igualados tres niveles de deseo que, sin embargo, deberían permanecer siempre perfectamente claros y distintos:

1-“deseo” como objeto de deseo: aquello que anticipamos como susceptible de excitarnos y satisfacernos sexualmente.

2-“deseo” como decisión consciente de lo que queremos realizar o que se realice.

3-“deseo” como lo que debe ser deseado.

En resumen: si sentimos “deseo” por algo, es “natural” que decidamos “desearlo” y, por consiguiente, es justo que lo deseemos y que pugnemos por realizarlo.

Esta cultura del deseo está importada, obviamente, del consumismo radical. Nuestra función como individuos sociales es generar deseos y dedicarnos a procurar su satisfacción de un modo perfectamente acrítico. De esta manera entiende el neoliberalismo a las personas: máquinas deseantes que trabajan para el sistema a cambio de medios para satisfacer sus deseos, y que trabajan después nuevamente mediante la generación de deseos y la devolución de los medios obtenidos en pago por la satisfacción de dichos deseos. El neoliberalismo entiende, por lo tanto, que todos los deseos son buenos. Que desear es una virtud.

Pero, de vuelta a la sexopositividad, sería deseable (en el tercer sentido) confrontar la importación de este concepto con todas sus consecuencias, y no sólo con las que se consigue hacer pasar por simpáticas parafilias.

No importa, al menos demasiado, al menos de momento, que haya gente que se excite con la visión, o la succión, de una alpargata de esparto (me lo acabo de inventar, pero seguro que tiene ya su sección en el colorido y apetitoso catálogo de las parafilias). Sin embargo sí importa que haya gente que se excite con la asfixia ajena. Importa en la medida en que se realicen esfuerzos por transitar de la anticipación del placer al reconocimiento consciente de que se desea alcanzar dicho placer y, de ahí, a la legitimación de los esfuerzos por alcanzarlo. Es entonces cuando adquiere etiquetas eufemísticas, y en vez de llamarse “ponerse cachondo cuando se estrangula a una mujer hasta que se desvanece” pasa a llamarse “breath control games” (juegos con el control de la respiración. De la respiración de la otra, claro, y el “control” consiste, sobre todo, en conseguir su desvanecimiento sin causar daños cerebrales. Aquí es justo reconocer, la verdad, que habitar esa fina línea implica mucho control).

Parece que los breath control games existen porque alguien descubrió que le excitaban y empezó a experimentar con ellos. Pero no es cierto. Existen, simple y llanamente, porque alguien tuvo el ingenio suficiente como para convertirlos en una parafilia, es decir, para legitimarlos (a pesar de que son una forma evidente de maltrato), e ideó unas cuantas herramientas, entre ellas un nombre, que disimulan su naturaleza poniendo el énfasis en la excitación sexual que producen.

Si otras aberraciones (me encanta esta palabra porque escandaliza a toda la caverna sexopositiva, que se considera con derecho a hacer todo aquello que pase por sus supuestamente sucias mentes, desde la estúpida idea de que son las únicas personas que conciben horrores para otras, sin comprender que todxs los concebimos, y que la verdadera diferencia es que el resto no los legitimamos –aunque esta deslegitimación, eso es cierto, a veces se lleve a cabo mediante mecanismos represivos-) no se han convertido ya en material pornográfico y prácticas habituales, es sólo porque esa inventiva persona (¿ese varón?) capaz de convertirlas en parafilias aún no ha aparecido.

No haré la lista de las posibilidades por explorar. Podéis hacerla vosotrxs. Sí, todo eso que os viene a la cabeza. Efectivamente.
Mientras otrxs siguen confundiendo el macromachismo presente en la cultura de la tortura (a mujeres) por consentimiento sugestionado, con el amable frikismo medievalista gótico y mazmorrero, nosotrxs volvamos al terreno de las decisiones libres, de la responsabilidad ética, y de las distinciones terminológicas aceptablemente correctas.

No podemos escandalizarnos ante la presencia de deseos atroces en nuestra conciencia, y no podemos escandalizarnos, ni tan siquiera, ante el hecho de que nos exciten sexualmente. Debemos escandalizarnos ante su indiscriminada legitimación. Debemos escandalizarnos ante los esfuerzos por realizarlas de una u otra manera (más o menos performativa, siempre, al menos, un poquito verdadera) en vez de que los esfuerzos estén enfocados en comprenderlas (lo que puede conllevar algún tipo de realización, claro, pero nada que ver con lo que nos estamos comiendo) y en “resolverlas”. Porque si algo en nosotrxs identifica el sufrimiento ajeno con el placer, algo nos está diciendo ese algo, y nuestra responsabilidad en tanto que parte adulta de la conciencia no es satisfacer los caprichos de ese algo como si fuera un niño mimado, sino escucharlo, entenderlo, y ayudarle a reconciliarse con aquello que desea destruir.

En resumen, que sentir deseo no condena a desear, ni obliga, por supuesto, a legitimar el deseo.

Es decir, que nuestro deseo puede no sólo ser indeseable, sino que podemos optar por no desearlo.

Y todo eso sin una pizca de represión.