jueves, 15 de diciembre de 2011

amor. SPIN-OFF. la gran pirámide I

             No todos los hóbbits empiezan desde el mismo sitio. Algunos están más cerca de Mórdor que otros, y esto les permite ahorrarse una parte del trabajo de autoengaño. Llegan antes y, menos doblegada su conciencia por el prolongado fracaso, también se vuelven críticos antes. Su vida sentimental se parece más a su propio modelo porque la distancia que los separa de él es más reducida. La falta de avance los frustrará también, pero obtendrán para desahogarse mejores satisfacciones que las de aquellos que empezaron rezagados.
             El camino intransitable al objetivo tiene una disposición vertical, no horizontal, porque cada inavanzable paso nos pone en una situación mejor y más deseable. Y como, además, se trata de una posición más exclusiva, la forma de esta estructura será la pirámide (cónica, si se quiere, pero “pirámide” en sentido arquitectónico), con la princesa prisionera en su cumbre.
             No estamos ante otra cosa que la pirámide social, la de siempre, la que jerarquiza a los miembros de la sociedad según los valores a los que en esa sociedad se atribuye poder o, dicho de modo más directo, según el poder que cada individuo tiene. En tanto que todos quieren más poder y luchan con todas sus fuerzas por obtenerlo, la pirámide será inmóvil (“inmóvil vibrante” podemos llamarla, porque en ella se producen tensiones y movimientos continuos, pero no significativos cambios de nivel si atendemos a las fuerzas que dependen de cada individuo). En tanto que pirámide, será jerarquizante, incluso en el caso imaginario de que amplios movimientos que involucren a una gran parte de sus componentes se produzcan en ella: la pirámide conservará la diferencia por su inmovilidad, pero también por su propia estructura. Todo ascenso de uno es injusto en ella, porque implica el descenso de otro.
             Llegamos al amor perteneciendo a uno de sus niveles, como pertenecemos a un nivel social particular, a una exactísima subclase social, desde la cuna a la sepultura. El amor, o la pareja a la que podemos aspirar, no es sino uno más de los indicadores objetivos de nuestro nivel social, traducido en nuestro nivel de vida, y a esa objetividad nos somete. Como sucede con los restantes indicadores, nuestra capacidad de elegir será de carácter horizontal, es decir, podremos realizar aquellos desplazamientos que no impliquen movilidad, que no impliquen subida o bajada, que no impliquen subversión de la fuerza de gravedad que conforma la pirámide.
             Estos movimientos horizontales, sin gasto de energía significativo, entre individuos que habitan la misma planta de la pirámide y que poseen un similar valor social, serán en los que fundamentemos el espejismo de la libertad de elección. Poco a poco nos volveremos ciegos al movimiento vertical, mediante ese proceso perverso que se llama “formación del gusto”. Nada bajo nuestro nivel será digno de atención, pues su aceptación como pareja implicaría una renuncia objetiva hacia parte de la calidad a la que podemos aspirar. Nada por encima de nosotros conserva tampoco su visibilidad, pues hemos aprendido que conservar el deseo de lo inaccesible dificulta el disfrute de lo poseído. El placebo del gusto personal contribuirá al éxito de estas dos ocultaciones de la realidad en su vertiginosa dimensión vertical. En tanto que nos convencemos de estar eligiendo algo, logramos convencernos de que rechazamos lo que no elegimos (si elijo a mi pareja de entre varias posibles, me es fácil convencerme de que la habría elegido entre todas, si todas fueran posibles), es decir, de que no queremos una pareja superior. Como el objeto de nuestra elección presenta elementos perceptiblemente defectuosos, logramos convencernos de que elegimos mediante el componente arbitrario del gusto personal, que no atiende a factores objetivos, de modo que quienes son rechazados por nosotros, sean del estrato social que sean, encontrarán a otros de nuestro propio estrato que los acepten (si mi pareja imperfecta es perfecta para mí, aquella que yo rechazo por imperfecciones que me resultan insoportables será vista como perfecta por otra), es decir, logramos convencernos de que no segregamos.
             ¿Qué hay de nuevo? Todo esto no es más que clasismo de toda la vida. Estamos hablando del amor como sabemos que debemos hablar de nuestra posición social en cualquier otra dimensión. La novedad es, precisamente, que ahora se trata del amor. Como dije en x, el amor desempeña el ignominioso papel de compensarnos del resto de las insatisfacciones que la sociedad jerarquizada nos causa: “Mi vida es deleznable, pero un día conoceré a alguien cuyo amor por mí me hará olvidar el resto hasta hacerme alcanzar la felicidad”. Es sobre el amor donde se concentra el principal esfuerzo que el sistema realiza para ocultar su propia injusticia. Aunque comprendamos que el sistema es injusto, éste no nos permitirá descubrir que el amor forma parte de él; concentrará su energía en convencernos de que el amor se le escapa. A él, precisamente, que nos habla incesantemente de amor.
             Que, precisamente nos habla, sobre todo, de amor. Porque todo habla de amor. En cada rincón de nuestra vida, especialmente en los más cotidianos y triviales, el discurso del amor aparece siempre de nuevo como por casualidad. Cuando el telediario ha terminado, cuando hemos silenciado la publicidad apagando el televisor, cuando hemos dejado de hacer números para cuadrar el presupuesto de las vacaciones, cuando el sistema ha dejado de someter nuestra atención a sus engranajes más crudos, entonces sólo queda esa cancioncilla, tal vez apenas audible en nuestra cabeza, que vuelve a hablarnos de amor. Y si retornamos  a los números, y a la publicidad, y al telediario, encontraremos por todas partes que esa, y otras mil cancioncillas, imágenes, historias, siembran concienzudamente en nuestro pensamiento la idea de que la alternativa es el amor, que el amor es otra cosa.
             Con cada una de sus amarguras, el sistema nos ofrece un pequeño dulce, “para que todo no sea malo” nos dice. Y gracias a ese momento de placer inspirado por una esperanza que el sistema puede acuñar sin coste, gracias a la aceptación de que el sistema que nos somete nos deja la puerta abierta a algo que escapa a él, se asegura que el conjunto queda engrasado y listo para seguir funcionando. El amor es la parte sagrada del sistema, que el sistema no debe mancillar jamás con su presencia para que el sistema pueda, precisamente, perpetuarse.
             Del capitalismo podríamos decir que es un sistema económico esclavizador cuyo poder de subyugación se fundamenta en la recompensa de un paraíso llamado “amor”.

4 comentarios:

Sonia dijo...

Brillante.

El antipático dijo...

Se acabó Pretty Woman. ¿Y los matrimonios morganáticos?

israel sánchez dijo...

los matrimonios morganáticos, aquellos en que se salva una gran distancia social mediante la conservación de la condición social original a pesar del vínculo del matrimonio, sólo son un ejemplo extremo de esta teoría.
cuando la distancia es tanta, el plebeyo no necesita ser reconocido como noble para que le resulte rentable el matrimonio al que ha accedido gracias, seguramente, a su dotación física.

El antipático dijo...

Qué de actualidad! Es verdad, en cualquier caso, que la excepción confirma la regla. Y es claro, también, que tales matrimonios son decididos por el de arriba, mientras que el de abajo sólo pone genitales.