viernes, 24 de enero de 2014

JUICIO AL AMOR. primer testigo: sr. amor (y II, donde se le ve el plumero divino)


El defensor de la existencia de dios nos dirá que su inexistencia no puede ser probada.

                Sabemos que la prueba de la inexistencia de dios es su infinita incomparecencia. En términos estrictamente probabilísticos, cabe la posibilidad, una entre casi infinito, de que, aun existiendo, no hayamos tenido todavía la suerte de encontrarnos ni con él ni con una huella indiscutible de su presencia. A esa posibilidad infinitamente pequeña de que exista algo que jamás hayamos encontrado hay que añadirle la de que, una vez que aparezca, pueda justificar su ausencia conservando la naturaleza que se le atribuye. Lo lógico a todas luces es que, si dios existe y no lo vemos, tenga para ello razones más comprensibles que su deseo de respetar nuestra libertad para creer. Su incapacidad para controlar nuestra voluntad incluso haciendo uso de todo su poder, por ejemplo. O, simplemente, su lejanía. Tal vez dios no tenga el poder de la omnipresencia y, aunque acude presto a nuestra llamada, aún no le ha dado tiempo a llegar desde los confines de universo.

Una posibilidad tan extremadamente minúscula de que dios sea y de que su ser sea el de dios no puede equipararse con la opción contraria, es decir, la extremadamente mayúscula posibilidad de que dios no sea, o su ser no sea el de dios. Existe una posibilidad, siempre decreciente hasta lo ilocalizable, de que dios exista. Sabemos que esa posibilidad es despreciable en términos lógicos y, sobre todo, éticos. Es estúpido e inmoral seguir dando importancia a una posibilidad casi inexistente, sería el enunciado lógico. Es irresponsable, es ilegítimo, es malo, sería el enunciado ético.

Hay algo que transformar en esta argumentación para aplicarla sobre el concepto divinizado de amor. Es cierto que resulta más fácil encontrar una relación de pareja que se ajuste en alguna medida a lo que el amor enuncia de sí mismo que una prueba de la existencia de dios. Pero, si somos rigurosos con el análisis de dicho funcionamiento, si lo contextualizamos en el sistema de clases y patriarcal en el que tiene lugar, la correspondencia entre el discurso del amor y la gozosa realidad que debería seguirle se vuelve casi inexistente. Sin embargo, ¡qué opulencia en la casuística contraria! ¡Qué generosidad en las averías! ¡Qué profusión de ejemplos de todo tipo de fallos, en su gran mayoría tan lógicos, tan previsibles, tan útiles para colegir las razones que los producen, inherentes a la naturaleza del amor!

La base de datos que el amor nos proporciona ofrece una abrumadora tendencia hacia la conclusión de su disfuncionalidad. Para afirmar dicha disfuncionalidad sólo necesitamos contemplarla, de una vez, como tesis posible. Una reflexión ética elemental nos recuerda que no existe el limbo de la acción, donde la acción se para y la responsabilidad se suspende. La inacción también es acción, y dejar que la improbabilísima tesis de que el amor sea una buena idea perdure como guía de la acción es un acto de irresponsabilidad culposa. De la evidencia de que es mucho más probable que el hecho de que el amor funcione mal que el hecho de que el amor funcione bien, debe seguirse el rechazo al amor, o la asunción de la responsabilidad del daño causado por él.

El amor es, por tanto, otro dios tan improbable que sólo debe merecer nuestro desprecio.

Y, si no crees en dios, ¿en qué crees?

Este razonamiento ya nos resulta primitivo cuando se enfrenta al ateísmo, y nos parece un evidente reconocimiento de la falta de fe. Creer en dios para creer en algo es ponerse del lado de la mentira por comodidad, de modo que se trata de un problema moral de nuevo elemental. Se cree en la verdad porque es verdad, porque debe haber una relación indisoluble entre la verdad y la creencia (si no se utiliza el término “creer” en el sentido, precisamente, de la fe, es decir, “creer lo increíble”) y porque actuar desde una creencia equivocada, por amarga que ésta fuere, aporta un control de la situación que la falsa creencia no permite. La falsa creencia es dependencia del azar (y, en realidad, de quien genera la creencia), y sólo reporta como ventaja el olvido del problema hasta que la realidad decida irrumpir en nuestra provisional comodidad.

Debe reconocerse que el amor tiene las defensas más intactas, y el argumento de “mejor el amor que nada” resulta aún conmovedor. Pero no deja de ser una contradicción que debería agotarse en sí misma. Mejor la mentira que la verdad es fácilmente reductible a “mejor lo peor que lo mejor”. Es obvio que lo instituido posee un poder de atracción, y que lo nuevo desalienta con su inexistencia de inicio. Confundir lo existente con lo bueno y lo inexistente con lo malo es, lógicamente, entregarse al statu quo; a ese movimiento, esa acción, tan cargada de responsabilidad, decía más arriba, como cualquier otra, que es la inacción.

Como queda de nuevo en evidencia, la gran mayoría de los argumentos en defensa del amor se disuelven en una lógica muy sencilla. Si no lo hacen habitualmente no es porque el amor tenga una complejidad ideológica difícil de conquistar, sino porque el pensamiento está censurado en el ámbito del amor. Intentad pensar en público sobre el amor. Es el mejor medio para generar rechazo y violencia. No será difícil recibir el mensaje de que “sobre el amor no se debe pensar”.

Se nos dirá, entonces, que la agamia es decantarse por un vacío bueno en detrimento de un lleno malo. Mediante la dialéctica de lo lleno y lo vacío, que lleva al presente mismo la de la fe (no es que la agamia nos deje sin esperanza, ¡es que nos deja sin realidad!) el amor intenta atemorizarnos de nuevo: “Cuidado con rechazarme, porque fuera de mí no hay nada”. Sin embargo, la agamia, en su definición más general, sólo es el rechazo del “gamos”, de la unión matrimonial. El amor aglutina en una sola pieza mastodóntica un sinnúmero de componentes de la vida social, privada e íntima, que la agamia libera para su uso consciente. Nada se pierde por el camino, salvo una determinada configuración de esos elementos que ha demostrado sobradamente ser perniciosa y generar subproductos altamente tóxicos.

             Lógicamente, los caminos de la agamia no están aún definidos. Pero la imagen de punto muerto en el que nos encontramos al rechazar al amor sólo es un fantasma con el que él se defiende. La agamia no es un vacío afectivo, sexual o familiar, sino una organización diferente, no amorosa, de estos elementos.

El amor pretende succionar en su espacio la existencia entera. Todo es amor y nada queda fuera del amor, de modo que si rechazas al amor estás vacío.

Vulgar discurso de predicador.

martes, 21 de enero de 2014

JUICIO AL AMOR. primer testigo: sr. amor (I)


               Tres perspectivas desde las que abordar el concepto de amor.

Al tratar las tres se pretende dar una respuesta razonablemente completa y sencilla a la pretendida complejidad del concepto.

Así, analizaré el significado del concepto desde su propia perspectiva, es decir, lo que el amor enuncia de sí mismo (ya que el amor dispone de este discurso). En segundo lugar, analizaré lo que es el amor desde la perspectiva del individuo, es decir, lo que es el amor como experiencia real, mucho más unánime, y unánime en su fracaso, de lo que el discurso del amor nos transmite. Por último, intentaré trazar una muy rudimentaria perspectiva sistémica que dará la versión que entiendo más ajustada sobre la verdadera naturaleza del amor.


                El amor del amor

El amor se presenta ante el individuo como una promesa de felicidad y plenitud.

Para ello hace coincidir dos perfecciones que son las dos líneas ideológicas de sus afirmaciones inconexas. La primera línea es que el amor es la realización de todos los deseos. La segunda es que el amor es el bien. Como estas dos líneas son evidentemente contradictorias y así se pone de manifiesto en cada contradicción amorosa, la fricción genera una tercera línea, la de las afirmaciones parche: adaptaciones a cada una de las heridas surgidas en el enfrentamiento de estos dos presupuestos (ambos falsos, pero no por ello bien avenidos). La realización de todos los deseos, es decir, la apoteosis del narcisismo, no puede llegar muy lejos de la mano del bien, que de modo automático incluye los deseos, no ya del otro, sino de todos los otros.
 
 
Más allá de la autoría de las ideas que le dan cuerpo, el amor nos llega masivamente como una sucesión de dogmas liberadores envueltos en un aura espiritual. Hablar de amor es arrodillarse y enardecer el espíritu, de un modo sospechosa y familiarmente místico. El amor nos llega en la forma de una religión individualista.

A la hora de desplegar su propaganda, el dominio de estas tres líneas ideológicas acaba adoptando el mecanismo preexistente de la divinización en la forma de un dios personal, que paso a analizar.

El significado del término “amor” es incierto. Más allá de una simple polisemia, “amor” ha desarrollado la misma condición de comodín semántico que el término “dios”. Amor es tal infinidad de cosas que no cabe, es decir, no se permite, hablar más que de formas personales de entender el amor, del mismo modo que la antigua relación personal con dios se ha convertido hoy en formas personales de concebir a dios; en la supuesta existencia de tantos dioses como hombres. Un curioso y contradictorio monoteísmo.

La razón de este comportamiento es también común a ambos conceptos. Tanto “amor” como “dios” realizan una huida semántica, un cambio continuo y alocado de significado, como mecanismo defensivo frente a una razón que los acorrala. Allí donde la razón localiza la debilidad en la argumentación sobre la existencia o bondad de dios, el defensor de las mismas escabulle a dios dejando un vacío semántico en forma de negación. Ya que no cabe negar la obviedad de la inexistencia o de la perversidad de ese tipo de dios, se dirá que, efectivamente, ese dios no existe, o no es el dios al que él sigue, pero que dios, su dios, no es eso.

Comer del Árbol del Bien y del Mal implica la expulsión del Paraíso. Del mismo modo, el amor amenaza con arrebatar la felicidad a cualquiera que pretenda reflexionar sobre él.
 
“Amor” pretende jugar también a este escondite, pero, aunque nos encuentra mucho más expertos, en su huida dialéctica su identidad se vuelve farragosa y nuestra perspicacia se extenúa. Pronto estamos cansados de acorralar a un amor que siempre escapa porque ha descubierto el truco de no fidelizarse a definición alguna. Normalmente tenemos nuestras críticas construidas, nuestro escepticismo, nuestros argumentos incontrovertibles. Pero el amor no dudará en conducirnos a alguno de sus múltiples espacios alternativos; lugares familiares para otros donde nosotros disponemos de menos experiencia y recursos argumentativos. Nos encontraremos enseguida con ideas que no sabremos rebatir contundentemente. Sobre nosotros recaerá la obligación de agotar todos estos espacios. Se nos pedirá ser infalibles en la crítica al amor. Si algún argumento, algún tipo de amor no queda perfectamente desarticulado, se constituirá en la cepa de la que el amor volverá a brotar como una enredadera bulímica, listo para ocupar el mundo entero de nuevo, aun sabiendo que, a la primera confrontación, tendrá que regurgitar gran parte de él.

Este comportamiento, en un combate justo, significaría la descalificación inmediata del amor. Pero los jueces están de parte de su subsistencia, porque está en juego un valor estructural de nuestro sistema socioeconómico, y su resurrección sin fin, producto del simple deseo de afirmar la fe en él, se considerará tramposamente prueba suficiente de que no existe contra él una crítica verdaderamente seria.

jueves, 16 de enero de 2014

agamia y género (II)


La agamia es un modelo de relación construido sobre la negación absoluta del género. No es, por tanto, la añadidura de la negación del género al modelo gámico (como la mayoría de las prácticas homosexuales son la inclusión de la orientación sexual homosexual en el modelo de pareja tradicional fundamentado en la filosofía del amor), sino la creación de un modelo entre cuyos presupuestos se haya la negación del género.


La multiplicación de las opciones de género debe encauzarse como un recurso paródico que conduzca a la trivialización del género.
La agamia reconoce la existencia del género, y el hecho de que negarlo implica reconocer su existencia. Pero a ese reconocimiento se le añade la posibilidad de su negación, que la agamia pone en práctica inmersa en la cultura de género preexistente. No se trata de un presupuesto ingenuo que proclama la destrucción del género por su sola negación individual o marginal, ni la desaparición del género instalado en la personalidad del individuo por la toma de conciencia de éste sobre el progreso que implica su negación. Se trata de un activismo que persigue generar un espacio social e individual donde la ausencia de género pueda visibilizarse y desarrollarse.

Para ello, la agamia utiliza la herramienta de la “objeción de género”. La objeción de género es la progresiva eliminación de los componentes culturales del género en la medida en que se descubran y propongan mecanismos para dicha eliminación. La “objeción de género” es la autodesignación como individuo en busca de la reducción paulatina de su condición de individuo con género, en la confianza de que la desaparición de los comportamientos que producen el género reduce su magnitud social de manera efectiva.

Para hacer efectiva la máxima reducción de la presencia del género en la psique del individuo y en su entorno social, la “objeción de género” niega la diferencia de género en todas sus formas. La perfecta, ideal objeción de género, es la desaparición completa de los actos diferenciados, en pos del objetivo de la invisibilización de la categoría del género. La invisibilización del género lo equipara idealmente con otras categorías, como la raza, cuya relevancia para diferenciar personas se ha reducido notablemente a partir de la generalización de su condena como excusa justificada para la discriminación y, con ella, su visibilidad y relevancia como categoría misma.

Es necesario recordar que, en cualquier caso, es difícil encontrar la categoría discriminatoria que haya llegado a una desaparición total, y que las circunstancias proclives a generar discriminación lo son también a la recuperación de la importancia de estas categoría. También es necesario tener en cuenta que el género presenta la característica particularísima de ser una discriminación que ha acompañado al ser humano a lo largo de toda su historia, y que no se conoce antecedente de la eliminación de la categoría de género. Eliminar el género, por lo tanto, sólo puede inspirarse en la eliminación de otras categorías, pero tendrá siempre un carácter pionero que hará difícilmente previsible su evolución.

La objeción de género, que es un acto eminentemente social y público, tiene su correlato erótico en la eliminación de la orientación erótica de género. Huelga decir que la superación de los condicionantes de género (y de otros muchos también opuestos ideológicamente a la agamia) requiere de algo más que una convicción o una decisión. Como es lógico, los obstáculos psíquicos, internos, requieren, como los sociales, externos, de un trabajo para su superación, que exime por completo de la estúpida premisa de seguir al pie de la letra el propio ideal de conducta. Actuar según el deber es hacerlo según los principios y en pos de los ideales, no según los ideales como si éstos hubieran sido ya alcanzados. Los medios (el enfrentamiento a los obstáculos) forman parte de los fines (la actuación según los ideales) y, si no se conocen aquéllos no puede saberse si, en cada actuación concreta, merecen la pena éstos.

                  La célebre imagen del padre alemán secundando a su hijo al preferir un vestido a unos pantalones.

domingo, 12 de enero de 2014

agamia y género (I)


La agamia implica la negación absoluta del concepto de género, como adopción y extensión de la histórica reivindicación de igualdad de la tradición del pensamiento feminista. Implica, asimismo, la asunción personal de la indefinición de género.



                El género es un concepto hoy ya profundamente controvertido e intelectualmente desprestigiado. Son ya abundantísimxs lxs autorxs de primera línea que, desde hace casi un siglo, han puesto en entredicho su necesidad y naturalidad. La división del género humano en hombres y mujeres ha sido abordada en el contexto de la crítica al patriarcado como una división sexual de clases que, ésta sí, genera espontáneamente las estructuras familiares discriminatorias.

La forma más habitual de crítica opone el concepto de sexo al de género. El sexo sería un fenómeno biológico de vocación reproductiva, y el género sería su traducción cultural, de vocación discriminatoria. Así, nacemos mayoritariamente machos o hembras, pero la cultura nos construye hombres o mujeres con el fin de establecer el dominio de los varones-hombres. Esta crítica llega, con Wittig, a dudar del sexo mismo, considerando que éste surge necesariamente en un entorno ya cultural y dividido en géneros, que proyecta una poderosa expectativa de sexualización que le obliga a pronunciarse sobre su propio sexo.

Sin embargo, el alcance de esta crítica al modelo social de relaciones ha sido muy reducido. Sólo colectivos marginales y alternativos, englobados bajo la categoría paraguas de "lo queer", presentan cierta sensibilidad hacia la crítica radical al género, forzados, en muchos casos, por la circunstancia de no encajar en el modelo de género heteronormativo.

Dado que el género es el mecanismo que establece las bases de la discriminación, produciendo un género fuerte y otro débil que deben relacionarse entre sí en un desequilibrio de fuerzas; y dado que esa relación en desequilibrio es nuestro modelo heteronormativo (en el que no sólo se fundamentan las relaciones normativas, sino que es recogido después por los modelos alternativos mediante la repetición del “gamos”), la agamia entiende que sólo se puede eliminar el gamos mediante la negación absoluta del género.

La agamia, por lo tanto, no distingue entre hombres y mujeres. Se convierte, así, en una forma de activismo de género.

Carezco de información suficiente para pronunciarme de manera categórica sobre la existencia o no de vestigios sexuales en la conformación sustancial de nuestra psique, así como para pronunciarme en detalle sobre la reciprocidad generativa entre el sexo y el género. Pero considero dos hechos como evidentes y cruciales.

El primero es que es altísimamente probable que dichos vestigios sean mínimos, es decir, no determinantes. Dado que  los individuos sufren una poderosísima presión sociocultural para determinar su género y determinarse a sí mismos como acertadamente pertenecientes a dicho género, y dado que, a pesar de ello, la diferencia no es extrema, es legítimo suponer que, suprimida esa presión, se suprimiría también una parte tan voluminosa de la diferencia que la restante sería despreciable.

El segundo es que el ser humano tiene la obligación de la libertad, es decir, de asumir la responsabilidad de la construcción de la libertad. Esa libertad lleva a un pronunciamiento decidido en contra del género, incluso de sus posibles residuos insoslayables, y a la actuación en consecuencia, ya que, como categoría, hoy día sustancial en la determinación del carácter de las personas y de los grupos a los que pertenece, se convierte en herramienta de discriminación.

Así, ignoro si la eliminación del género requiere de una discriminación positiva transitoria o definitiva, es decir, si la negación del género hará que el género desaparezca por completo o quedará tras ella un género residual que en algún momento deba ser sopesado. Pero, puesto que sabemos que el género es discriminatorio, debemos asumir su compensación transitoria o definitiva como una obligación política. Esa compensación debe empezar con el establecimiento de la identidad formal de los géneros, es decir, con la supresión absoluta de su reconocimiento.

La agamia rechaza la proliferación múltiple de los géneros en la idea de que es el género mismo, y no el tipo de género, la causa de la opresión.

El género es distinción mediante el criterio arbitrariamente elegido (desde el punto de vista moral) del sexo, y su función es el reparto discriminatorio de roles sociales, es decir, la opresión. No hay, por lo tanto, un buen género subyacente a un uso odioso del mismo. Todos los roles de género son opresivos de un modo u otro. La personalidad del individuo, su carácter, no debe ser determinado por rasgos de género, sea cual sea su combinación, ni son éstos los que deben constituir lo representativo de dicho carácter.

La agamia considera que todo comportamiento hasta ahora mediatizado por un rasgo de género es susceptible de ser mejorado mediante la desaparición de dicho rasgo. Considera también que ninguno de esos rasgos realiza un papel necesario en el carácter, y que éste puede y debe estar regido por criterios estrictamente éticos, es decir, que el género debe traducirse en ética. Si alguno de los comportamientos o rasgos típicamente de género es rescatable para un carácter ajeno al género, será en tanto que comportamiento o rasgo bueno, y nunca como recuperación o reivindicación parcial del género.

La agamia, sin embargo, simpatiza con la estrategia de la multiplicación de los géneros como mecanismo para desestabilizar la categoría misma del género, pero considera que dicha estrategia es transitoria y secundaria, siendo la principal, y quizás definitiva, la negación del género y la determinación del comportamiento bueno. La estrategia de multiplicación de los géneros puede adquirir un carácter comercial autorreproductivo desde el momento en que se emancipa como fin en sí mismo y deja de ser crítica con el tipo de géneros que crea o reivindica. Imitaría así nuestro modelo capitalista de mercancía, que no es producida para satisfacer una necesidad cuya satisfacción constituye un bien, sino para crear un deseo que se transforma en necesidad y debe generar consumo inmoral.

lunes, 6 de enero de 2014

AGAMIA: preguntas más frecuentes


Las preguntas son inventadas, pero recordando conversaciones creo que aparecen la mayoría de las más frecuentes.

Si falta alguna, ya sabéis.




P-¿Cómo puedo aprender más sobre la agamia, conocer a otras personas ágamas, tener relaciones ágamas?
R-La agamia está en pañales, en pleno desarrollo teórico y experimentación práctica, de modo que a poco más que a esta comunidad te podrás dirigir a la hora de buscar antecedentes. Pero su puesta en práctica es tan versátil que, desde el momento en que tú te interesas por la idea y eres coherente con ella en algún sentido, ya estás teniendo, en cierta medida, relaciones ágamas. Aprende de ellas y compártelo con nosotros.


P-¿Qué hace falta para ser ágama? ¿Cuáles son las condiciones básicas?
R-Ser ágama, como ser monógama, es una convicción y un pronunciamiento. La vida, después, se llevará o no a cabo según los principios de la agamia, resultando de ello la condición de ágamo coherente o incoherente. Como sabemos, ni los monógamos, ni los polígamos, ni los poliamorosos, lo son del todo. Si tuviera que reducir el nivel de agamia a un solo parámetro, diría que se es más ágama cuanto mayor es, en las relaciones, la racionalidad ética. Produzca las formas que produzca.

P-¿Puedo ser agama y tener pareja?
R-Ser ágama y tener pareja es una contradicción en los términos, de modo que no puntúa muy alto en la escala de la coherencia. En cualquier caso, la agamia no puede conducirte a una situación insostenible ni impedirte una experiencia que consideres importante en tu desarrollo afectivo. A veces, la única alternativa puede ser tener pareja. A veces, deseamos tanto tener pareja que es mejor no reprimirlo. Pero, en ambas situaciones, nuestra racionalidad ética debe conservarse intacta. Sabremos que tenemos pareja porque las circunstancias lo han obligado, aunque preferiríamos que no fuera así, en el primer caso. En el segundo, sabremos que deseamos algo que resulta insensato, y dejaremos que nuestra experiencia dentro de la insensatez vaya haciendo coincidir lo que creemos que debemos desear con lo que deseamos realmente. 

P-¿Hay alguna forma de conciliar la agamia con la experiencia de compartir la vida con una persona especial?
R-Si por “persona especial” entendemos un eufemismo de la pareja, entonces la respuesta está dada en la pregunta anterior. Si entendemos el concepto según su sentido literal (el gamos utiliza estos eufemismos para ocultarse, deformando sus sentidos literales hasta hacerlos desaparecer), es decir, “persona que destaca en la vida afectiva”, la respuesta, rotundamente, es “sí”. Nada más lógico que tener cerca a aquellas personas que tienen un papel más destacado en la vida propia. Esto no significa, lógicamente, que hablemos necesariamente de vivir con una sola persona, o con la persona con la que se tiene una relación erótica más intensa, o de determinar la logística a la que llamamos “vivir juntos” (puede tratarse de compartir casa, o de hacerlo periódicamente, o de vivir muy cerca, o cualquier otra alternativa que se adecúe a cada situación).
P-Si decido ser ágamo, ¿debo pensar que me voy a tener que ir a la cama con cualquiera, tenga el físico que tenga, incluso quienes me resulten repulsivos?
R-El deber nunca es una norma sorda. Tenemos obligaciones éticas, por supuesto, y la agamia es el primer modelo de relación que lleva la coherencia entre la ética y las relaciones a las últimas consecuencias. Pero nuestras obligaciones dependen de nuestra capacidad para realizarlas. La barrera cultural del asco, cuya función sistémica es maximizar la formación de parejas fértiles sin, por ello, poner en peligro los privilegios de clase (por eso nos dan asco, grosso modo, quienes son menos fértiles que nosotros –niños y ancianos- menos atractivos - feos y sucios, es decir, pobres- o quienes pertenecen a nuestro mismo sexo) sólo puede superarse progresivamente, y mediante el aprendizaje y la convicción. Superarla por la fuerza provoca traumas contraproducentes. Tenemos la responsabilidad de procurar superar nuestro asco, no la obligación de haberlo superado.
De todos modos, no debemos preocuparnos, pues en una situación propicia y con una mentalidad abierta, el simple gusto físico se vuelve extremadamente maleable.

P-¿Cómo puedo defenderme de quienes utilicen la excusa de la agamia para buscar relaciones sexuales tradicionalmente posesivas?
R-El problema de que cualquier cosa que no sea monogamia es entendido por algunas personas, especialmente hombres, como un buffet libre de sexo, es ya un lugar común. Los poliamorosos lo llaman “polifake”, y lo consideran un fraude que debe, incluso, ser denunciado ante otros poliamorosos.
Para la agamia no existe este problema, pues no se fundamenta, ni en un pacto ciego basado en el amor, ni en la aceptación de nadie a priori por su sola pertenencia a un modelo u otro de relación. En la agamia no se dan saltos adelante; las relaciones no se construyen de la nada por la simple voluntad de que éstas existan. La “química”, la “chispa”, la “conexión”, tantas veces evocada en el amor para justificar que dos desconocidos empiecen de la noche a la mañana a tratarse como si no lo fueran, no tienen esta función en la agamia. La ilusión por una relación que acaba de surgir, o a la que se le han abierto nuevas perspectivas, no es tratada como si esas perspectivas ya se hubieran cumplido. Así, sean quienes sean, ágamos, monógamos o polifakes, las personas con las que establezcamos cualquier tipo de relación erótica, ésta se fundamentará en lo que sabemos de ellas y en lo que la relación existente nos permita esperar, no en lo que deseemos que la relación sea, especialmente a través de la relación erótica misma.
Los ágamos “seguimos” a nuestra cabeza, no a nuestro corazón.

P-Tanto hablar de razón suena aburrido. ¿No se pierde espontaneidad siendo ágamo?
R-Vincular al corazón con la diversión y a la razón con el aburrimiento es un prejuicio sin fundamento alguno. El corazón, es decir, la voluntad en su manifestación más emocional, es mucho más monótona, predecible y, por supuesto, estúpida.

P-¿Y lo de la moral? ¿No es aburrido tener que preocuparse siempre de si las cosas están bien o están mal? El amor parecía el único lugar donde, al menos, podíamos relajarnos.
R-No hay alternativa a la moral. Si lo que hacemos está mal, entonces, simplemente, no tenemos que hacerlo. Plantearse si resulta aburrido actuar así es una frivolidad y no merece consideración. Pero la moral no es una carga que ralentiza cada uno de nuestros movimientos. En casi todos nuestros actos la moral está automatizada, y aparece de nuevo sólo en situaciones nuevas o clave. Pocas cosas hay tan interesantes, por otro lado, como reflexionar sobre la calidad moral de nuestros actos.

 Escena de Naked, de Mike Leigth (1993). Johnny discute sobre el sentido de la vida con "el hombre con el trabajo más tedioso de Inglaterra"

P-Pero la moral es monógama y conservadora. Si fuéramos siempre morales no podríamos innovar y, por supuesto, no existiría la agamia.
R-Actuar moralmente no significa hacerlo en función de una determinada moral, y menos de una moral conservadora, que suele ser altamente inmoral. Actuar moralmente sólo significa elegir lo mejor bajo la responsabilidad de nuestro juicio. Yo, por ejemplo, tengo claro que la agamia es mejor que la monogamia, porque su capacidad para ayudar al desarrollo de las personas y evitar su sufrimiento es mayor.

P-¿Cómo le digo a mi pareja que soy ágama?
R-Buenos días, pareja. De hoy en adelante seré ágama. ¿Quién hace el desayuno?

P-¿Y si hay hijos de por medio? Una declaración así puede acabar con la convivencia familiar.


R-Por supuesto que puede hacerlo. Pero si conservar las condiciones actuales de convivencia con los hijos implica no poder crecer y cambiar a lo largo de la vida, entonces estamos sometidos a un chantaje inaceptable. Tenemos la obligación de cuidar a las personas que tenemos cerca y evitarles cambios que puedan resultarles traumáticos. Ellos también tienen la obligación de concebirnos y aceptarnos como seres cuya realización es el crecimiento.
Es un tema delicado que habrá que tratar en un texto más extenso, pero las dos primeras preguntas son “¿tengo derecho al cambio?” y “¿se me está permitiendo realizarlo?”. Muchas de las cláusulas del pacto del gamos son ilegítimas y respetadas sólo por la fuerza. Si el compañero se muestra como tal, es decir, como un verdadero compañero, deberemos maximizar nuestra colaboración; si utiliza el contrato del gamos para oprimirnos, entonces legitima que actuemos a sus espaldas.

P-¿Qué pasa si, siendo ágamo, me enamoro?
R-Nada preocupante. El enamoramiento es el entusiasmo surgido al determinar la identidad de la persona con la que se desea establecer un gamos. Para quien simpatice con los presupuestos de la agamia, el gamos es una relación opresiva y, por consiguiente, injusta. Entendido esto, es fácil orientar dicho entusiasmo hacia expectativas de relación más justas y edificantes, así como desautorizar al enamoramiento y disfrutar de él como un simple arrebato transitorio sin consecuencias; algo así como una borrachera.

P-La agamia parece un planteamiento demasiado radical. Entiendo que el amor merece muchas críticas, pero una transformación tan completa suena a actitud intransigente. ¿No sería mejor encontrar un término medio?
R-La agamia es radical. O, al menos, aspira a ello. Radical significa “que va a la raíz”, es decir, a la sustancia. Este significado conlleva que cualquier cambio que no sea radical no será un verdadero cambio, sino una reforma que hará pronto rebrotar al problema.
Si por transigencia entendemos “adaptación a las circunstancias”, entonces la agamia es un paradigma de transigencia. Si es “adaptación a las voluntades”, entonces me temo que no.

miércoles, 1 de enero de 2014

AGAMIA

         
             TEXTO FUNDACIONAL

Llamo “gamos” a la unión o casamiento sobrentendidos inspirados en el matrimonio objetivo y formal. Llamo “relación gámica” a aquélla cuya sustancia es un gamos. El sexo es el sacramento del gamos.

Lo que llamamos “relación de pareja”, “noviazgo” o, simplemente, “relación”, no es otra cosa que una relación gámica. Los términos “compañer@”, “amig@ especial” o “persona especial” son otros tantos sinónimos de “relación gámica”. El uso del concepto “relación” es subordinado por nuestra cultura a la relación gámica. Cualquier otra relación necesita ser especificada para dar a entender correctamente su naturaleza. Necesita además, y por ello, definirse, en primera instancia, en función de la presencia o ausencia de gamos. Se habla de “amistad” o “relación de amistad” allí donde existe una relación inespecífica sin gamos. Se habla de “relación laboral” allí donde hay una relación laboral sin gamos (mientras que, en presencia de gamos, se hablará de “relación con compañer@ de trabaj@”). Se habla de “amante” allí donde existe una relación sexual clandestina, en tanto que el sexo, o sacramento del gamos, es conculcado al evitar el establecimiento de gamos.


La agamia es un modelo de relación consistente en la eliminación del gamos y la relación gámica, mediante la reconsideración y redistribución de los componentes de la relación gámica para su utilización libre en las relaciones. Según la terminología de la agamia, el significado de “relación” se remite a su significado genérico de “vínculo o conexión entre seres”. De manera más o menos estrecha, todos los seres están vinculados. La relación o vínculo entre seres humanos es un término completamente inespecífico con respecto a las características de dicha relación. Cualquier determinación de la naturaleza de una relación deberá ser descrita por añadidura mediante la descripción de dichas características.

La agamia es, por tanto, el abandono del elemento sustancial de la estructura de nuestras relaciones actuales; un modelo diferente y opuesto al sistema monógamo heteronormativo, así como a cualquiera de sus alternativas, todas ellas gámicas.

La agamia es contraria al establecimiento de estándares de relaciones cuyo objetivo sea determinar los comportamientos que a dichos estándares les son propios. Entre esos estándares, la agamia rechaza con especial determinación el modelo de finalidad reproductiva centrado en la actividad sexual llamado “pareja”, y preconizado por la filosofía del amor. La agamia considera las relaciones como fenómenos dinámicos cuyo análisis sólo puede ser descriptivo y circunstancial, y cuyos objetivos sólo se preestablecerán en el entorno de la realización de un bien. La agamia es la evitación activa de que un determinado estereotipo de relación, tradicionalmente llamada “amorosa”, subsuma al resto bajo su patrón. La agamia no establece modelos de relación, y los protocolos que puede generar son siempre manejables y quedan subordinados a su eficacia.

Si bien es sencillo participar de la agamia desde el punto de vista teórico, pues constituye con respecto a las relaciones amorosas una forma de libertad,  a nivel práctico el sistema encauza la vida privada y sexosentimental con tal rigidez que llega a obstaculizar y ocultar las alternativas hasta el punto de que el amor logra mostrarse a sí mismo como posibilidad única. Para ser ágamx y disfrutar de ello es necesario entender el funcionamiento de algunas de las trampas del amor y desactivarlas.

La agamia, que implica una completa transformación de la vida privada y, con ella, de la vida social, se enriquece mediante la reflexión y la experimentación reflexiva, expuesta, como está, al ataque propagandístico del discurso sistémico del amor. Por ello, es útil determinar las líneas principales de su propuesta, cuyas implicaciones se extienden por todos los ámbitos de nuestra cultura:


                1-RECHAZO AL AMOR

                2-RESTABLECIMIENTO DE LA RAZÓN COMO MÁXIMA AUTORIDAD DECISORIA

                3-REINTEGRACIÓN DE LAS RELACIONES AL ÁMBITO DE LA ÉTICA

                4-RECHAZO RADICAL DEL GÉNERO

                5-RECHAZO AL CONCEPTO NATURAL DE BELLEZA. USO DE UN CONCEPTO CULTURAL CONSTRUIBLE DE BELLEZA

                6-SUSTITUCIÓN DE LA SEXUALIDAD POR EL “EROTISMO”

                7-SUSTITUCIÓN DE LOS CELOS POR LA “INDIGNACIÓN”

                8-SUSTITUCIÓN DE LA FAMILIA POR LA “AGRUPACIÓN LIBRE”