miércoles, 23 de noviembre de 2011

amor. NUDO. ¡no volveré a pasar hambre!

 
Habíamos dejado a un humilde hobbit con la mirada cautivada por su meta siniestra, y separado de ella por el camino más colosal e intransitable que imaginarse pueda. Ensimismado en esa imagen, lejana e incierta, no se percatará de la aparición a su alrededor de un interminable número de otros hobbits, todos humildes, todos ensimismados, todos dispuestos a echar a andar sin plantearse demasiado si tienen alguna posibilidad real de alcanzar su objetivo porque, al fin y al cabo, si es allí a donde tienen que llegar, no cabe pensar sino que encontrarán el medio, a pesar de lo improbable que parezca ahora.
El primer paso será, seguramente, el del primer tropiezo. Otro pretendiente a nuestro lado había echado a andar ya, de modo que se vuelve necesario rodearlo si queremos lograr el primer avance. Un tercero, en mejor posición para la circunvalación, la ha comenzado a su vez, y hace necesario esperar a que finalice para abordarla nosotros. El  cuarto no se ha percatado de nuestra presencia, y sólo si le hacemos notar que hemos llegado antes podremos persuadirle de que no se adelante.
Esos amontonamientos iniciales se transformarán pronto en encontronazos, altercados más tarde y, al final, estrategias concebidas para la eliminar definitivamente al otro. Ante la desproporción extrema entre la oferta y la demanda, aparece la competitividad, también extrema, y sin sometimiento a regla alguna. El camino no es una cuestión de voluntad; no es un examen del hombre frente a los elementos mediante el que probar si merece como premio al ser amado. Es una competencia, y poco importan los esfuerzos de cada uno, porque cada uno es uno, y lo que podemos hacer nosotros hay otros que también podrán hacerlo, devolviéndonos con ello a una mediocridad en la que no nos quedará el consuelo de ignorar qué habría pasado de haberlo intentado.
Por tanto, la competencia extrema por la felicidad extrema del amor nos devuelve una y otra vez al lugar más inesperado: el punto de partida. Somos tratados por el amor que nuestra cultura social nos proporciona del mismo modo que nos tratan el resto de las fuerzas de movilidad social. Salvo catástrofes, somos lo que somos, y eso seguiremos siendo a lo largo del inaccesible camino por el que la esperanza nos acompaña, con su frescura intacta.
O no. En la conciencia inconsciente de la perpetuidad de este fracaso, de la ausencia de avance, dicha esperanza se proyectará en lo que el lenguaje coloquial ha llegado a llamar “amor platónico” (que, paradójicamente, y para regocijo de Platón, será el verdadero) mientras en nuestra vida cotidiana va tomando forma la mentira adaptativa del “gusto personal”.
“Para gustos los colores”, se dice cuando se pretende explicar el discutible acierto de quien escoge como pareja a quien nosotros no escogeríamos. “Para gusto los fracasos” sería la versión onírica; aquella en la que el sueño liberaría la verdadera naturaleza de nuestras motivaciones. Olvidamos poco a poco que una vez nos creímos con derecho a desear lo que nos pareció deseable, y lo conservamos sólo como objeto de conversación frívola, atribuyéndole sólo las virtudes frente a las que nos sentimos capaces de elaborar un discurso de convincente insensibilidad (“qué bueno está, pero a mí no me importa el cuerpo”). Mientras tanto, vamos logrando soportar mutilaciones en el modelo original que nos acercan cada vez más a una posibilidad factible de triunfo. Cada rasgo ideal que logramos hacer desaparecer de nuestras exigencias es una aparente conquista de libertad que vivimos como libertad tout court. Presos de la, mal llamada, inmadurez de aspirar a lo bueno, “maduramos” a medida que vamos aceptando lo malo, es decir, a nosotros mismos, reflejados en el otro, gracias a lo cual realizamos aproximaciones significativas a la meta.
Efectivamente, “bajar el listón” se vive como un desahogo pues, intuido el inevitable fracaso más allá de la inane esperanza a la que nos aferramos, el descubrimiento de alguna satisfacción real originada en aquello a lo que sí se puede acceder conduce a su idealización parcial y oculta. A medida que cae en la desesperación, la conciencia va otorgando espacios a esta sustitución de lo inaccesible por lo accesible en el ideal. Orgullosa e insobornable cuando se siente segura, el sufrimiento de la soledad o el desamor extremos abrirán la puerta de la represión y desplazarán el deseo ideal hacia aquello que, en realidad, no es tan deseado, y que había sido rechazado hasta ahora por no alcanzar las máximas cotas de perfección.
La pareja ideal de un adolescente es un modelo universal: el ideal sociocultural, seguramente encarnado en un personaje popular, pero con dicha encarnación concedida en la medida en que conserve las cualidades ideales. La pareja ideal de un individuo que ha “madurado” su gusto, es decir, que ha aprendido a esperar del amor sólo aquello que él, el individuo, es, constituye un modelo completamente personalizado, quimera de de recuerdos y jirones subsistentes de idealización, que un adolescente rechazaría siempre desde la honestidad de quien aún sabe qué desea, aunque dicho deseo esté concebido según unos valores socioculturales discutibles que, por lo demás, el adulto tampoco transformará significativamente.
Al igual que en el desplazamiento genuino, aquél que haría descubrir al hobbit que la meta queda fuera de su alcance si una infinita horda de otros hobbits no bloqueran su camino impidiéndole siquiera empezar a avanzar, en este desplazamiento de la meta hacia el hobbit, aquélla va dejando por el camino su capacidad para satisfacerlo, pérdida cuya conciencia será reprimida junto con la imagen del ideal original. Así, la mercancía conserva su envoltorio y pierde calidad real a medida que se acerca a nuestra casa: el caballero que por fin nos salve no será, lógicamente, otro que nuestro vecino, a quien habremos revestido de una armadura que se rebelará ridícula, humillante para ambos, el día que el fulgor del amor pierda su cegadora intensidad.
Será en esta doble y prolongada lucha de avance fracasado hacia la meta ideal y de desplazamiento del ideal hacia nuestra posición original, donde iremos comprendiendo la categoría moral de esta competencia con nuestros congéneres. Empapados de la nobleza de nuestro fin, descubriremos con indignación que no sólo no bastará un virtuoso voluntarismo para triunfar sino que, haciendo todo lo mejor de que somos capaces, nuestra posición empeora paulatinamente.
“En el amor como en la guerra”, escucharemos alguna vez y, si tenemos suerte, le prestaremos oído a tiempo. Abandonados a una competencia sin regulación, las princesas y caballeros del amor se vuelven pronto despiadados. Todo aquél que se limita a luchar noblemente, como la meta a obtener parece inspirar, reduce sus recursos hasta un punto que hace inevitable el aumento incesante de la distancia que le separa del éxito. En cuestiones de amor no hay más juez que el objeto de deseo: la otra persona, que debe decidir si nos elige, y para quien la legitimidad de la lucha entre sus pretendientes constituirá un valor sólo y exclusivamente en la medida en que decida que lo constituya. Así, el sujeto, en su dimensión ética, se enfrenta al dilema que surge en la desaparición dicha dimensión a nivel social: si actúo bien y se me premia como si actuara mal, es decir, otorgándoseme un trato afectivo de inferior calidad, ¿qué sentido tiene la actuación ética? Sea cual sea la respuesta verdadera a este dilema, es indudable que la respuesta social sólo puede ser la renuncia a la ética, así como la invisibilidad de quien no renuncia a ella. En pocas palabras: la guerra.

Harto de fracasos, traiciones, frustraciones, insatisfacciones, cada individuo desarrolla el cinismo que, en el terreno del amor, es imprescindible para sobrevivir. Sea cual sea su compromiso ético original, confluirá con el resto en el pragmatismo extremo. Toda consideración que no lleve a mejorar los resultados deberá ser considerada un obstáculo. El otro es el enemigo y debe ser eliminado mediante cualquier estratagema antes de que nos elimine a nosotros cosa que, a pesar de esta prevención, seguirá sucediendo con frecuencia. Y el otro son todos los otros, sea cual sea el lazo que nos una con ellos pues, para todos, el dios amor es intocable y de él depende nuestra felicidad, de modo que, ausente una ley que castigue, ningún pacto de buena fe podrá protegernos del peligro de ser utilizados. La amenaza no es sólo el desconocido. La amenaza es el conocido, el amigo, el hermano y, por supuesto, el objeto de nuestro amor, víctima principal de nuestras estrategias y cuya conquista da y quita sentido a nuestras acciones. Si debemos ser despiadados con alguien debe ser, sobre todo, con él.
Y, una vez alcanzado el amor gracias a la erradicación de cualquier vestigio de ética, una vez ante nuestro espejismo de princesa, ante nuestra caricatura de caballero, nosotros, que estamos libres y degenerados por fin hasta la erradicación del más mínimo de los escrúpulos, nos disponemos a convertirnos en el sentido de la vida de otra persona; a disfrutar, por fin, del amor.

jueves, 10 de noviembre de 2011

mejor morirse

             “Con lo bonito que es el amor, ¡mira que estar en contra! Pero, ¿qué se puede decir en contra del amor? ¡Si el amor es lo único que de verdad merece la pena de la vida! Si el amor tampoco es bueno, entonces ¿qué nos queda? ¿Morirnos?”
            Parecerá que me lo invento, pero esto es una cita, y  no la he escuchado una ni dos veces. Ante la idea de que el amor no es bueno hay, mayoritariamente, dos tipos de reacción: el asesinato y el suicidio. Unos quieren matarme a mí, por poner en tela de juicio su proyecto vital; por villano antagonista del bien, directamente. Otros me preguntan si deben morir ellos. Para mi vergüenza confesaré que, de tal cosa, no los disuado.
            La atrocidad de la alternativa nos da la medida de la violencia con la que nuestra sociedad se aferra a la bondad del amor. Nuestro problema como críticos no es sólo enfrentarnos al consabido dogma “el amor es lo mejor de la vida”. Una vez desestabilizado principio tan arbitrario, aparece la amenaza de su consecuencia para quien se había comprometido sinceramente con él: a la vida, sin amor, no le queda nada. Entonces, a falta de argumentos que demuestren lo bueno que es el amor, se produce una idealización por defecto: el amor tiene que ser bueno, porque lo mejor no puede ser también malo; el amor tiene que proporcionar felicidad porque, que se sepa, ninguna otra cosa puede proporcionarla; el amor será eterno, porque necesitamos escapar a la muerte y sabemos que nada conocido lo logra.
            Cuando vamos realizando todas estas afirmaciones lo hacemos ya desde cierta incredulidad, cierta aceptación de lo que no es sino un sucedáneo de esperanza. Sentimos, cada vez con más claridad, que nos apoyamos sobre un decorado que primero fue de piedra, después de cartón, y ahora no es más que un frágil papel a punto de ceder a nuestro peso. Nuestros músculos agarrotados, que nos sujetan disimuladamente, transmiten un mensaje inequívoco: si te dejas caer sobre el amor, éste no logrará sostenerte.
            Esos desesperados son su propia refutación. Está de moda utilizar la imagen de El Coyote corriendo sobre el vacío, a punto de precipitarse en él, para representar a quienes aún creen en la sostenibilidad de nuestro sistema socioeconómico ante la evidencia de su destino catastrófico. Podemos decir que los retratados aquí son los coyotes del amor.
            De los lobos hablaremos pronto.

lunes, 7 de noviembre de 2011

amor. PLANTEAMIENTO. en un país multicolor

Llegamos al mundo poniendo en práctica el individualismo más estricto, y sólo poco a poco comprendemos que la igualdad de los otros va en serio. Los otros, esas herramientas de uso más complejo que nuestras manos o nuestros pies, porque tienen la capacidad de actuar de modo independiente. Los otros, que nos convierten a nosotros, a veces, en sus manos y pies, haciéndonos desear su ausencia, aunque ello tenga como consecuencia el dejar de poder instrumentalizarlos.

Afortunadamente, seremos educados en una adaptación a nuestras posibilidades considerablemente eficaz. Nuestro instinto nos conducirá a desear ilimitadamente, pero aprenderemos las ventajas de racionalizar nuestro deseo; de desear sólo aquello que realmente nos es útil y, de entre lo útil, sólo a lo que de manera factible podamos aspirar. La cultura de masas seguirá tendiendo trampas a nuestra ambición frustrada, seguirá diciéndonos que deseemos sin freno, porque el deseo mismo es la garantía del logro. Pero nuestra razón crítica ha despertado, al menos en alguna medida, y contrarresta de modo consciente una suficiente cantidad de esos mensajes como para conservar el sentido más útil en nuestros esfuerzos. Una cierta cantidad de represión completará la adaptación, haciéndonos olvidar el deseo cuando éste es demasiado doloroso, pero conservando nuestro juicio crítico a la hora de determinar la opinión que nos merece nuestra situación de satisfechos a medias. El individuo normal no es tan estúpidamente frívolo como para desearlo todo, ni tan estúpidamente acrítico como para considerarse feliz con lo que tiene.
Con el amor no tendremos esa suerte. En el complejo entramado de necesidades y deseos que el sistema satisface y frustra, y mediante el que, además, nos motiva y controla, nos ayuda y nos estafa, en dicho sistema, el amor debe realizar el desagradable papel de espejismo canalla gracias el que una importante cantidad de las más insoportables frustraciones quedan olvidadas y, por tanto, reprimidas. En nuestro sistema ideológico el amor será, por antonomasia, el lugar al que desplazar la eficacia no alcanzada, la libertad no canalizable, lo que le sobra al ser humano cuando el sistema no puede ya ofrecerle seguir siéndolo si quiere que cumpla su tarea de pieza solvente en la perpetuación. En pocas palabras: el basurero.
Y, para que el basurero contenga su basura, ésta deberá quedar sellada por la más hermética e inexpugnable de las barreras. Para que el individuo deje reposar allí su frustración sin pugnar por liberarla, el basurero deberá ofrecerle el mayor de los atractivos. No valdrá cualquier entretenimiento; el amor por sí mismo, con sus ventajas e inconvenientes, sus noblezas y sus miserias, no sería suficiente. Para que el amor compense de la opresión, el basurero tendrá que idealizarlo.
La propaganda que anima a desear el éxito social en su forma completa y perfecta, es decir, aquella que anima al triunfo del individuo sobre todos sus congéneres, la figura del mendigo-rey, tiene una repercusión insignificante si se compara con la del mendigo-Paris (valga el personaje de la Ilíada para dar nombre a la figura), aquel que alcanza el amor del congénere más deseable de entre todos los conocidos. Así, el caballero que mata al dragón lo hace para lograr el amor de la princesa, primera dama del reino; la chica que cambia de imagen logrará con ello ser pretendida por el capitán del equipo de fútbol, cumbre del éxito social del instituto; el joven que aprende a bailar no puede con ello sino aspirar a obtener un reconocimiento del grupo cuya máxima expresión es recibir el primer premio en materia de pareja.
La figura poética, infinidad de veces repetida en todo género de música popular, “si  te tengo a ti lo tengo todo”, junto con su inverso, “nada tengo si no te tengo a ti”, es a la vez expresión y mecanismo para la reproducción de esta fantasía (el castizo “contigo pan y cebolla” resulta menos extremo, y parece moderar su componente propagandístico con la idea realista de formación de equipo mediante el que enfrentarse a las adversidades). Efectivamente, será ése nuestro escapismo más recurrente. Allí donde el mundo no nos haga felices, acumularemos tarea para esa persona a la que accederemos mediante el ejercicio absolutamente espontáneo, irracional, caprichoso, incontrolado, de nuestra libertad de elección.
Así, nuestra maduración es acompañada por un omnipresente discurso de refuerzo a nuestro instinto individualista. Se nos hace crecer, debe decirse, mediante la inmadurez misma, sustituyendo cada una de las feroces ideas del animal solitario por eufemismos que pretenden reflejar un incremento, perfectamente ausente, del nivel de cooperación. Es este individualismo propio del recién nacido, que habita, disfrazado, el pensamiento de cada adulto, lo que se esconde tras eso que llamamos, henchidos de admiración y entrega, la inefabilidad, la ceguera, la locura del amor.
Animados y legitimados por nuestra cultura, nuestras ilusiones se lanzarán como depredadores hambrientos sobre lo que consideremos que representa el mayor de los logros. De nuestro mejor vecino a nuestro mejor compañero de colegio, de él al mejor del barrio y, un día, al mejor de todos los individuos susceptibles de ser deseados de los que jamás hayamos tenido noticia por cualquier medio. Alguien muy famoso, casi seguro.
Si nuestra fantasía alcanza a dibujarse la relación misma, entonces la idealización extenderá su presencia. Seremos, lógicamente, amados, admirados, protegidos y potenciados por nuestro objetivo, una vez lo atrapemos, hasta los límites de lo posible. Esto nos reportará, no por casualidad, la apertura de las puertas del mundo, que dejará de poseer la capacidad de cerrarse a nosotros de forma alguna. Cuando logremos nuestro amor podremos, literalmente, hacer lo que queramos.
Si la idealización persiste intacta más allá del despertar sexual, es decir, si la conciencia del sexo aparece por noticias externas, y no mediante la experiencia directa, dicha conciencia se convertirá en una víctima más, seguramente la más sacrificada, de una ambición desmadrada. Símbolo máximo de la unión en la pareja, su realización será la culminación de la misma y, al serlo, de nuestra vida entera. El sexo realizará el amor, y éste la vida, mediante el amor de nuestra vida, con quien haremos el amor. Mediante la aparición del sexo, el sentido de la vida se desplaza una vez más de lo grande a su símbolo. Lo hubo hecho ya de la vida al amor, y ahora lo hace del amor al sexo. En la exacerbación de este esquema de diana en el que acertar en lo pequeño constituye de por sí el éxito en lo grande, el nodo de todas las líneas de fuerza del universo aparecerá en el hito del orgasmo simultáneo. Hace tiempo que tuvimos la suerte de que los sexólogos se apiadaran de nosotros dispensándonos de la obligación de corrernos a la vez que nuestra pareja para poder considerarnos felices. Lo que desde entonces ha dado en llamarse “buen sexo” se ha vuelto algo más flexible, aunque nunca seriamente crítico. La diana se desenfoca, pero no se corrige.
Con estos mimbres aparecemos en el mundo. Caballeros y princesas dispuestos, por enésima vez en la tierra, unos a escalar la torre, otros a ser sacados de ella. Nuestra incomparable belleza, nuestra fuerza invencible, la nobleza de nuestras armas, la excelencia de nuestras virtudes, derribarán esa muralla que nos separa de la felicidad encarnada. Entonces las princesas se dispondrán a esperar. Y tardarán mucho, mucho tiempo en descubrir que no se encuentran en la torre de un alto castillo que se recorta contra el paisaje y al que el mejor de los caballeros se dispone ya a asediar, sino olvidadas en la más profunda mazmorra de una guarida perdida en tierra de nadie, que nadie encontraría si, en el mejor de los casos, pretendiera buscarla. Mientras tanto, en algún lugar, tal vez próximo, el caballero se mirará a sí mismo para descubrir que no tiene mejor presencia que la de un miserable hobbit, ni más arma que la resistencia de sus pies. Ante sí, para su sorpresa, no aparecerá castillo alguno. Sólo entornando los ojos llegará a intuir, más allá de innumerables regiones hostiles, cada una más tenebrosa que la anterior, cada una más dispuesta que la anterior a hacerle sucumbir, una torre oscura iluminada por un fuego sobrehumano. Hasta allí deberá llegar, porque allí, ¿en qué otro sitio?, debe de estar el amor, y por alto que sea el riesgo, por improbable que sea el éxito, ¿qué otra cosa merece la pena hacer que intentar conquistarlo?
Pero, de todos los hobbits que somos albergados por el mundo, sólo uno es Frodo: el de la película para niños.

jueves, 3 de noviembre de 2011

¿bailamos?

             Yo no sé bailar pero, por un capricho de mi fantasía, esta noche, al cerrar los ojos, he inventado un baile. En realidad es sólo un paso, una especie de caminata con salto lateral al final, cayendo en un equilibrio inestable que lleva a repetir la figura en sentido inverso. Cuanto más proyecto la secuencia en mi cabeza más detallada y precisa se vuelve.
            Me gustaría levantarme y probar si es posible realizarla. Pero bueno, ya estamos acostados, es algo tarde y mañana hay que trabajar. En realidad me gustaría conseguir interesarla a ella; que nos levantáramos cinco minutos y lo intentáramos los dos. Ella baila mucho mejor que yo, y seguro que lo conseguiría enseguida. Sería sólo un momento y no nos quitaría apenas tiempo de descanso. Pero suficientemente excéntrico me considera ya. Tardaría más en convencerla que en explicarle el paso, y si lograra levantarla lo haría de mala gana y se acabaría la magia.
            Ella no puede comprender la importancia de esta fantasía. Nunca le he explicado que cuando cierro los ojos por la noche siempre veo cosas. A veces es sólo una sucesión inconexa de retazos procedentes del día, como si sus decorados y personajes se fueran apagando. Pero lo más habitual es que las imágenes no lleguen a formarse, que sus componentes pugnen por tomar forma en mi mente sin lograrlo. O eso interpreto yo ante esas masas vibrantes de tonos rojos, negros, blancos, a veces azules. Juraría que alcanzo a reconocer en ellas cuerpos en creación, huesos recubriéndose de músculos, y éstos buscando sin éxito jirones de piel en mi mente desordenada. Eso quiero creer, porque me da miedo pensar que lo que realmente veo son cuerpos desgarrados, descompuestos, batidos y apelmazados en mi fantasía por alguna desviada necesidad de mi carácter.
            Me gustaría decirle que eso es lo que veo casi cada noche, que me perturba, y que me gustaría no verlo. Pero temo que se asuste, y que en lugar de tranquilizarme, su miedo me sumerja más en la sospecha de que algo terrible se oculta en mi cabeza y se libera a medida que me invade el sueño.
            Me gustaría que conociera esta aprehensión que siento por mí, como me gustaría compartir la que siento por ella. Querría explicarle que apenas soy capaz de olvidarme de su larga nariz; que la persigo constantemente cuando la miro, porque intento resolverla sin querer; encontrar la justificación estética que la convierta en armoniosa para el resto de su cara, y que en esa empresa obsesiva desperdicio gran parte de la atención que le debo cuando me habla. Querría que supiera que he renunciado a aceptar sus pies, y que hace tiempo que evito mirarlos, aunque cuando nos acostemos busque reconfortarme con su contacto.
            Quiero que sepa que es mi amiga, mi compañera, seguramente la persona más importante en mi vida, seguramente la que más me dolería perder, y que no hay día en que no la eche de menos, a veces cuando estoy solo, a veces cuando estamos juntos. Y que, a pesar de eso, hago el amor con ella porque no tengo con quién hacerlo; porque no puedo hacerlo con ninguna de las innumerables mujeres a las que deseo cada día. Me gustaría decirle que pienso en ellas cuando lo hacemos, incluso a veces cuando simplemente la abrazo, porque me tortura la idea de que se me escapen un día tras otro y el único consuelo que encuentro es la confusión que me permite el cerrar los ojos.
            Querría decirle que cada día soy más consciente de todo este silencio, y de su inmortalidad; que cada día crece más este desván donde se guarda todo lo que ella no sabe; este otro yo que ella no conoce y que vive una vida independiente y solitaria, solo conmigo, y que toma conciencia por la noche cuando, abrazados, nos quedamos en silencio.         
             Entonces ella me mira, escruta mi expresión buscando entender, porque sabe que hay algo. En cierta ocasión, hace ya tiempo, acarició mi frente, me sonrió y susurró: “¿Qué pasa aquí?” Y después acercó sus labios y la besó. En ese beso sentí que mi personaje oculto y ella se tocaban, que se miraban también, y que también se sonreían con respeto y con afecto. Y sé que ella lo sintió.
            Ahora me está mirando así. Lo ha hecho muchas veces desde entonces. En cada una de ellas ambos han fracasado en su intento de lograr el contacto de aquella noche. Sé que ahora me besará en la frente una vez más, esperando que ese gesto gastado me tranquilice, y que después escucharé esa pregunta que fue, un día, tan liberadora: “¿Qué pasa aquí?”
            Pues que quiero que bailemos. Pero no se puede.

martes, 1 de noviembre de 2011

amor. INTRODUCCIÓN. el guión ciego

No es blasfemo intentar entender el amor. Ni siquiera es ambicioso. Pero al hacerlo nos encontramos con ese obstáculo propio de lo mistérico que consiste en juzgar como un error el deseo mismo de comprender. Es curioso contemplar cómo fracasan en sus investigaciones todos aquellos que creen en la existencia de lo incognoscible. Divierte escuchar al feriante Iker Jiménez decir “nosotros planteamos preguntas, no damos respuestas”. Esa discutible “actitud científica” les viene obligada por la cuenta corriente. Cada respuesta que dieran tendría que ser siempre y sistemáticamente la misma: no hay misterio. Poco duraría la atracción.
El amor utiliza el mismo truco sacerdotal. La única manera de evitar que el Mago de Oz se convierta en anciano con megáfono es no permitir mirar entre bambalinas. Pero aquí, ¿quién es la Iglesia? Una de las fuerzas claves que sustentan esta ocultación es la puesta en ejercicio por la mala conciencia de cada uno generada al realizar cada acto de amor. Los más fervorosos creyentes suelen ser aquellos cuya valoración como individuos éticos saldría peor parada si el amor perdiera la capacidad para legitimar sus acciones pasadas, ya sea por el daño que hicieron, ya por el que se han hecho a sí mismos.
Afirmé en ¡Ni! que la negación irracional no requiere de contraargumentación, y que debe ser valorada como una simple expresión de la voluntad. La negación irracional no juzga, sino que enuncia un deseo, trivial desde el punto de vista de la determinación de la verdad. Independientemente de opiniones sobre si el amor se puede conocer o no, el amor es algo, incluso aunque sea una ficción, pues todos lo utilizamos y todos requerimos de dicho concepto como herramienta para explicar la realidad. Todos señalamos una cosa cuando hablamos de amor. ¿Cuál?
Nuestra cultura social ofrece también respuestas menos cerradas. Conservando siempre la capitulación de partida en la aspiración a conocer de manera eficaz e instrumental, es decir, más allá de lo que puede constituir una opinión vaga, se dice que el amor es un sentimiento. Quienes así lo clasifican convienen en varias características del mismo: Que es, o tiene que ver con, una forma de afecto, que su intensidad es mayor que la de otros afectos, y que tiene un componente de pérdida del juicio. Es la mania griega, la locura de amor, la atracción desestabilizadora que los clásicos valoraron en ocasiones como una enfermedad y que nosotros llamamos también “enamoramiento” para distinguir la fiebre individual de la satisfacción de la misma sobre su objeto, que sería la realización en sí del “amor”.
No quería adelantarme pero… ¿entonces el amor no es un sentimiento? Decimos que lo es aunque, por otro lado, necesitamos rescatarlo de ese significado para designar otra cosa. ¿Y de qué otras teorías disponemos? El resto de las usos coloquiales no lo hacen escapar demasiado a la categoría anterior. Se hablará de emoción, de pasión, de estado de ánimo… Intuida la insuficiencia de esta definición se llegará a hablar de “sentimientos complejos”, “compuestos”, “contradictorios”… Como último recurso para describir dicha complejidad, se utilizarán condiciones de consecuencia: “El amor es un sentimiento que te lleva a aceptar al otro tal y como es”, o, “a dar sin esperar recibir”, o, “a no necesitar nada más”. Hay que decir que estos esfuerzos se alejan cada vez más de cualquier eficacia descriptiva y que, atractivos como principios, son incapaces de diferenciar en lo más mínimo qué es y qué deja de ser “amor”.
Ya sabemos que el amor no parece ser lo que se dice que es, y hemos concluido esto porque el objeto designado amenaza con ir a no encajar en la definición. En la práctica comprobamos que la definición del amor-sentimiento supera un número notable de filtros prácticos. Si alguien nos dice que siente amor, aceptaremos llamar amor a un sentimiento. Si alguien nos dice que un tercero siente amor es posible que desconfiemos y pidamos nuestras propias pruebas en forma, tal vez, de síntomas de un sentimiento: ¿Se muestra obsesionado? ¿Tiene un comportamiento diferente? ¿Tergiversa involuntariamente la realidad en lo que se refiere al objeto de su amor?
Pero si los síntomas son contradictorios, la teoría del sentimiento se tambalea. Se nos da a juzgar el caso de alguien que dice sentir amor, pero no está dispuesto a tener una relación de pareja con la persona amada. O el de alguien más, completamente obsesionado con su pareja que, a la vez, mantiene relaciones sexuales con otros. En ambos casos diremos que no hay amor. Habremos dispuesto de indicios fehacientes de que el sentimiento de enamoramiento existe y, sin embargo, otra categoría de factores ha pesado más: los actos.
Son unos actos concretos los determinantes a la hora de que concluyamos si estamos en presencia de ese ente llamado amor. En la medida en que un sentimiento, simple o complejo, sea suficiente a veces para alcanzar dicha conclusión, podremos hablar de una condición secundaria, o subordinada, o consecuencia de la primera. Pero llegados aquí podemos realizar ya ese giro capital que nos llevará a partir de ahora a hablar del amor en términos chocantes. El amor es un conjunto de actos; amar es realizar una serie de cosas, y todos aceptaremos, para nuestra sorpresa que, en el fondo, nunca hemos llamado amor a nada diferente que a la realización de estos actos.
Sabemos que los actos son varios, y adelantaré que son sucesivos y ordenados, de modo que podemos decir que no se trata sólo de un conjunto informe de actos, sino de una estructura organizada de los mismos: un guión. Un último componente, cuya explicación también ampliaré más adelante, nos permitirá llegar a la definición completa. El individuo que, por realizar los actos del amor, ama, ignora a qué actos se verá obligado tras los que realiza ahora aunque, paradójicamente, éstos sean los mismos para todo el mundo. Así, el amor no es sólo un guión, como lo es El Sueño Eterno, en el que cada actor comprende, estudia y planifica su personaje. El amor es un guión representado a ciegas, del que se nos entrega una secuencia si, y sólo sí, hemos terminado la anterior, cumpliendo ese milagro de la ignorancia que es sorprendernos siempre con lo que ya deberíamos haber esperado.
Dicen que El Sueño Eterno también fue un guión ciego, en el que Chandler y Hawks decidían cada día cómo avanzaría la oscura trama. Tal vez por eso, o tal vez por ser oscura, surgió el amor entre sus protagonistas.